No sé si soy un T. Rex, pero aún voy al cine. La experiencia cinematográfica de compartir emociones con otros congéneres que desconozco me sigue emocionando. En el cine besé, bebí, hui, lloré, reí, fumé y dormí, entre otras cosas que no confesaré. Me asombra ver como los cines caen. Me estremece verlos convertidos en supermercados. Tengo pendiente de leer las memorias de Enrique González Macho (74), a la venta en la taquilla de sus cines.
No sé si soy el T. Rex que baila en la nueva rima de Kase.O, -muy pronto en la portada de Tapas- pero vaticino que las salas revivirán con fuerza pronto. Hasta me atrevo a asegurar que será un negocio, quizá un negocio inmobiliario, o de membresía. ¿Alguien recuerda lo que se ligaba en los cine fórum?
Entro en el Verdi de los hermanos Adolfo y Amalia Blanco. Está tristón, pero paso de contagiarme de melancolía. En la terraza del 100 Montaditos de José María Fernández–Capitán (48) no cabe un alma. Hay mesas de pijas y de modernos, de “trappers” y de despistados. Los abuelos han vuelto a las calles pero no a los bares. Somos apenas diez en mi sala. Los Verdi lanzan un canal en Samsung TV para distribuir sus pelis indies, sobre todo francesas, se llama “Cine Feel Good”. A contracorriente. Mola.
Antes de la peli aprendo cosas. ¡Qué buena la nueva campaña de Coca-Cola! -pronto habrá cambios en la compañía en España-. Pensada desde un Londres que me cuentan esta semana que está cerrado a cal y canto; parida por el creativo Juan Sevilla, de Wieden & Kennedy a los mandos y con la música de Tyler The Creator, novio del hijo de Will Smith.
Me canta un pajarito que esta semana se prepara una buena con Tyler. ¡Atentos! A mí ya me han entrado ganas de aprender a subir y bajar las cejas con independencia. Espero tener ventaja tras años intentando independizar el pie de bombo del de charles. Acabo el párrafo con mención especial a la campaña De Socio a Socio de José Luis Moro Pingüino Torreblanca para el Club de Creativos y también un recuerdo sentido para Pedro Ruiz Nicoli, uno de los grandes de la publicidad, gran coleccionista de arte moderno, fallecido esta semana. Un abrazo a la familia y a su hijo Paco.
Fui a ver The booksellers (D.W. Young 2019), aquí traducido Libreros de Nueva York, un documental de tribu. ¿Se ha fijado el lector que la nueva campaña de exterior de turismo de Nueva York está bien tirada? El eslogan: “Nueva York también te echa de menos”. Simpático.
En la década de los 50 despachaban en Nueva York 368 librerías ahora sólo quedan 75. Lo cuenta Nancy Wyden, hija del fundador de The Strand Fred Bass, que pasará a la historia no por almacenar “kilómetros de libros” sino por tener el logo que más gusta a las hipsters llevar en su tote bag de lona sucia.
En la última planta está uno de mis cubiles en Manhattan, la sección de libros raros, firmados y claro, muy caros. Ya me conocen por allí, voy el primer día, los pago y los dejo apartados; me compro una bolsa de esas de los chinos para la ropa y los colocó el último día en mi Rimowa con bruxismo para que crucen el Atlántico Norte en la noche.
"La gente que aprecia los libros raros es tan rara como los libros que busca"
“Lo que antes era raro ahora no lo es” suelta uno de los libreros. Parece una perogrullada, pero esta idea ha convertido a Michael Zinman, al que la revista New Yorker apodó “El comelibros”, probablemente el mayor bibliófilo de Manhattan, en un hombre muy rico. ¿Por qué? Cuando le entró el veneno del coleccionismo los libros deteriorados eran más baratos, hoy no. ¡Cómo será la enfermedad de Zimman que compra un libro varias veces porque cree que solo estableciendo patrones de comparación entre distintos ejemplares se puede entender el contexto!
“Mi mujer me dijo: ¡te importan más los libros que yo! ¿Qué lugar ocupo en tu vida?”. “El sexto”, contesté. Imagínese el lector el resto de la trifulca. No cuentan en el documental si sigue casado, pero sí que un amigo suyo gastó 1,5 millones de dólares en reforzar la vivienda para evitar que el peso de su biblioteca la hundiese.
“Ya nadie se gasta 25.000 dólares en un ejemplar de Moby Dick para leer a Melville”, cuenta otro de los protagonistas. “Se trata de poseer”. Todos los imaginábamos pero escucharlo te hace pensar. Hace tiempo que reflexioné de esto en esta columna: ¿Dónde van las bibliotecas cuando uno muere?
La retahíla de librerías que cuentan su historia en el documental la tengo ya apuntada para visitarlas el próximo salto a NY: Brattle, Charles Spencer, Codex, Mast Books, Aegon, Lizzyoung, Imperial Fine Books, Happy Héroes Used Books, Left Bank Books y desde luego McNally Jackson (solo de novedades). Todas, y las que no enumero están contra Barnes & Noble, pero todas también venden en internet. “La red lo ha cambiado todo. Han desaparecido los buscadores de libros. Todo está a un click y es tan rápido encontrarlo que la emoción desaparece al instante”.
El caos de las tres hermanas herederas de Argosy es muy interesante. “Mi padre, que fundó la librería en 1935, tuvo el acierto de comprar el edificio, así que no pagamos renta. Pagamos por venir a trabajar aquí. Cada semana al menos cinco brokers nos llaman a hacernos una oferta por el edificio pero no vendemos… al menos por esos precios”. Así que ya saben, no desestimen montar un negocio con pocas posibilidades de rentabilidad, o mejor dicho, sosténganlo con otras inversiones. Muy buen consejo.
No falta metraje para rendir homenaje al ya fallecido Martin Stone, criado como guitarrista eléctrico, y por unanimidad de todos los encuestados el “verdadero buscador de libros de Nueva York”. Hay consenso también ante la palabra maldita: Kindle al que para desprestigiarle le adjudican compradores por encima de los cuarenta. Ha nacido un concepto nuevo: la tecnología old fashion.
Se filman recuerdos de cuando los libros infantiles no eran considerados verdaderos libros. Y de cómo la llegada del ilustrador Maurice Sendak, apodado Mo, lo cambió todo. Da repelús un librero que dice haber vendido dos libros, -“ingleses eso sí”- encuadernados con piel humana. De cómo se siguen comprando los libros por su “dust jacket”, literalmente su guardapolvos.
"Una primera edición del Gran Gatsby cuesta 5.000 dólares, con su cubierta a color 15.000 dólares y si la cubierta está deteriorada por el paso del tiempo y el uso, 150.000", explica un mercader. ¿Tiene lógica? Yo creo que sí. "La gente que aprecia los libros raros es tan rara como los libros que busca". ¿Te gustan los libros raros? Pues háztelo mirar.