Susana y miles de niños, las víctimas del año de Covid: enfermos de miedo y hambre, no por el virus
"He visto llorar a mi abuela porque no teníamos qué comer", dice. En el aniversario del confinamiento, alertan del impacto en los menores.
15 marzo, 2021 02:25Noticias relacionadas
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¿Saben esa fábula de los dos ratones que cayeron en un cuenco de nata? Uno de ellos, noqueado por la situación, se rindió pronto y acabó ahogándose; el otro peleó y peleó, y movió tanto y tan rápidas las patas que hizo que la nata se convirtiera en mantequilla bajo sus pies, y logró escapar. Pues bien, Susana, una preadolescente sevillana despierta, impetuosa y madura, es como este ratón. Y nadie de entre los que la conocen duda que también saldrá del pozo en el que la pandemia la arrojó hace ahora un año.
La historia de Susana es una historia más de tantas, pero ella no es una preadolescente cualquiera. A simple vista, con solo conocerla, se percibe en ella una impresión que dista mucho de la de una chica de 14 años que estudia 3º de la ESO. “Me dicen que soy muy madura para mi edad”, responde sabiéndose diferente. “Claro que yo no pido caprichos, porque antes que unas zapatillas prefiero comer, y somos nueve bocas en casa —razona—; solo pido gigas en el móvil porque los necesito para estudiar, pero si no hay, no exijo”.
Los reporteros de EL ESPAÑOL se citan con Susana y su familia justo cuando se cumple un año de que la Junta de Andalucía, y el resto de comunidades autónomas, suspendieran las clases presenciales por el COVID-19. La cita también coincide con la publicación del informe con el que Save the Children hace balance de cómo la pandemia, y la crisis económica asociada, ha afectado a los hogares vulnerables y el impacto que ha tenido en los menores.
“Ha sido un año muy raro”, detalla Susana, que sigue arrastrando en este curso la falta de clases presenciales del año anterior. En su caso, el estado de alarma le pilló sin un ordenador y sin conexión a internet en casa, dos herramientas sin las que era imposible seguir las clases online. “Trataba de hablar con mis compañeros por las redes sociales y desde el teléfono móvil, para que me pasaran los deberes o me dijeran las tareas —apunta—; pero no podía seguir las clases desde el teléfono y cuando se agotaban los datos…”.
La brecha digital se ha agudizado con la pandemia. Tanto en el curso pasado, en el que el alumnado de familias desfavorecidas se topó de bruces con un confinamiento sin herramientas; como en este, en el que la digitalización se ha mantenido en el aula sin que existan programas estatales que limen esa desigualdad.
Susana estuvo varias semanas sin datos y sin posibilidad de conectarse a una red wifi pública en alguna biblioteca. Las clases avanzaban y ella seguía estancada. De vez en cuando, su madre recargaba con diez euros los datos. Diez preciados euros en una casa marcada por la pobreza. Durante el confinamiento llegaron a juntarse nueve bocas para solo dos pensiones, no contributivas, y una incapacidad permanente. Apenas mil euros al mes.
Comer carne
“Aquí vivimos mi abuela, mi madre, mi tía Vanesa —que denunció por malos tratos a su ex durante el confinamiento y se fue a vivir con la familia— y mis dos primas de siete y cinco años, mi tío Johnny, y yo; pero también viene mi tía y su hija a comer”, enumera Susana. “Hacemos una olla grande y comemos caliente todos; solo los fines de semana, algo más especial, nos permitimos unos filetes. Yo noto que otras familias pueden permitirse caprichos, pero nosotros no. He visto muchas veces llorar a mi abuela porque no tenemos qué comer. Sé lo que es ir al frigorífico y que no haya yogures para todos, o tener que reservar la leche de la cena para el desayuno del día siguiente”.
Susana sintió alivio al ver a los suyos viviendo juntos bajo el mismo techo. Se vio arropada en un momento excepcional para todos y mató el tiempo enseñando a sus primas a leer y hacer sumas y restas. O a levantar el ánimo de sus mayores. Porque Susana es el epicentro de la casa. Cuida a todos. Maneja la casa. “Aquí mandamos las mujeres”, puntualiza.
—¿Dónde te ves en el futuro?
—Estudiando y trabajando. Quería ser médica o veterinaria, pero ahora quiero ser maestra de primaria. Me gusta ayudar a los compañeros a enseñarles las cosas que no entienden. El año pasado, antes de que se acabaran las clases, me sentaba con una niña ciega y le copiaba los apuntes y dedicada los cambios de clase a explicarle las cosas. Eso me gusta y por eso quiero ser profesora. Y cuidar a mi familia con lo que gane.
Andalucía es, empatada con Extremadura (37,7%), líder ex aequo en el ranking de las comunidades autónomas en riesgo de pobreza o exclusión según la tasa AROPE, un indicador internacional. En el lado opuesto están Navarra (11,7%) y País Vasco (14,4%). La media nacional se sitúa en el 26,1% de la población. Según Save the Children, la crisis por la pandemia ha agudizado la pobreza en aquellas familias que venían arrastrando una situación precaria. Un 12,2% de las familias no tiene ningún ingreso frente al 7,5% de hace un año, lo que se traduce en que seis de cada diez familias atendidas por la organización tengan dificultades para pagar la hipoteca o el alquiler; o que siete de cada diez tengan problemas para pagar los suministros básicos. Y todo esto tiene su influencia en los menores.
“Al principio de la pandemia no se hablaba de los niños”, asegura Javier Cuenca, director de Save the Children en Andalucía. “Los políticos, toda la sociedad, estaba superada por la realidad y se empezó a hablar de los niños solo como factores de alto contagio. Se cerraron los colegios, se confinaron en casa… y eso ha tenido un impacto psicosocial en ellos”, explica.
Miedo, nerviosismo y ansiedad
Según el informe elaborado después de las entrevistas a 1.290 familias del Programa de Lucha contra la Pobreza Infantil que desarrolla la organización en seis comunidades autónomas, el 23% de los menores han experimentado nerviosismo, ansiedad (un 21%) y miedo (un 18%). “Acuciadas por la pérdida de empleo de sus padres, las relaciones en casa se han deteriorado al faltar los consumos básicos y eso hace que se aumente esas sensaciones, el estrés y el miedo”, valora Cuenca.
Uno de los principales resultados del citado estudio es que el 46% de los padres y las madres a los que atiende la organización ha perdido el empleo por la crisis económica. Actualmente, el 12,2% de las familias no tiene ningún ingreso frente al 7,5% del año pasado; y solo el 15,9% ingresan más de 1.200 euros en comparación con el 23,3% de antes de la pandemia.
En la casa de Raúl, casado y con dos hijos de 12 y 16 años, los problemas llegaron un mes antes de que se declarase el estado de alarma. Ha trabajado durante toda su vida como mecánico de automoción, y los dos últimos años como jefe de mantenimiento de una flota de 285 vehículos en Sevilla, Córdoba y Málaga en una empresa que explota licencias VTC, para Cabify y Uber. Las condiciones eran buenas.
Raúl sonríe cuando las recuerda las comodidades de su empleo y un sueldo que rondaba los 18.000 euros brutos anuales. “Tenía un horario que me permitía hacer vida familiar, coche de empresa y los gastos; condiciones tan buenas que debí celebrarlas cuando firmé el contrato”, explica este sevillano de 42 años.
“Todo fue muy bonito hasta que se acabó —sigue—; los compañeros de Madrid se vieron venir la crisis e hicieron reajustes. Un día entré en la oficina a las nueve de la mañana y media hora ya había firmado la carta de despido. Con toda la pena que conlleva”, relata Raúl. “Fue un golpe duro, bastante duro; porque empiezas a pensar cuánto tiempo estarás parado, o cómo serán las condiciones del próximo trabajo. Y quise ser optimista, eh, pero un mes después declararon el estado de alarma. Otro palo”.
De jefe a pedir alimentos
A Raúl jamás se le olvidará este año. En paro desde entonces, fue viendo cómo se acumulaban los gastos. “Si pagaba la hipoteca no podía pagar las facturas de la luz, si lo pagaba todo no tenía para comprar comida… Hasta que un día abrí el frigorífico y vi que faltaba de todo; ahí di el paso”, explica.
Su primer recurso fue ir a los servicios sociales, pero el exceso de burocracia y la saturación de las oficinas le obligaron a buscar alternativas: Cáritas y Save the Children. “Uno no espera verse en un banco de alimentos, es doloroso ver a otras familias, pero al verte ahí tomas conciencia de lo que supone ese mal trago —narra el padre de dos niños—; pero la vergüenza te la tienes que tragar porque con ella no se come y te enfrentas a la situación”.
—¿Duermes?
—Nunca. Todavía me cuesta. Desde el despido no he conseguido un sueño de siete horas.
Tanto Raúl como su mujer siempre han tratado de disimular la situación ante sus hijos. El “cuanto menos sepan, mejor” se impuso desde el principio. Aunque la renuncia a los pequeños lujos anunciaba que las cosas no andaban bien. “En casa la cosa está más tensa y cualquier tontería hace que ahora se discuta ahora más que antes. Hay más nerviosismo y a lo que no le dabas importancia ahora te parece un mundo”, describe el sevillano, que ya atisba los efectos que el desempleo y la pandemia ha generado en sus hijos.
“Están más alterados”, sostiene. “Creo que se encuentran un poco descontrolados porque han visto muchos cambios, muy duros y de golpe. Pero también creo que este confinamiento les ha hecho pensar, y están aprendiendo en cómo enfrentarse a situaciones de dificultad”.
Un 63% de las familias participantes en el informe de Save the Children aseguran haber tenido dificultades para pagar la hipoteca o el alquiler. El 68% también afirma tener problemas para pagar los suministros básicos. Solo el 31% de las familias pueden comer carne o pescado una o dos veces a la semana y el 3% confirma que no pueden acceder a este tipo de alimentos nunca. Las dietas, en la mayoría de los casos más graves, dependen de los bancos de alimentos y sin los comedores escolares no tendrían acceso a carnes y pescados.
Inmigrantes y desempleados
El perfil de los que peor pronóstico tienen son familias en las que alguno de los padres es inmigrante, aquellas en las que existe desempleo de larga duración o con padres con bajo nivel educativo. “Tres rasgos definitorios, que ahora en pandemia se ha agudizado”, explica el director de Save the Children en Andalucía. “Se ha perdido mucho empleo —sigue—, y en muchos casos hay familias que se han visto obligadas a compartir sus hogares con otras familias: abuelos, tíos, hermanos… o alquilar habitaciones para vivir en el núcleo familiar. Aquellas familias con una economía precaria y que dependían de trabajos de economía sumergida tampoco lo han podido continuar, ya que desaparecieron”.
A su juicio, iniciativas como la anunciada por la Junta de Andalucía, la de la nueva renta por la infancia y la inclusión, que se prevé pueda llegar a más de 100.000 personas con un presupuesto de 135 millones de euros, van marcando el camino de lo que debe hacer las distintas Administraciones. “Es una decisión adecuada, pero debe estar bien dotada, ser ágil y no una maraña burocráctica. Y debe ser complementaria al ingreso mínimo vital”, reclama Cuenca.
Más allá de esta petición, la organización insiste en que los gobiernos tengan una mirada de la infancia y que “no se tomen decisiones desde una perspectiva adultocéntrica o se apliquen criterios que no vayan en el camino de cumplir con los derechos de los niños y niñas”.
Desde el inicio de la pandemia, el 23% de las familias consultadas en el informe de balance asegura haberse contagiado. En un 7% de los casos se han contagiado todos los miembros de la unidad familiar. El Covid-19 también ha afectado a los patrones de ocio, al verse reducidas las actividades compatibles con las imposiciones contra el virus fuera del hogar.
En casa de Rosibel Carolina se contagiaron todos: los dos abuelos, ella y sus tres hijos, y su hermana y su sobrina. Cuando entró el virus en la casa, la falta de espacio hizo imposible un confinamiento efectivo. Primero se infectó la abuela, que cuidaba a un anciano que finalmente falleció. “Luego fuimos cayendo todos. Mi hijo mayor lo pasó mal, pensé que se me iba. Fue angustioso verlo sin poder respirar. Yo estaba en shock. Hubo una noche en la que me dijo que no sabía si llegaría a ver amanecer. Fue horroso”, relata Carolina.
A esta ecuatoriana, residente en España desde los 17 años, la bautizaron como Rosibel por una reina de la belleza de Ecuador y Carolina por una telenovela que causó furor cuando ella nació. Es viuda desde hace un par de años. Su marido, el padre del menor de sus tres hijos, tuvo un accidente en su país. Desde entonces vive en un pequeño piso junto a su padre y su madre, divorciados. Ella duerme en una habitación con humedades y dos colchones juntos en los que pasa la noche con sus tres hijos, Jeremy Daniel, Ismael Alexandre, Jaime Andrés. El mayor es un adolescente grande como un trinquete y el pequeño apenas tiene dos años. Las maletas apiladas, a modo de armario, le recuerdan que en su país tiene una casa —“chiquita”, matiza— en Machala, a tres horas en coche de Guayaquil.
La abuela cuida a unos ancianos, el abuelo acaba de empezar a trabajar como albañil y ella trabaja un par de días en semana como empleada del hogar. Todos en negro. En octubre se les acaba el alquiler, de 500 euros al mes, y a Rosibel Carolina le pide el cuerpo regresar a Ecuador. Una idea que ya se ha materializado en muchas de las familias latinoamericanas con las que convive.
“Le digo a mi madre que tratemos de ahorrar para comprar un billete y volver. Pero allí tampoco tenemos un futuro. Aquí no tenemos ni casa ni trabajo; allí al menos tenemos la casa. Como dice mi madre, un arroz con guineo —un plátano macho verde— no nos va a faltar. Así, al menos, no nos acostamos con el estómago vacío; porque aquí los niños comen, pero nosotros nos apretamos la tripa”, explica la ecuatoriana.
—¿Y qué te retiene?
—El futuro de mis hijos, porque en Ecuador la situación es crítica. Quiero que no les falte un techo en el que cobijarse y un plato de comida al día. Luego, que sean profesionales, que se puedan desenvolver en la vida. Creo que después de esta experiencia son más responsables, más conscientes. Y, bueno, de momento tengo para ir tirando. Al menos, tengo salud, y me levanto todos los días recordando que estoy viva. Y que puedo seguir luchando para conseguir un trabajo. Esa es mi ilusión.