El anillo de compromiso que Iván Guardiola todavía luce en el dedo anular de su mano derecha es, probablemente, el único objeto que le sigue uniendo a su vida anterior. Como un nudo invisible. Como un pegamento transparente.
Hasta hace siete meses, Iván, murciano de 34 años, tenía novia, un trabajo estable en una residencia, un piso alquilado en Granada y un pequeño préstamo que pagar por una casita que se había comprado en la sierra.
Pero de aquello ya no queda nada, salvo ese anillo del que parece no querer desprenderse por si algún día, quién sabe, tiene que volver.
Ni pareja ni deudas ni contrato laboral. Atrás quedaron también las salidas de juerga con amigos y las pachangas de fútbol. Pero él dice que se siente “más lleno” por dentro que nunca.
Iván es menudo, de esternón prominente y verbo locuaz. El pasado 19 de marzo comenzó el noviciado para ingresar en la Hermandad de Fossores de la Misericordia, una congregación religiosa en la que sólo quedan seis miembros en España. Tres en Guadix (Granada) y tres en Logroño (La Rioja).
La cifra más alta de Fossores fue de 28 hermanos, en los años 50. Tienen dos misiones: orar y -lo que les hace genuinos- acompañar a los muertos y a sus familias en el cementerio, el cual limpian y cuidan a diario. Además, viven junto a los camposantos y son los encargados de enterrar a los difuntos.
Iván, que ya cumplió con los seis meses de prenoviciado, aspira a ser el séptimo hermano Fossor vivo, si es que durante su proceso de integración no muere ninguno de los seis frailes, todos ya ancianos.
Escuchándole hablar, uno se pregunta, desde su perspectiva de persona normal, con sus deudas, sus aspiraciones laborales, sus hijos, cómo es posible que un hombre de 34 años lo abandone todo para unirse a una hermandad cuya labor diaria, en esencia, es tratar con muertos y con el dolor que produce la muerte en quienes pierden a un ser querido. Su fe hace que él lo vea desde una perspectiva muy distinta.
“Ser un hermano Fossor es un orgullo, una gracia, un regalo”, explica Iván este pasado miércoles, cuando un equipo de EL ESPAÑOL se desplaza hasta Guadix, donde los Fossores tienen el convento desde el que se fue ramificando la hermandad desde su nacimiento, en 1953.
“Para los católicos, la resurrección de Cristo es parte de la vida. No sólo es un momento doloroso. También supone el nacimiento de algo. Aquí estoy llenando ese vacío que siempre sentía en la calle y que no me abandonaba”.
El horror de la pandemia
Los Fossores tienen depositadas en Iván sus esperanzas de que la hermandad sobreviva durante las próximas décadas. En el convento que la congregación tiene en Guadix, el joven convive con fray Hermenegildo, que a sus 75 años es el superior, con Rafael Rivero (83), y con Antonio Martín (92), quien ya no se vale por sí mismo para la mayoría de las acciones rutinarias del día. Hace una década que dejó los trabajos en el cementerio.
Hermenegildo, alto, espigado, de trato cercano, pronto cumplirá 55 años como hermano de la congregación. Aún recuerda la fecha de su ingreso: el 17 de junio de 1967. Dejó su familia, su pueblo, El Campillo (Huelva), y su trabajo en Correos para unirse a la hermandad.
Pese a llevar más de cinco décadas en la congregación, no recuerda un año tan duro como el que acababamos de cumplir en pandemia. Sólo en Guadix, un pueblo de 18.430 habitantes, hasta la fecha han muerto 40 personas por la Covid-19.
“Febrero ha sido horroroso. Hemos tenido 31 entierros. Yo no pregunto cuántos fallecidos han sido por Covid y cuántos no. Pero en un febrero normal habríamos enterrado a la mitad de personas”, explica fray Hermenegildo.
Cuenta el superior de la congregación que nunca olvidará los meses en los que se prohibía a los familiares acompañar al difunto en el entierro, salvo a un número muy reducido de personas.
“Esto ha sido muy injusto. Vernos aquí solos con dos o tres personas, incluso sin nadie acompañando el féretro, fue dolororísimo. Pero asumimos nuestra labor como llevamos haciéndolo casi siete décadas”, añade el fraile.
A Fray Rafael y a Fray Antonio ya se les ha vacunado contra el coronavirus. En la hermandad andan ahora con el corazón en vilo. El capellán que cada día les da misa se ha contagiado y está en cuidados intensivos de un hospital desde hace varias semanas. Los frailes Fossores no confían en que se recupere. "Está muy malito", cuentan. "No nos dan apenas esperanzas".
Relevo generacional
La Hermandad de los Fossores de la Misericordia nació en 1953 de la mano de José María de Jesús Crucificado, quien tenía "inquietud" por guardar a los difuntos. Se encargaba del cementerio de una ermita de Córdoba hasta que, un día, habló con un sacerdote de Guadix y empezó a enterrar a los muertos allí, tarea a la que le siguieron otros.
El fundador se inspiró en el Libro de Tobías. Concretamente, en el pasaje 1, 16-18. En él se narra cómo Tobit enterraba a los muertos pese a las prohibiciones de su rey. Esta orden llegó a extenderse por Logroño, Jerez de la Frontera (Cádiz), Huelva, Vitoria, Pamplona y Felanitx (Mallorca). Pero la falta de relevo generacional les conduce a la desaparición.
“Igual que el Señor quiso que se fundara, el día que desaparezca será también porque él lo decida”, asegura fray Hermenegildo. “Ninguno de nosotros, ni siquiera la propia congregación, nació para perpetuarse”.
El convento de Guadix en el que viven tres de los seis últimos Fossores se encuentra a las afueras del pueblo. Parte de la construcción, que cuenta con una pequeña capilla incrustada en la montaña, se encuentra hecha sobre una antigua casa-cueva.
Los orígenes de este tipo de edificaciones hay que buscarlos en la época posterior a la Toma de Granada a manos de los Reyes Católicos (1492), que expulsaron a los judíos y árabes, los primeros pobladores de las casas-cueva.
"A la Iglesia le faltaba algo"
Justo a la espalda del convento, pared con pared, está el cementerio de Guadix. Los hermanos Fossores no tienen que salir a la calle para entrar en él. Acceden al camposanto por una vereda flanqueada por campos de cipreses. Sólo se escucha el canturreo de los pájaros que anidan en los pinos cercanos.
Al caminar, los pies pesados de fray Rafael, el cocinero de la hermandad, levantan el sonido del roce de las suelas de sus zapatos. A sus 83 años, este sevillano de Estepa, el pueblo de los polvorones, cocina cada día para sus hermanos.
Rafael ingresó en la congregación el 28 de agosto de 1966, en Jerez de la Frontera. Hijo de militar, su padre vio con buenos ojos su decisión.
- ¿Por qué existe esta hermandad?- pregunta el reportero.
- No hay nada igual en el mundo. A la Iglesia le faltaba algo, que es lo nuestro. Le faltaba quien llevara a los muertos al cementerio. Eso somos nosotros. No se puede olvidar que Cristo resucitó y que la muerte es un paso más de la vida.
- Entregar su vida a los muertos no ha de resultar sencillo.
- Según como se vea. A mí me ha llenado la mía.
- Sin hombres como Iván, la hermandad está condenada a extinguirse. ¿Confía que no sea así?
- Por aquí han pasado muchos. Desde hace diez años ninguno ha cuajado. Se han ido al cabo de un tiempo. Pero esta labor es cuestión de perseverancia y de entender que el contrato es con Dios, no con nosotros -dice señalando a sus compañeros-. Iván es la esperanza.
Noticias relacionadas
- Manolo, el cura confesor de la ministra Montero: de encargada en la parroquia a aprobar los Presupuestos
- La historia tras la 'capilla itinerante' de unos vecinos de Salamanca que se ha hecho viral en Twitter
- Naim, el cura que huyó de Irak a Albacete, cuenta el exterminio: "Mataron a mi hermano por ser cristiano"