María José “Pepa” Baños, es una madrileña nacida en el barrio de Vallecas. Lleva cinco años en la India, donde da clases de español y colabora con una ONG. Hace un mes, el país asiático se convirtió en el epicentro mundial de la pandemia de coronavirus. Mientras otros países se recuperan con un alto ritmo de vacunación, en la India se vive un infierno: una media cercana a los 4.000 fallecidos diarios en los últimos siete días. 250.000 muertos desde el inicio de la pandemia. A pesar de que la India no ha parado de vacunar, los viales son ineficaces ante la doble mutación del virus que asola el país. El 15 de abril, Pepa comenzó a encontrarse cansada. El 17, le aumentó la fiebre. El día 27, carente de oxígeno, tuvo que ser trasladada de urgencia a un hospital privado a 85 kilómetros al sur de Nueva Delhi. Con la voz muy baja, entrecortada y con evidentes dificultades respiratorias, atiende a EL ESPAÑOL. Es el primer día que puede articular algunas palabras. Este es su relato:
“El año pasado, en la India, apenas nos enteramos de que había llegado el Covid. Muchos de mi familia en España lo habían cogido; mi madre estuvo muy mal y falleció el tío de mi cuñada. Aquí, sin embargo, se veía muy lejos todo lo que sucedía en otras partes. Pero hace un mes explotó todo. Vivo con otras chicas y todas se fueron contagiando, una detrás de otra. La única que no se contagió, Carmen, es porque ya lo había pasado en España, y Ana que volvió esos días a la India. Carmen y yo nos encargamos de cuidarlas. Lo sobrellevaban bien, con fiebres y cansancio, pero nada grave. Entonces caí yo con todas las de la ley.
El 15 de abril comencé a sentirme muy cansada. El día 17 tuve ya fiebre muy alta. El cansancio enorme. Después, se manifestaron todos los síntomas, los más graves, de golpe. Perdí el olfato y el gusto, pero lo peor es que no podía respirar. En la India no hay suficiente oxígeno para asistir a la población. Además, es muy difícil conseguirlo. Es un país en el que la corrupción y el mercado negro son muy grandes, y el oxígeno es ahora el bien más preciado. Por otro lado, me daba terror acabar en un hospital público. Ana y Carmen se mataron por conseguirme una bombona de oxígeno. Hicieron entre tres y cuatro horas de cola para darme una de las botellas que distribuye el gobierno. Pero el oxígeno apenas me duró tres horas.
Entonces, Ana y Carmen, nuevamente, movieron cielo y tierra para que pudiera acabar en un hospital en condiciones. Blanca y Pedro movilizaron a la Embajada española en Nueva Delhi, que estuvo un día entero haciendo gestiones. Gracias a todos ellos, en especial a otra Ana, pudieron trasladarme a un hospital. Era el 27 de abril. Otra vez Ana me salvó consiguiendo una especie de ambulancia, como de feria de coches de choque. Era una furgonetilla de traslado de plasma con un asiento forrado de plástico por dentro. Ahí me tumbé con Carmen al lado sujetando una bombona de oxígeno de la que ya dependía. Yo pensaba que me moría.
El viaje fue surrealista. No sabíamos exactamente adónde íbamos. Nos agarrábamos a las ventanas. Llegué con moratones en las piernas de volar dentro de la ambulancia. Ana iba detrás conduciendo otro coche para asegurar dónde me llevaban y luego volver con Carmen. El trayecto duró 2 horas y media. Acabamos en una zona rural a 85 kilómetros de la ciudad, donde habían tomado una clínica privada como hospital para atender exclusivamente a pacientes de Covid. Se llama Capt. Nand Lal Yadav Hospital, donde aún estoy.
En el hospital hay cuatro médicos creo, que además no son especialistas ni en epidemias ni en enfermedades respiratorias. Son muy profesionales y hacen todo lo posible, pero están desbordados. Entre sus ayudantes hay ‘técnicos sénior’, pero hay otros más jóvenes: chicos de 17 y 18 años en el último año de colegio a quienes han enseñado de la noche a la mañana y se pasan las 24 horas poniendo sueros e inyecciones.
El día que llegué me trasladaron directamente a la UCI. Es una habitación extensible hasta 10 camas. Llegué en silla de ruedas y esperé mi cama viendo (yo estaba un poco inconsciente ya) cómo amortajaron y sacaron el cadáver de una persona que había muerto por Covid hacía un rato. Cambiaron la funda de la colchoneta y me pusieron a mí. Esto es la guerra. Continuamente se oyen gritos, lamentos de ahogo y toses muy fuertes. Se están muriendo como chinches. Después de 15 días, es el momento más tranquilo que he tenido. Hoy, de hecho, es la primera mañana que en nuestra trinchera nos hemos despertado todos los que nos hemos acostado en esta UCI. Desde que he llegado aquí, todos los días ha muerto gente en esta habitación. Me parece que está remitiendo algo el índice de contagios pero no sé, no leo noticias ahora.
Es una UCI que está muy bien para los estándares indios, aunque no tiene nada que ver con una de España o de cualquier país europeo, a pesar de estar en un hospital privado. No lo digo en términos de profesionalidad, sino más bien en cuanto a la limpieza, o costumbres que en otros países serían muy sorprendentes. Hay mucho trasiego de gente como si nada, máximo con mascarilla: el chico de los recados, un electricista, algún familiar que se cuela un segundo a dejar la comida, el encargado de recoger la basura... También hay un chico, Nitin que pasa con su termo de chai y nos ofrece varias veces al día. También están quienes comprueban que hay oxígeno cada hora tocando ‘gongs’ en las bombonas.
Que muera gente a tu alrededor, los gritos, y todo lo demás, no me ha hecho entrar en pánico. El día que llegué a este hospital yo estaba en el limbo. Estás tan mal que no reaccionas a lo que tienes alrededor. Me sentía en otro mundo. Todos los días se llevaban cadáveres, pero yo solo pensaba en sobrevivir. Soy creyente, rezaba y pensaba: 'bueno, pues si tengo que morir... de algo hay que morirse'. Por eso me lo he tomé todo con mucha serenidad. Al mismo tiempo, pensaba que ojalá que mi cuerpo se recuperase antes de que me echaran a la pira. 'Pero no -me decía- aun tengo mucho que hacer en la vida, todo lo que está a mi alrededor -mi familia, mis amigos, mis niños de la ONG- es muchísimo más grande y ¡no me puedo morir!'
Aquí no entiendo a nadie. Hablan un dialecto del haryani, que no es hindi y ni mucho menos inglés. Al principio tenía que luchar hasta para que me dieran un vaso de agua. Hace tres días no podía casi ni beber. Ana y Carmen me salvan la vida todos los días. Me mandan comida, bebida y medicinas, porque aquí te las recetan, pero te tienes que buscar la vida para conseguirlas. Además, me han conseguido antivirales que me han ayudado mucho. Han tenido que hacer colas de varias horas al día para traérmelos. Gracias a estos medicamentos me siento mucho mejor y puedo hablar por primera vez, después de dos semanas. Me siento con más fuerzas.
Carmen, que tiene anticuerpos, ha conseguido llegar algunos días hasta mi cama. Las visitas duran tres segundos, pero la mayoría de los días son los técnicos quienes me traen las cosas. Pero ellas están siempre pendientes. En ningún momento me planteé que me ingresaran directamente en España, aunque Miriam, otra colega, me lo sugirió. Conseguir un avión medicalizado -la única forma en la cual podría haber viajado- estaba totalmente fuera de mi alcance. Mi sitio está en India. Me bastaba una cama y oxígeno.
La situación en el país es realmente grave, aunque, estando aquí dentro y, antes, una semana en cuarentena, no me he enterado de muchas cosas. Sé que un alumno mío, Sumit, de 26 años murió. La gente se muere en la calle. En este hospital hay gente muy sencilla a la que han recogido de la calle y viene directamente aquí a morir con algo de dignidad. Aunque la India ha vacunado a millones de personas, el porcentaje con respecto al total de la población todavía es muy bajo. Ahora mismo, según me dicen mis estudiantes, el proceso está bloqueado otra vez y no consiguen vacunarse. Por otro lado, las vacunas aun no se han demostrado eficaces ante la doble mutación del virus que tenemos en el país. Pasarán años hasta que la India regrese a la normalidad y pueda recuperarse de este golpe.
Los primeros días después de la explosión del virus, hace un mes, eran los mayores quienes morían, uno detrás de otro. Ahora son los jóvenes. Ahora mismo, en esta UCI, donde estoy yo, todos somos jóvenes, a excepción de una mujer de unos 50 años. Yo soy deportista y estaba en forma. Pero resulta que esta mutación del virus se ceba con los sanos y jóvenes. Hasta hace dos horas no he tenido que matar el tiempo. Eran las horas las que me mataban a mí. He estado 15 días intentando abrir un ojo.
Cuando me han contado que en España la gente ha salido a las calles a celebrar el final del estado de alarma, yo lo entiendo. Pero también creo que somos especialistas en olvidarnos de lo malo. Piensas en que no te va a pasar, hasta que te toca, y te ves postrada en una cama enchufada a una bombona de oxígeno. Es muy importante la responsabilidad social, porque este virus es letal.
Quiero agradecer enormemente a toda la gente que en España se está moviendo para cubrir mis gastos aquí y para dejar ayuda a la gente que esté más tiempo, o para la que venga. Estoy feliz porque estoy viva, ya me puedo reír y hablar. Aunque aún toso mucho, estoy muy contenta por esto”.
A Pepa aún le quedan días de UCI y su familia lidera una campaña en España para costear su estancia en el hospital Capt. Nand Lal Yadav y reunir fondos para otros pacientes en una situación extrema. Su hermana Emma se encarga de una cuenta corriente para este propósito: ES22 0182 5322 2102 0022 5450.