Se respira una calma tensa en la Puerta del Sol cuando pasan 30 minutos de la medianoche. La escena resulta surrealista: grupos relativamente dispersos de gente que bebe latas de cerveza bajo la mirada poco amigable de la Policía Municipal. Falta poco para que empiecen a llover multas. De repente, follón. Gritos. Una mujer forcejea con dos agentes. Toda la plaza se gira para verlo. Los policías la reducen y la meten bruscamente en un coche patrulla. Nadie sabe bien qué pasa, ni siquiera quienes captan la escena con el móvil y ceden amablemente las imágenes a EL ESPAÑOL.
Mientras tanto, 500 kilómetros al noreste, en Barcelona, los jóvenes juegan al despiste con la Guardia Urbana y los Mossos d'Esquadra. El botellón es itinerante y tan plurinacional como una convención de la ONU. "Si hacemos esto en nuestro país nos matan, hermano", aprecia un turista alemán. Si ya lo dijo Fraga, Spain is different.
En Sevilla reina la calma. Los botellones se han reemplazado por los paseos y las bebidas alcohólicas en la calle por comida para llevar. El desmadre de la semana pasada ha quedado en el recuerdo gracias a la gran presencia policial. En esta historia, el botellón ha encontrado en Andalucía un rival: las discotecas abiertas hasta las 2. Y de la discoteca, a casa.
Esta es la crónica de las fiestas vividas en tres ciudades españolas el segundo fin de semana que nuestro país no tiene estado de alarma. Tanto en Madrid, Sevilla y Barcelona hay una diferencia notable con el fin de semana anterior: parece que las autoridades ya se lo saben.
Plaza de las 'lecheras'
La plaza del Dos de Mayo es uno de los botellódromos más habituales de Madrid. El fin de semana pasado estaba a reventar de jóvenes celebrando el fin del estado de alarma. Pero este viernes la estampa es bien distinta. Una quincena de Policías Municipales vigilan que nadie se lleve algo a la boca que tenga alcohol. Mientras tanto, las terrazas de la plaza están a reventar de gente bebiendo.
“Se trata de que no pase lo que el fin de semana pasado”, declara un policía a este periódico. “Hay unos 135 agentes desplegados solo en la zona centro”. El Ayuntamiento de Madrid, consciente de que esta noche se podía liar, ha doblado turnos para reforzar el dispositivo.
—A ustedes les ha tocado pringar, ¿no?
—Pfff… Yo tendría que estar ahora en Valencia.
“Amigo, ¿quiere servesa?”. Esta es una de las frases que más se oyen en el centro de Madrid en una noche de fin de semana. Cayón, un latero bangladesí, la repite sin descanso en la esquina de la calle San Andrés con La Palma. Aunque hay un constante ir y venir de gente, esta no es su noche. “Hay mucha policía, no podemos trabajar”, se queja. “Este es mi único trabajo. Lo necesito para pagar comida y mi casa”.
Siguiendo unos metros la calle, un grupo de chavales huye de la policía, que ha hecho su aparición en la plaza de Juan Puyol. Van hacia el Dos de Mayo, donde les espera otro disgusto. “Estamos dando una vuelta, estaremos hasta las dos o así”, asegura uno al que se le empieza a resbalar la lengua. En realidad, todo el mundo da vueltas. Nadie que lleve una cerveza o una copa en la mano está mucho tiempo en el mismo sitio. Es como un pilla, pilla por las calles de Malasaña.
Dos de Mayo y Juan Puyol, tomadas por la Policía. San Ildefonso, libre de botellón. La placita del instituto San Mateo, totalmente vacía. Y en la plaza de Barceló, poca cosa. Apenas hay algunos grupos que miran de reojo a los periodistas como si fuéramos policía secreta. Normal. Cinco chavales están pintando rayas en un móvil con el DNI.
En la Puerta del Sol el ambiente es mucho menos festivo que el fin de semana pasado, pero más de lo que cabía esperar por la estampa de Malasaña. Tres jóvenes turistas danesas toman asiento en la fuente. Dicen llamarse Selina, Maya y Dana. Que llevan un mes en España y que están encantadas. “Venimos de un sitio llamado El Pirata y muy bien. Estaba llenísimo de gente”. Pero, ¿y el virus? “Yo ya lo he pasado, así que me importa una mierda”, responde Selina, provocando las carcajadas de sus amigas. Las otras dos, se defienden: “Llevamos mascarilla”.
Se produce entonces la escena que arranca este reportaje. Una pareja de jóvenes que circula en BiciMAD (las bicicletas públicas de Madrid) recibe el alto de los agentes. El ambiente se empieza a caldear. La mujer es reducida por los agentes e introducida en el coche patrulla. Su novio observa impotente la escena.
“Nos han parado por ir en bicicleta y nos han multado. No íbamos molestando a nadie ni nada”, explica Jalid, el novio en cuestión, tras recibir la sanción. “Hay gente que está bebiendo en la calle sin mascarillas. No sé por qué se la han llevado. Ella solo ha protestado porque nos multaran por ir en bicicleta”. Jalid volverá a casa solo esta noche.
"Spain is party"
“Si hacemos esto en nuestro país nos matan, hermano”. Lo asegura un alemán de Hamburgo, birra en mano, junto a otros compatriotas en el barrio de El Born (Barcelona). Bailan ellos, bailan unos italianos con rastas, varias parejas de argentinos, un nutrido grupo de franceses (no sólo iban a estar en Madrid), colombianos, venezolanos, marroquís y muchos españoles. Todos en la calle, todos de fiesta.
Porque Barcelona es una fiesta. Itinerante, eso sí. Pero una fiesta. Las celebraciones proliferan a medida que las restricciones van aflojando. El sentir general de los turistas es que “aquí no hay covid”. Al menos, actúan como tal. Su preocupación, más que el virus, es la policía. Guardia Urbana y Mossos d’Esquadra van disolviendo las aglomeraciones en diferentes puntos del centro de la ciudad. Entran con furgonetas y coches, activan las sirenas y dan instrucciones con un megáfono. Algún empujón tienen que pegar, porque la gente no obedece. Los echan y buscan lugares donde seguir la farra. Primero en la Plaza del Born, luego en Arco el Triunfo, más tarde en los aledaños del Palau de la Música, otra vez de vuelta al Born… Allá donde la policía va dejando huecos.
Varios centenares de personas beben, cantan y bailan por la ciudad condal. Abundan las bolsas de plástico con bebidas alcohólicas y escasean las mascarillas. Y los que tienen las llevan bajadas. Porque no es cómodo cantar y pegar gritos con ella puesta. Junto a la masa avanzan varios pakistaníes que venden Estrella Galicia sorprendentemente fresca. Casi todo el mundo lleva un vaso o una cerveza en la mano. Muchísimo porro.
Esta multitud plurinacional va oscilando, cual rebaño, hacia donde no hay luces azules. Los que van primeros llevan un altavoz. El resto… follow the leader, que también suena en el altavoz. Atravesamos una obra y varios franceses se meten en el interior de una máquina excavadora, para regocijo del resto del grupo, que jalean la ocurrencia.
“Llevamos cuatro días en Barcelona y salimos cada noche”, asegura, visiblemente ebrio, uno que dice ser sudafricano y tiene pinta de boer neerlandés. Una pareja de Montevideo, que va con varios argentinos (“los hemos conocido hace un rato”), se vuelven locos al ver una bandera uruguaya en un balcón. Los franceses son los que más la lían y siguen golpeando a su paso vallas de obra y puertas de comercios cerrados. Todos borrachos. Al preguntarles sobre las medidas de seguridad, parece haber unanimidad: “Somos jóvenes y hay que disfrutar”, “Spain is party” o incluso “el Covid es mentira”.
Turistas vs. periodistas
La multitud se hace fuerte en la Plaza de Sant Pere. Es un sitio abierto, despejado, y sin policía. Los del altavoz plantan allí el huevo y de inmediato se ponen a bailar haciendo un corro. A unos metros de allí, por lo visto, ha habido una pelea entre turistas y vecinos. Venimos del Arco del Triunfo, de donde la policía nos ha desalojado en cuestión de minutos. El inmenso grupo se disipa. Unos tiran hacia la playa. Otros callejean por la Ciutat Vella. Todos van pegando gritos. Alguno se para en un portal a orinar. Como un viernes pre-pandemia cualquiera en la Barcelona de Ada Colau.
Ahora, en la nueva base de la plaza Sant Pere, suena La Macarena y la gente se vuelve loca. Los vecinos observan desde los balcones, entre hastiados y resignados. Un grupo de cuatro personas, con cámaras y brazaletes de prensa, graba todo lo que sucede. Un transalpino con rastas tiene un encontronazo con uno de ellos. Aparece un español que se une a la jarana y también se une a increpar. Saca el móvil para grabar.
La conversación sube de tono. Hay un forcejeo, vuela el altavoz y vuela material de los de prensa. Tras varios gritos y agarrones, en un interesante giro de guion, el periodista saca un spray de pimienta y se lo vacía a italiano y español en la cara. Ambos salen a escape hacia el centro de la plaza para lavarse en la fuente. De fondo, la multitud baila I will survive. Haciendo el trenecito, ajenos a la movida.
En cuestión de minutos, dos coches de Mossos d’Esquadra irrumpen en la plaza y vuelve a disolver a esta multitud. La gente, una vez más, sale en todas direcciones. El grupo grande vuelve a reducirse. Cada vez son menos, pero no se dan por vencidos. El casco de viejo de Barcelona puede llegar a ser un laberinto. Siempre hay un buen escondite donde beber, lejos del alcance de la policía.
El grupo más numeroso pasa por la puerta del Palau de la Música. Llegan a la Plaza de Lluis Millet y allí se paran. En los altavoces suena reguetón, la gente sigue bailando y saltando. Una chica baila subida a hombros de un beodo. Mientras, el camión de la limpieza de calles tiene que detenerse porque la gente no le deja pasar. Allí hay fiesta hasta que, una vez más, aparece la policía y la disuelve. Y vuelta a empezar.
“Llevamos con botellones casi todos los días”, asegura uno de los operarios de la limpieza, sin querer decir mucho más. Son las otras víctimas del fin del estado de alarma, los que tienen que limpiar toda la mugre que la turba deja a su paso. La gente tiene unas ganas locas de fiesta. Barcelona estaba a un tris de recuperar su célebre y animosa vida nocturna. Lo que pasa es que todavía no toca. Y que, a este paso, estamos más cerca de dar pasos atrás que de la libertad.
La calma hispalense
En las calles de Sevilla se palpan los 20 grados de mínima y las ganas del denominado “relio”. Con la hostelería abierta hasta la medianoche y las discotecas hasta las 2 horas, el fin de semana comienza la capital andaluza cuando las temperaturas dan un respiro y estar al sol en una terraza pasa a ser un plan apetecible.
Son las 21 horas y la noche acaba de empezar. Bares llenos y la Cruzcampo como bebida más reclamada. Es el caso de Prado de San Sebastián, enclave que combina un amplio parque con terrazas de verano. Mientras la clientela —incluida esta periodista— recupera el tiempo que la Covid se llevó, los chavales hacen puntuales botellones que ahuyenta poco después la presencia policial.
La tónica se repite en toda la ciudad y se prolonga hasta el cierre de la hostelería. Mientras tanto, bares y restaurantes “hasta la pelota” tanto para servir cenas como copas. Así se siente en el céntrico barrio de El Arenal, con su transitada calle Arfe. En sus bares, con y sin terrazas, los clientes acumulan vasos mientras la hora del cierre se acerca. “Vas fatal. Te pido un Cabify”, se empieza a escuchar casi a la medianoche.
El cierre llega y, con él, la peregrinación de sus clientes pero no a los botellones. “¿Qué bares abren hasta las 2?”, murmulla la multitud. Muchos se dirigen a la parada de taxi más cercana y a la orilla del Guadalquivir, el único río navegable de España. Para nuestra sorpresa no van para hacer botellón sino para pasear y emprender el camino a casa.
Sonidos de guitarra, canciones que los anuncios de Spotify interrumpen, comida para llevar y pocas mascarillas puestas. Esta es la radiografía de la Sevilla nocturna. “¿Así es el nuevo botellón?”, pregunta esta periodista a un grupo de chicos con guitarra. “Es un botellón cultural pero sin botellas” bromea uno de ellos que “comparte” camino con grupos que hacen pícnic y ciclistas que aprovechan el respiro de temperaturas.
A medida que avanzamos a la Alameda de Hércules, la cosa cambia. La gran plaza protagonizó los informativos nacionales por las aglomeraciones tras el fin del estado de alarma. De camino a allí, desde trabajadores que vuelven a casa a jóvenes preguntones con bolsas de plástico. “¿Dónde podemos ir? Da igual que no haya ambiente”, preguntan a una servidora.
Llegamos a la Alameda, mítico lugar de encuentro sin turistas para charlar y beber. Con la cámara preparada para lo peor, la realidad que nos encontramos es otra: sin rastro de botellones. Como si de un toque de queda se tratara, agentes de la Policía Local custodian lo que la semana fue un botellódromo. En su lugar, sevillanos que ultiman colas para entrar en las discotecas permitidas. “Vamos a entrar para estar media hora pero nos da igual. O entras o te vas a tu casa”, explican los que esperan la cola.
Con las “manos vacías” de una crónica de un botellón sevillano, esta periodista emprende su camino a casa. De vuelta, furgones policiales custodian las salidas de la ciudad y aseguran el cierre de las discotecas dentro de la normativa. “Hoy hay muy poca gente. La gente se ha ido a la playa. Yo estaría de copas en Cádiz”, confiesa el taxista de mi vuelta. Habrá que conocer los botellones gaditanos.
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