Una noche en una cárcel abandonada y una escollera junto a los niños perdidos de Ceuta
Los jóvenes marroquíes en la ciudad autónoma juegan al gato y al ratón con la policía y pasan la noche en los lugares más lúgubres e inverosímiles.
22 mayo, 2021 02:38Noticias relacionadas
Oscurece en Ceuta y después de cenar en las terrazas, sus ciudadanos se recogen en sus casas. Pero los nuevos e inesperados habitantes de la ciudad, llegados de forma irregular desde Marruecos, no tienen a dónde ir. Mientras una familia paga la cuenta en un agradable restaurante de la Plaza de África, al fondo, un grupo de jóvenes marroquíes corretea con cartones en las manos en busca de un sitio para pasar la noche.
El movimiento es frenético. Al caer el sol, comienza en Ceuta una especie de competición por la supervivencia y por llegar al día siguiente. Quienes están en las calles llevan ganando esta especie de "juegos del hambre" desde hace ya cuatro noches. Son los más audaces y fuertes. Los niños perdidos de Ceuta buscan el mejor lugar para descansar y protegerse del frío, de los asaltos y de la policía. EL ESPAÑOL ha estado con ellos.
Sus escondites son lugares donde resulta casi inimaginable que un ser humano pueda recostarse. En el barrio de Hadú, la antigua prisión de Los Rosales, es uno de ellos. Está completamente cerrada, pero en uno de los laterales un chico con una gorra y una muleta está encaramado en la parte superior de un muro de unos cuatro metros donde no hay alambrada. Apoyado en la pared hay un pallet que da una pista de que la entrada puede ser ahí. Así es.
Después de una conversación a través de signos, el chico invita a este periódico a subir. Al otro lado, una mesa metálica llena de óxido reduce la distancia con el suelo y es posible saltar. El interior de la prisión parece el escenario de una película de terror. Pero no es ficción. Los signos de abandono son evidentes: el patio está lleno de maleza y basura, los barracones tienen los techos caídos y no hay una sola pared que no esté desconchada.
No hay ni un alma y el silencio es total. Es un lugar cerrado donde cualquier percance pasará desapercibido en el exterior. En el edificio principal, subiendo unas escaleras por estancias lúgubres e igualmente abandonadas, una bolsa con barras de pan mojadas es la primera señal de la presencia de los chicos. Más arriba, en el pasillo donde estaban los “chabolos” (celdas), se ven con la luz de la linterna unos pequeños bultos en el suelo. Son ellos. Se sobresaltan y comienza un griterío.
Solo es posible calmarles con la palabra “sahafi” –reportero, en árabe-. Repiten como pueden que no quieren volver a Marruecos, como todos los demás, y que son buenos, que solo quieren trabajar. Se vuelven a dormir, como buenamente pueden.
Ya de vuelta al muro de la entrada, otros dos chicos están saltando al interior de la antigua cárcel. De nuevo, se asustan. Amagan con volver a la calle. Ahí, un ceutí que habla árabe y que reparte bolsas de comida por la ciudad de madrugada hace de intérprete. Los chicos que llegan ahora y que se dirigen a la penumbra de las antiguas celdas donde están sus compañeros relatan que unos desconocidos entraron a robarles lo poco que tenían. Les dieron una paliza. El chico de la muleta, de hecho, tiene una pierna rota fruto de aquel altercado. Los de dentro, simplemente tenían miedo.
Cuevas de hormigón
La policía busca a estos chicos en batidas desde la noche del miércoles. El lunes y el martes, la presión en la valla de la frontera les sobrepasó y apenas intervinieron en la ciudad. Quieren llevarlos a las naves de El Tarajal para identificarlos. Allí decidirán su futuro. Pero los jóvenes que vagan por Ceuta, incluso siendo menores, temen que los devuelvan. Creen que es una trampa.
Los adultos, por su parte, ya tienen claro qué pasará con ellos si los meten en una furgoneta. Pocos aspiran a correr la suerte del yemení que se ha convertido en el primero de los más de 8.000 que cruzaron desde el lunes a quien han concedido asilo político. Juegan al gato y al ratón con los uniformados para encontrar su oportunidad de saltar a la península. Nunca están en el mismo lugar.
Otro de sus escondites se encuentra a pocos kilómetros de la antigua prisión. Es al aire libre y corre la brisa marina: la escollera paralela a la Calle 26, en una zona conocida popularmente como “Baeza”, por el nombre de unos almacenes.
Entre los enormes cubos de hormigón que conforman esta escollera, quedan profundos huecos que los chicos utilizan como cuevas artificiales en las que refugiarse. La oscuridad es total y no se sabe en cuáles entra agua y en cuáles sí. Pero los jóvenes parecen conocer cada palmo de esta jungla gris.
Los chicos han habilitado los agujeros entre las rocas con pallets que han conseguido en la zona industrial aledaña. Los usan para nivelar las inclinaciones del suelo. También les sirven como parapeto contra el viento y como paredes artificiales. En el interior de estos habitáculos improvisados guardan sus pocas pertenencias, entre las que se encuentran mantas y sacos. El olor es nauseabundo.
Los animales como ratas y escorpiones son otro de los peligros. Ninguno, sin embargo, es para ellos tan grande como el hecho de regresar a Marruecos. Están dispuestos a todo por una oportunidad de una vida al otro lado del Estrecho de Gibraltar.
Son las dos de la madrugada y algunos están todavía de charla encima de las grandes rocas artificiales. Uno de ellos está más apartado y reza en dirección a La Meca. En este grupo, de unos 10 ó 15, apenas hay menores. Son de los pueblos marroquíes de alrededor de Ceuta y un par de ellos habla inglés. Tienen tabaco, móviles, bebidas y varias bolsas llenas de comida. “Hoy hemos hecho la compra”, explica uno.
Se organizan bien y tienen claro cuál es su objetivo: cruzar el Estrecho. De hecho, conversando en corrillo, preguntan por dónde se puede comprar un kayak y cuál es su precio. Luego, sin embargo, preguntados por si tienen dinero, o por si llegaron de Marruecos con algo en el bolsillo, aseguran que no tienen nada.
Niños perdidos
Ni un solo padre de estos chicos es capaz de imaginar donde sus vástagos pasan la noche. Tampoco los peligros a los que se exponen. No lo saben y es posible que nunca lo sepan. Los jóvenes que pernoctan en la escollera no han dicho nada en sus casas. En todo caso, lo que cuentan no tiene nada que ver con la realidad a la que se enfrentan. Les dicen que están en Ceuta y que pronto cruzarán a la península. Que están, de momento, en centros de acogida.
Khalid, de 27 años, dice que sus padres están “orgullosos” por que intenten buscarse un futuro en Europa. Le animan a hacerlo. Pero las posturas son encontradas. EL ESPAÑOL ha tenido conocimiento de decenas de casos en que los jóvenes –sobre todo, los más pequeños- se escaparon con lo puesto de casa cuando la policía marroquí les engañó para que cruzaran al lado español.
El ayuntamiento de Ceuta habilitó el miércoles un teléfono para que sus familiares en Marruecos pudiesen encontrarlos. Pero eso solo es posible con los que permanecen bajo el control de las autoridades en las naves de El Tarajal y los centros de acogida de menores de Piniers y La Esperanza. Son cerca de 1.500.
Los demás, los que saltan de escondite en escondite, han dejado todo atrás, incluida su familia, y no tienen pensado volver. Sentados encima de las rocas de la escollera, contemplan en el horizonte las luces de Algeciras. Es lo único que les importa.