Es muy probable que usted, querido lector, no vaya a leer este artículo hasta el final. Si alguna vez se detuvo a pensar que, no hace tanto, era capaz de retener más cosas en la lectura. Si le suele inundar un sentimiento de ansiedad que le obliga a saltar de titular en titular, de párrafo en párrafo, o de vídeo en vídeo, y esto le provoca una sensación de empacho que le deja saciado pero a la vez vacío, no es el único. A mí también me sucede desde hace años. El culpable está en su bolsillo y está a punto de quedarse sin batería. Le propongo que intente acabar la columna hasta el final y, para que lo consiga, dejaré hasta el fin de este texto mi experiencia personal y que técnicas uso para solucionarlo.
Querido paciente, o mejor dicho lector impaciente, la causa de su mala atención tiene origen en el mando a distancia de la televisión. Así de sencillo. El mando a distancia de la televisión, un invento para dotar a los reproductores de más confort en la década de los cincuenta, fue el detonante de la cultura zapping que defiende el brincado extremo de un contenido a otro en una búsqueda infinita del placebo inmediato. La técnica zapping audiovisual, globalizada en los noventa vive hoy su máximo esplendor en los teléfonos inteligentes y el clickbait (las construcciones de titulares, que a menudo incluyen una promesa vacía, para que pinches). El objeto de esta columna, que el lector percibirá larga seguro, es provocar una reflexión de cómo la cultura zapping audiovisual no nos deja acabar los textos.
No somos conscientes del daño que nos ha hecho, y hace a los educandos, la cultura zapping. Para la RAE, en su primera acepción, “zapear” es “espantar al gato con la voz “zape”. Lo que no dice la Academia es que el gato no es otro que nuestra capacidad de leer atentamente. Escupe la Wikipedia que “uno de los primeros ejemplos de mando a distancia o "control remoto" fue desarrollado en 1898 por Nikola Tesla y descrito en su patente número 613809, titulada Método de un aparato para el mecanismo de control de vehículo o vehículos en movimiento. Disponía de tres acciones: encendido/apagado/quieto. Los primeros mandos a distancia para la televisión operaban a distancia, pero a la distancia de un cable fijo porque no eran inalámbricos. Y aquí viene el meollo de la cuestión, con la popularidad del mando a distancia de televisión en los hogares, el espectador pasó de ser pasivo a activo. De receptor de una programación a agente cambiante del canal según sus gustos. Hasta la invención del mando a distancia el programador de televisión no había ido al psiquiatra nunca. A partir de entonces apuesto a que es una de las profesiones con más demanda de asistencia mental. Y aquí se jodió el Perú, -“¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalita?”-, es una frase escrita en la voz de un personaje de Mario Vargas Llosa en Conversación en la catedral (1969).
Fue entonces cuando los programadores comenzaron a cambiar su manera de planificar con el objetivo de evitar que el espectador cambiase de canal; y el espectador entusiasmado con su cetro de mando (a distancia) perdió para siempre la paciencia. El sillón orejero de lectura fue desterrado y sin que nos diéramos cuenta nació La Maldición de los Libros Inacabados, que afecta ya a cualquier clase de texto sin remisión. La incorporación del teléfono mal llamado inteligente, porque el aparato no tiene inteligencia y lo que sí hace es contribuir a disminuir el poco seso que tenga su propietario curvando su cerviz hasta la torticolis profunda, no ha hecho más que empeorar las cosas. La cultura zapping televisivo instaurada en los noventa, con un espectador con los ojos inyectados en sangre, adicto al Haggen Dazs o a la comida basura, saltando de canal en canal, para no ver nada entero hasta que sus tripas le gritan: ¡Vete a dormir majete!, se cargó la lectura sosegada. Es incómodo comer leyendo, y leer comiendo una guarrería. Bruce Springsteen 57 Channels (And Nothin' On, 1992) ya escribió sobre aquella desazón catódica.
Cuando llegó el mando a distancia, los seriales radiofónicos y la prensa escrita habían perfeccionado las técnicas de atención/retención de la audiencia. Los libros de caballería lo hicieron mucho antes. Pero el boom audiovisual nos empujó a abandonar lo aprendido. No es excusa que la cultura zapping audiovisual haya dopado al lector. A muchos les habrá llamado la atención la habilidad con la que los guionistas de las series dejan enganchado al espectador para que se trague el siguiente capítulo. La técnica es vieja, viejísima. Lo que antes despreciábamos como culebrones ahora nos parece lo más moderno. ¿Por qué? Porque tenemos memoria de pez, y porque el culebrón tenía factura sudamericana y hay un racismo implícito en esto; era infinito (es verdad que uno envejecía viéndolo) y en las plataformas al menos conoces la duración de la serie.
Imagino ahora una buena oportunidad para que la prensa -el director de este diario ha dado a lo largo de su carrera buena cuenta de como dosificar una historia con objeto de fidelizar a su audiencia- (eso que en las reuniones de marketing más prestigiosas llaman "engagement")- recuperen la dosificación. Marvel se especializó en eso en Estados Unidos con entregas semanales de Superman, Batman o Spiderman entre otros. La revista Superpop, del gran editor Mariano Nadal, también lo hizo, pero con periodicidad quincenal cada vez que detectaba un filón de furor quinceañero femenino y las lectoras se volvían fanáticas. El fanatismo juvenil femenino fue la primera fuente de ingresos para Superpop. Que sepa el lector que esa mina de oro no ha desparecido.
Las revistas también sucumbieron a la cultura zapping en los noventa. Los editores asumieron que su caída de ventas tenía que ver con los textos largos. Se acabaron los pelos largos, nunca más textos largos. Los nuevos héroes en el diseño de revistas -Neville Brody, David Carson...- no eran otra cosa más que troceadores gráficos de textos. En España, las revistas con textos largos quedaron para intelectuales de pantalón de pana. Eso sí, hoy no hay moderno que se precie que no diga que New Yorker es su revista favorita y que tuitee su portada. New Yorker (digitales todas) es una revista de textos largos. Me jugaría mi colección de vinilos de Van Morrison a que New Yorker no tiene más de 50 suscripciones (digitales todas) en España.
¿Has llegado leyendo hasta aquí? Gracias querido lector por tu paciencia. Aún no eres un lector terminal. Te reconfortaré con una confesión personal. Me cuesta horrores acabar un texto si lo leo en el teléfono. Uso un Iphone 12 Max (así que la pantalla no es pequeña). Estoy suscrito en papel a El Pais, El Mundo, La Vanguardia, Expansión y El Economista y me llegan a diario. En casa entran más de 30 revistas nacionales e internacionales al mes. Y otros tantos libros. Con los periódicos arranco las hojas de los artículos que me interesan que me van acompañando por aeropuertos, baños y viajes, a riesgo de proporcionar una imagen de vagabundo de la información que no me conviene. Me salva, y te lo aconsejo, un lápiz de dos colores, -siempre Faber Castell 2160 cuya dureza de grafito es perfecta para libros y prensa de papel-. Y mi sillón de lectura es uno viejo de los Eames que sabe lo que me hace llorar cuando lo leo y que abandono aunque mienta en las redes y diga que lo he leído.