Mi corazón galopa. Es miércoles y almuerzo con mi compañero en Brihuega (Guadalajara). Hemos venido al Museo del Profesor Max para que me hipnoticen. Acepté encantado cuando me lo ofrecieron. Ahora, minutos antes, no lo estoy tanto. He hecho cosas más peligrosas, seguro, pero la hipnosis no la controlo y significa, a priori, quedar a merced de alguien. Un poquito de jindama –miedo en caló– sí que me da. Bromeo con risa nerviosa: “A ver si me voy a quedar pajarito…”.
Este reportaje no iba a ser como los demás. Lo sabíamos de antemano y lo confirmamos cuando nos dieron el coche de alquiler: una furgoneta blanca descrita en las narraciones de mil y un delitos. El inicio era raro. No digo diferente, digo raro.
Repito: estamos en Brihuega. Hasta aquí me ha traído mi compañero Jorge Barreno, encargado de vídeo y fotografía en este trabajo. Él también bromea durante la comida: “A ver cómo explico yo luego que he dejado hipnotizado a un compañero de trabajo”.
Fue él quien conoció a Javier Sánchez, la persona encargada de hipnotizarme, hace unas semanas. Sánchez regenta el Museo de Miniaturas del Profesor Max, su tío y uno de los más importantes hipnotizadores españoles en la década de los 60 del siglo XX. Cuentan que el profesor Max llegó a hipnotizar por teléfono en España a través de la radio y llenaba espectáculos en África, de donde se traía todo tipo de miniautras –de aquellos polvos, este museo–.
La primera vez que Javier hipnotizó a alguien tenía 8 años. Lo hizo en el colegio. Luego, participó en un programa televisivo de José Luis Moreno. Ganó el primer premio a mentalista joven.
Sabía que tenía un don heredado en la familia. Cuando fue un poco más mayor, siendo consciente de lo que hacía, empezó a estudiar sobre hipnotismo.
Javier me ve en un plano secundario, me nota disperso. Entiéndanme, acabo de entrar en un convento de los Franciscanos de San José, construido a finales del s. XVI, por un oscuro pasillo donde me he encontrado la casa de muñecas más pequeña del mundo y una especie de ‘Monchito diabólico’ –¿guiño a José Luis Moreno?–. La música, entre tétrica y relajante, no ayuda, como tampoco lo hace la luz tenue. Todo vuelve a ser raro y yo vengo nervioso a una sesión de hipnosis.
Javier Sánchez me dobla en corpulencia y mi compañero va delante de mí, llevando el peso de la conversación. Cuando vengo a reaccionar me percato de que no me he presentado. Javier me mira fijamente y me hace dos preguntas clave para lo que va a ocurrir a partir de ahora.
–¿Eres tú quien quiere hipnotizarse?
–Sí
–¿Y te vas dejar?
–Sí
La charla ¿previa?
El Museo del Profesor Max está vacío cuando llegamos. Mi compañero se marcha a hacer fotos y vídeos por este lugar que ya no me parece tan tétrico como se ha descrito con anterioridad. Es excéntrico. Sí, eso sí. Mientras, Javier y yo charlamos en la entrada al museo.
El intercambio de mensajes es amistoso. No sé si es una entrevista o una charla preliminar a la hipnosis. Sólo sé que a cada minuto que pasa tengo más sueño y me noto más cansado. Y no, no me estoy aburriendo.
Javier me cuenta que practicó su primera catalepsia con 8 años. Asegura que puso a un compañero suyo recto sobre dos sillas, apoyado únicamente con el cuello y los tobillos en el respaldar. Luego ganó el concurso de mentalistas jóvenes de José Luis Moreno.
Pregunto qué es la hipnosis, en qué estado mental estaré cuando comience la sesión. Tengo miedo a varias cosas: que me convierta en una gallina, que hable más de la cuenta ante la cámara y, como ya dije al principio, a ‘quedarme pajarito’ para siempre. Sí, he visto más películas de las convenientes, tengo muchos prejuicios con la hipnosis y conviene desmitificar todo esto, así que siga leyendo.
Me explica Javier que la “hipnosis es un estado de relajación inducida por un hipnotizador, que te da una serie de órdenes”. Más o menos, también lo muestra así Jorge Luengo en su libro Supertrucos mentales para la vida diaria. “La hipnosis es una técnica mediante la cual una persona sugestiona a otra con órdenes que influyen en sus pensamientos, aportándole por lo general calma y relajación”. Lo tilda de estado de “conciencia profunda”.
Nos quitamos un peso de encima con estas definiciones y con otro apunte. La persona hipnotizada, en ningún caso, queda a merced de su hipnotizador. “Si yo te digo que mates, no lo harás, porque no eres un asesino”, me dice Javier. Luengo señala que, según los últimos estudios, “la predisposición del hipnotizado es decisiva para que el efecto sea más eficaz, lo que no quiere decir que esto le convierta en un robot”.
Hay una hipnosis médica y otra teatral, dice Javier. Su tío, el profesor Max, llegó a hipnotizar a un paciente antes de una operación para tratarlo sin anestesia. Dice que actualmente en Valencia hay un médico que también lo hace.
Refiere, no obstante, que lo más común en la hipnosis médica es su utilización por parte de psicólogos y psiquiatras para hacer regresiones. También se usa para dejar de fumar, pero repetimos: el paciente debe tener voluntad.
Javier Sánchez realiza sus sesiones de hipnosis en el Museo del Profesor Max. Son lúdicas, trata de hacer disfrutar a los que allí acuden, generalmente grupos de excursionistas o colegios. “Cumplimos sueños de la gente. Unos piden volar, otros ir a la luna, otros quieren coger un Fórmula 1…”.
La hipnosis
Estoy relajado y tengo sueño. Tras la charla, me quedo pensando entre bostezos. ¿Qué me gustaría hacer, que no me convierta ipso facto en Trending Topic más allá de los muros del periódico?
Javier me da tiempo y lo pienso. Paseo por el Museo del Profesor Max junto a mi compañero. Este lugar merece la pena visitarlo. Tiene tres Récords Guinnes e innumerables curiosidades. Todo ello en miniatura. Hay una máscara de Manolete, una faena taurina en el cabezal de una cerilla, una inscripción en el canto de una tarjeta, el cuadro de la ‘Última Cena’ de Da Vinci pintado en un grano de arroz con un vello de la mano o un venezolano en la cabeza de un alfiler. A ver quién empata.
Ya lo he pensado: quiero viajar al satélite de la tierra. A ver si encuentro al que se quedó dormido en la cara oscura de la luna. Lo descartamos, sin embargo, por poco espectacular en la ejecución.
Elijo entonces narrar la entrada de Tejero en el Congreso durante el 23-F. Demasiado político para este tipo de reportajes, arguyen, y encima no lo vivimos en directo. Descartado.
“Bueno, pues quiero montarme entonces en una MotoGP”, digo.
Esto último sí es aceptado, pero primero lo intentaremos con otra cosa. El motivo es mi pregunta sobre qué pasa si me caigo de la moto en plena hipnosis y me hago daño. La respuesta: que no me preocupe, que me ponen protecciones. Ya, claro, recelo en mis pensamientos. Mejor cambiamos.
Vamos a narrar la final del Mundial de Sudáfrica 2010. España ganará 1-0 a Holanda con gol de Iniesta en el minuto 116. Me lo sé. No de memoria, pero más o menos sé cómo discurre la jugada y, sobre todo, cómo acaba. Jorge y Javier dan el ok. Que comience el partido.
Javier trata de relajarme. Me concentro sobre todo en eso. Tal y como me han explicado, si me enroco en el no, será que no. No pensar, mente en blanco.
Cierro los ojos. El hipnotizador se coloca detrás de mí y me dice que está haciendo presión en mi nuca. Llego a sentirlo cuando pronuncia: “Ahora estoy presionando en el cuello. ¿Lo notas?”.
La respuesta es afirmativa, aunque no pronuncio nada. Javier sigue hablándome. Algo me tira de la espalda al parecer y su voz me pide que confíe en él si caigo para atrás. Estoy relajado y empiezo como a perder el equilibrio hacia atrás. No me pregunten cómo ni por qué. Repite lo mismo, pero esta vez de cara. Otra vez al suelo.
Javier hace que me duerma unos segundos. Me deja KO. 1, 2, 3, duerme. Ni péndulo ni nada por el estilo. Me deja en la lona, mirando hacia abajo en una postura antinatural, pero que yo no tengo por incómoda en ese momento.
Antes de despertarme, al oído, Javier me dice: “Te vas a despertar y cuando te toque en el hombro darás un pequeño bote”. 1, 2, 3, despierta.
Era sólo la prueba. De hecho, ni siquiera mi compañero tenía las cámaras montadas. Abro los ojos y me dirijo hacia Jorge y dos señoras de Granada que habían venido a visitar el museo –y se han quedado a ver el espectáculo, claro–. El hipnotizador aprovecha para tocarme los hombros mientras pronuncia habla distendidamente con el resto. Cuando me toca el hombro izquierdo, mi mente recuerda lo que ha dicho Javier. Mi cuerpo, no sé por qué, hace lo que me ha pedido: un pequeño botecito.
Algo falla y el hipnotizador lo sabe. No he cumplido las órdenes que me ha dado. Sólo un pequeño saltito.
Por mi parte, yo pienso en si estoy hipnotizado o no. Estoy consciente, pero he cumplido su orden, sí. De hecho, mi cerebro lo ha pensado y ha procesado la orden a mi cuerpo. ¿Estoy hipnotizado ya? ¿Si lo he hecho consciente no estaba hipnotizado o significa esto lo contrario?
El objetivo ahora es que yo narre la final del Mundial 2010 de fútbol.
Una vez me ha dormido, Javier levanta mi brazo derecho. Dice que cada vez está más rígido y le obedezco. Cuando cae, lentamente, debo estar aún más dormido. Eso dice la voz que escucho.
“Ahora, Sergio –se confunde de nombre–, eres el mejor comentarista del mundo. Estás en la final. La final del mundial. El de España. Ves a los jugadores en el campo”, viene a decir entre dudas el hipnotizador.
Con la cabeza gacha y los ojos cerrados, imagino a Iniesta marcando delante de Van de Vaart de nuevo. Empiezo la jugada con Navas en la banda y la repaso hasta al final, aunque ciertamente no recuerdo los nombres de todos los futbolistas que tocaron el balón. Sin embargo, no hablo. No cumplo la orden dada.
Mi cerebro en ese momento piensa sólo en las órdenes, es cierto, aunque todo es contradictorio. Mientras veo a Iniesta chutar, pienso en lo expuesto por Javier: “El Mundial de España”. Tiquismiquis hasta hipnotizado, me pregunto por qué me habla del Mundial de España 82 –sí, el de Naranjito– y trato de recordar quién jugó la final. Imposible, me faltaban aún 12 años para nacer cuando se jugó.
Javier me despierta del sueño. He abierto los ojos y miro al frente. Por lo visto, he dicho que no con la cabeza, pero yo de eso no tengo recuerdo alguno. Primer intento fallido.
Jerez, GP de España
La situación es confusa para los cinco presentes. El hipnotizador, que creía tenerlo controlado; mi compañero, que ha cortado el vídeo; las dos señoras, que no entienden qué ocurre; y yo, que no sabía todavía si estaba hipnotizado o no y pensaba que todo se había ido al traste por mi culpa.
En fin, la vida sigue. Cambiamos de deporte y tenemos segunda oportunidad. Decidimos volver a la idea anterior: quiero pilotar una MotoGP.
Javier me duerme y comienza a dar las órdenes. “Domingo, ahora nos vamos a ir a un circuito. A Jerez, concretamente, para que cojas una MotoGP”.
No sé si lo había dicho antes, pero yo soy de Jerez, y me acaban de hacer un favor. Mi mente viaja como si fuera aquello un sueño. Llego por la carretera secundaria, como he hecho mil veces en la realidad, hasta la puerta del circuito, paso el aparcamiento interior y me meto en uno de los boxes. Estoy dentro, parece que lo esté viendo todo.
Las siguientes órdenes las recibo, pero mi cuerpo no hace nada. “Venga, Domingo, ponte las botas. Una bota, otra bota. Ahora el traje. Te lo trae una señorita, Domingo, coge el traje”. Da igual todo, no me pongo el mono. Me veo haciéndolo, pero no hago nada.
Javier trata de que me ponga las coderas y sólo gesticulo un poco con el codo. Esto sigue yendo regular, aunque en mi mente todo se está cumpliendo. Cuando me dicen de ponerme collarín –debo ser el primero que lo hace– y casco reacciono mejor. Ahí alargo la cabeza y la ladeo para ponerme el casco.
Es el momento de salir al asfalto. En mi cabeza cumplo la orden de montarme en la moto, aunque en realidad estoy quieto. Gesticulo cuando me dicen de abrir gas. Me veo saliendo con la moto por el ‘pit lane’. Mi muñeca derecha está torcida y salgo a pista.
Me conozco el Circuito de Jerez a la perfección. Giro a la derecha en mi mente para salir y mi cuerpo se gira. Vuelvo a girar a la derecha en la curva dos y luego a izquierdas levemente. Mi cabeza hace el trazado que conoce. Mi pie izquierdo cambia de marcha y el derecho frena, no sé por qué. Presiono el suelo en realidad. Yo me veo a gusto imaginándome en casa, aunque la moto va excesivamente tranquila.
Sin embargo, las órdenes que me llegan son contradictorias de nuevo. Voy a coger la segunda curva de izquierdas, pero me piden que acelere a fondo y mi mente piensa que no puede, que estoy en curva.
Además, sé que sólo hay dos puntos en los que se puede acelerar a todo gas aquí. La recta de atrás y la recta de meta. Me queda una curva para llegar a ese primer punto y mi mente trata de alcanzarla rápido. Cuando estoy aquí, empiezo a acelerar. Mi mano derecha se retuerce (eso siento yo al menos) y la izquierda aprieta levemente el embrague. Mi pie izquierdo aprieta el suelo cambiando de marcha, pero no han pasado dos segundos cuando recibo la orden de frenado.
Mi mente se pregunta por qué tengo que parar la moto en medio de la recta, pero pie y mano lo cumplen. Me siento en un sueño lúcido donde otro dicta lo que debo hacer. Yo no quería parar, pero debía en teoría cumplir la orden.
Yo me lo estaba pasando bien imaginándolo, pero no estaba gesticulando demasiado parece. Ahí termina la hipnosis. 1, 2, 3, despierta.
Sí, estuve hipnotizado
Javier no queda contento con el resultado. En realidad hemos tenido poco tiempo. Me dice que no soy un sujeto muy activo y pregunta por qué iba tan lento en la moto. Yo creo que estaba en tiempos normales para ir saliendo del box con una MotoGP, pero bueno.
Lo primero que hago al despertar es preguntar qué siente uno cuando está hipnotizado. Yo he cumplido órdenes, pero he sido consciente en todo momento de que las recibía, hacía movimientos e imaginaba lo que ocurría.
Dudo mucho sobre qué ha ocurrido en ese lapso de tiempo en el que he estado hipnotizado. Lo recuerdo todo. "Porque yo así lo he querido", dice Javier.
Leyendo a Jorge Luengo, sin embargo, creo que puedo afirmar haber sido hipnotizado con total seguridad. En su libro dice que “la hipnosis es un estado de profunda conciencia, no de inconsciencia”.
Quizás alguien que entienda de hipnotismo diga lo contrario, pero creo que sí estaba, al menos, en una de las etapas de la hipnosis. El sobrino del Profesor Max no sabía responderme. Seguía sin estar contento con el resultado de lo obtenido. Quizás nos faltaron tiempo y órdenes más concretas para conseguir una sugestión mayor. Así quizás hubiera cumplido más órdenes. No lo sé ni yo, pero me divierto entre la confusión.