Que España atraviesa por una crisis de fe es un hecho que genera consenso. Por un lado, el de los sacerdotes, quienes no dudan en afirmar que “es un fenómeno que uno ve a diario”. Por otro lado, los últimos datos publicados no engañan: en España hay 22.993 parroquias para tan solo 16.960 sacerdotes. Es decir, 6.033 parroquias están huérfanas de sacerdotes. Una cifra que supera por mucho la escasez que ya venía amenazando al final de la primera década de este siglo, donde la diferencia entre iglesias y párrocos era de 4.000 (un 40% menos con respecto a los años 90).
El número de sacerdotes que se ordena cada año, en torno al centenar, hace inviable mitigar esta desproporción sin recurrir a otras alternativas. Una es la ya clásica estrategia de que un sólo cura se encargue de varias parroquias. Otra consiste en que sacerdotes extranjeros vengan a ayudar. A menudo, estas dos variantes coinciden: muchos curas extranjeros son los que se encargan de un gran volumen de iglesias.
Como consecuencia de este fenómeno, la inmigración de sacerdotes se ha multiplicado en los últimos tiempos: si en 2012 eran alrededor de 500, menos de diez años después ya son más de 1.500 procedentes de 70 países distintos. Es decir, un 9% del total. Por poner esta cifra en perspectiva con respecto a otro país similar, 2.631 sacerdotes de los 31.793 que ejercen en Italia son extranjeros. En proporción, menos que en España: un 8%.
Desde el punto de vista del sacerdote extranjero, son varios los motivos que los llevan a acabar en España. Muchos lo hacen por ayudar, ya sea por iniciativa propia, por petición de un obispo español o por misión. Otros llegan antes de ser ordenados, pues no pueden asumir el coste de los estudios de Teología en sus países de origen mientras que aquí son becados (es el caso, principalmente, de seminaristas africanos).
En general, este fenómeno se ve como algo positivo: signo de diversidad y cooperación. A diferencia de otro tipo de inmigración que sufre el maltrato de la movilidad no deseada –especialmente mujeres y niños–, los sacerdotes manifiestan sentirse bien acogidos. Si bien esto sería lo que debería ocurrir con todo migrante (sin necesidad de que una categoría determinase el buen trato recibido), también ellos han sufrido algún episodio racista. Estos son los testimonios de siete sacerdotes extranjeros en España, procedentes de cuatro continentes diferentes:
Padre Juan, del Congo
El Padre Juan nació en 1968 en el Congo. Entró en el seminario por vocación, como es habitual en este oficio, aunque confiesa que “la vocación va y vuelve”. A los 25 años se ordenó e, inmediatamente, empezó una odisea durante la que "tuve que escapar de la muerte, al menos, tres veces”. Primero fue a Ruanda, donde sufrió en cuerpo y alma la guerra: “Viví el genocidio, que luego llegó también al Congo. La guerra mató a más de 6 millones de personas. Yo temí por mi vida porque, además, para ellos es mejor cuando matan a un sacerdote: como buscan a los intelectuales, sienten que han hecho un trabajo excelente”, recuerda aún con terror.
Antes de venir a España estuvo en los campos de refugiados del Congo, ayudando a más de 60.000 personas. Finalmente, acabó siendo acogido por el obispo de Alicante: “Fue iniciativa mía porque en Kenia nadie quería a los refugiados. Repatriaron a muchos a Ruanda, al Congo… temía por mi vida. Por suerte, me mandó los papeles a Nairobi, que es a donde fui cuando escapé de la selva”, cuenta Juan.
Así, llegó a Alicante en 1999. Primero, tres meses estudiando español; después, cuatro años de vicario en Benidorm. Desde hace más de 15 años, lleva la parroquia de Relleu. Reconoce que hay escasez de vocaciones, pero rechaza la idea de que un cambio en las condiciones del trabajo sea la solución para que haya más sacerdotes: "En los países nórdicos, la iglesia católica se llena mientras la protestante está vacía. Los curas tenemos un trabajo verdaderamente cómodo. Sería reírse de los demás oficios decir que tenemos un trabajo duro".
Por otro lado, el Padre Juan confiesa que ahora lo tienen “muy mimado”, pero sus experiencias iniciales demuestran el racismo que puede sufrir un africano en España. Aunque él lo cuenta restándole importancia, algunas de sus anécdotas son ciertamente espantosas: “Durante una misa en Benidorm, cuando me levanté tras la primera lectura, un niño le gritó aterrorizado a su madre: ¡Mamá, mamá, el chocolate se mueve!”
Recuerda que, en otra ocasión, un hombre le dio las gracias porque “antes de conocerme se pensaba que todos los negros eran malos y ahora había visto que son personas normales”. Juan dice que se lo tomaba con humor –de hecho, lo sigue haciendo–, pero su testimonio demuestra que ese tipo de chiste racista, lejos de ser inofensivo, tiene consecuencias y efectos en la realidad.
Pero, sin duda, la experiencia que mejor ejemplifica lo que supone ser inmigrante negro se dio cuando el padre de un monaguillo, vestido de policía local, se dirigió a él para comentarle algo. Al ver el uniforme, Juan, acostumbrado toda su vida a huir, echó a correr asustado. “En ningún país del mundo se ama al inmigrante, pero todos hemos sido refugiados alguna vez. El problema actualmente es que no comprenden que una persona huye por necesidad y merece ser tratada con amor y humanidad. En España hay poca xenofobia, y se ha normalizado un poco con la llegada de más africanos, pero el discurso de los medios de comunicación no era el adecuado”, zanja este sacerdote, quien dice estar encantado de vivir en Relleu.
Padre Juan, con 59 pueblos
El Padre Juan José pertenece a la diócesis de Málaga-Soatá (Colombia), que hizo un convenio de cooperación misionera con la diócesis de Barbastro-Monzón y le envió a cinco sacerdotes. Desde el pueblo aragonés de Castejón de Sos, el Padro Juan José lleva dos años manejando una unidad pastoral del Valle de Benasque y la alta Ribagorza. Al ser un ambiente rural, similar a su lugar de origen, la adaptación ha sido muy buena: “Al principio son más desconfiados, de temperamento no tan abierto, pero mi experiencia ahora es excelente”.
Tanto es así que Juan José tiene decidido renovar por otros tres años: “Todas las experiencias no son iguales y algunos quieren volver, pero yo quiero quedarme. Además, nuestra diócesis tiene el deseo de que sigamos aquí por la escasez que hay en España”.
Sobre esta mencionada falta de sacerdotes españoles, piensa que hay que “presentar la fe de una forma más atrayente, ya que los niños que hacen la primera comunión cada día son menos”. Una impresión respaldada por los datos: en España hay 204.618 comuniones al año por 175.844 bautizos. Es decir, está descendiendo el número de cristianos.
Ser sacerdote en las zonas rurales del norte de España no es fácil. Entre Juan José y otro sacerdote se ocupan de 59 pueblos (“a algunos solo vamos una vez al año”). Para atender a todos de la mejor forma posible, elaboran un crucigrama de actividades y se desplazan a diario con sus coches. Sin embargo, también hay momentos muy satisfactorios: “Cada sábado, una familia distinta de Castejón nos acoge en su casa y nos da de comer. Así se van eliminado prejuicios”.
Padre Ricardo, indígena
El Padre Ricardo Marcial López Velásquez nació en el cabildo indígena El Gran Mallama (Colombia). Vino a España hace dos años a petición del obispo de Albacete, que solicitó ayuda a su homónimo en la arquidiócesis de Cali: “Nosotros los indígenas fuimos educados en el concepto de que España es nuestra madre. Yo estudié gracias al padre Javier Arvilla, que era español”, explica.
Aunque llegó “con ciertos temores por ser indígena”, cuenta que la gente ha sido muy buena con él (“no sé si por ser sacerdote o por ser indígena”). El Padre Ricardo afirma que los jóvenes le dicen que no quieren ser curas, pero él no lo achaca a la falta de referentes: “Si tuviese esa edad aquí, me surgiría la vocación”.
Como indígena, el Padre Ricardo no es ajeno a los movimientos emancipadores impulsados por muchos pueblos colonizados. Es el caso de la escritora peruana Gabriela Wiener, quien ha explicitado esta herida en su último libro, Huaco retrato, donde analiza cómo una memoria se ha impuesto sobre otra que ha sido borrada. Sin embargo, el Padre Ricardo se desmarca de esta corriente y piensa que no ganamos nada con recordar el pasado: “En la historia de España hubo episodios muy duros, nosotros como indígenas lo sabemos y no se puede negar. Pero hay ciertas actitudes con las que no estoy de acuerdo: por ejemplo, cuando en mi cabildo iban a tumbar una estatua. Dejémosla ahí para que cuando nuestros hijos nos pregunten, les contemos la historia”.
El razonamiento del Padre Ricardo entra de lleno en la cuestión de qué historia contar. Al preguntársele sobre ello, afirma que “uno no puede decir cuál historia es la verdadera, hay que escuchar a los dos actores”. Él centra su enfoque en la educación: “Soy indígena, pero no soy tonto, solo necesitamos oportunidades para estudiar. Es uno de los grandes aportes que ha hecho la Iglesia española y eso es innegable”.
Padre Edilberto, con inmigrantes
El Padre Edilberto llegó a Segovia en febrero de 2011 procedente de la provincia de Izabal (Guatemala): “Me lo plantearon por la escasez de sacerdotes españoles y yo acepté; esto es como la vocación, no le obligan a uno”. En su opinión, “la sangre de los mártires es semilla de vocaciones y lo que hace resurgir la Iglesia”. Por suerte para el futuro de la Iglesia, el Padre Edilberto no se refiere únicamente a la muerte: “También está el martirio de todos los días”.
En su unidad parroquial de Riaza son dos sacerdotes para 19 parroquias. Como suele pasar en muchos de estos pueblos, le toca vivir dos realidades distintas: “En invierno todos se van a Madrid. A partir de Semana Santa la gente empieza a volver”. El problema de la despoblación de tantos territorios también afecta a la escasez de sacerdotes en España, y es que la mayoría de la gente no tiene necesidad de aceptar los sacrificios que implican vivir en pueblos vacíos y climas difíciles. Pero, para llevarlo de la mejor manera, Edilberto ha encontrado un truco: “Yo vengo de un país donde hay 42º siempre. Por suerte, aquí tenemos los torreznitos que uno va comiendo. Hay que comer bastante para no tener frío”.
Quizá también por ser lugares donde muchos españoles no quieren vivir, el Padre Edilberto observa que cada vez hay más diversidad por allí: “Hay muchos marroquíes, búlgaros, rumanos, colombianos… parecemos la ONU”. Para este párroco, la riqueza cultural que aporta esta confluencia de nacionalidades es algo a valorar: “Los prejuicios son barreras que nos impiden crecer. Los medios de comunicación dan noticias falsas y crean más prejuicios. Tenemos que reconocer que el 90% de las personas que venimos de fuera hacemos las cosas bien”. De lo que sí se queja es del secularismo actual: “Para una acción social, se vuelca muchísima gente, pero les pides comprometerse con la iglesia y ya no quieren…”
Padre Álvaro, a Osma-Soria
El Padre Álvaro nació en Managua, capital de Nicaragua. Pertenece al Camino Neocatecumenal y, por tanto, fue formado en la experiencia de vivir el Evangelio. Estuvo 12 años en Japón, donde tan solo hay medio millón de cristianos (el 0.5% de la población), con el objetivo de contribuir a la nueva evangelización. Después, fue destinado a Uganda, donde sirvió como sacerdote itinerante otros 12 años. “Fue la otra cara de la moneda –recuerda–: en Japón había riqueza material pero pobreza espiritual, en África fue al revés”.
El Padre Álvaro se sobrepuso a las adversidades –entre ellas una malaria– y pudo recalar, al fin, en Europa: “En enero de este año llegué a España; se lo pedí al obispo de Osma-Soria, que era amigo mío, y me aceptó”. Llevaba con este anhelo desde hacía dos años, pero como afirma, “los tiempos del hombre no son los tiempos de Dios”.
Su objetivo aquí es hacer misión, pues “la familia cristiana ya no existe hoy, la gente está perdiendo la fe y faltan vocaciones”. Él responsabiliza de esto a los padres y madres, ya que “la clave está en cómo las familias transmiten la fe a sus hijos”. Por eso, se muestra como un sacerdote siempre activo y entusiasmado con su causa, que ha estado en Burgo de Osma y, ahora, en Ágreda: “No puedo quedarme en la parroquia sentado esperando a que la gente venga porque eso no va a pasar. Soy cura, no un funcionario; tengo que alimentar la fe”.
A la vez que se lamenta de la educación desprovista de fe que muchas familias dan a sus hijos, este sacerdote también pone el foco en el inmigrante: “Es un problema de integración. Hay muchos migrantes que quieren llevar el mismo estilo de vida que tenían en sus países y eso no es posible. Hay diferentes opiniones, pero yo no creo que sea un problema de discriminación”, expone el Padre Álvaro al mismo tiempo que prepara los documentos para renovar residencia en España.
Padre Yosef, indonesio
Este misionero del Verbo Divino nació en 1977 en la Isla de Flores (Indonesia), y llegó a Sevilla en 2001, donde estuvo siete años antes de recalar en Alcorcón. Si bien la falta de sacerdotes es lo que le trajo aquí, él propone un cambio de mentalidad y adaptarse a la situación: “Hay escasez, pero depende de cómo se mire. En Indonesia, la gente tiene que pasarse horas para ir a una iglesia, muchas veces andando. En Alcorcón hay 11 parroquias y en cada una dos sacerdotes, pero los feligreses son pocos. Ante esta evolución, pienso que habrá que unificar iglesias, que haya un autobús como el escolar, que recoja a gente y lleve a todo el mundo a la misma misa”.
El Padre Yosef, además, tiene mucha experiencia con migrantes. Para él, los discursos que quieren hacer creer que el inmigrante es una amenaza están equivocados, pues “los migrantes son una oportunidad de enriquecernos mutuamente”. Este sacerdote cree que la inmigración no es un problema sino “una solución para España” y apela a ir más allá en el análisis: “La televisión culpa a los migrantes de la delincuencia, pero hay que ver las causas socioeconómicas de esas personas, no verlo como algo conectado por el fenómeno migratorio. El problema es la pobreza. Si un inmigrante es rico, nadie lo ve como una amenaza”.
Encuentra diferencias entre la forma de entender el cristianismo en Asia y en España, pero la principal es el número de gente que participa y su edad. Mientras allí hay celebraciones de 2.000 personas y muchos jóvenes, aquí son pocos y mayores. No obstante, el Padre Yosef siempre busca el lado positivo: “Los que van a misa aquí son gente convencida, no porque tengan miedo de que les miren mal si no van”.