Prefiere no decir su nombre, pero sale del céntrico complejo del Primark de Madrid cuando quedan 45 minutos para su cierre. Lleva dos gigantescas bolsas de cartón y un gorro de lana gris. Su mascarilla quirúrgica no parece tener solo un uso.
"La verdad es que no tengo ni idea de cambio climático", asegura. "No sé nada de él. He leído algo sobre lo contaminante que es la industria textil, pero no mucho", dice. Además de portar un par de bolsas del Primark, lleva una mochila de falso cuero negro de otra reconocida marca low cost. "Prefiero no responder a eso", matiza, haciendo un amago con la mano y separándose, cuando se le pregunta si seguiría comprando en esa misma tienda si fuera rico o se informara correctamente de la huella medioambiental que deja su cadena productiva y logística. No dice ni su nombre ni su edad, pero ronda los 20 años.
Estamos en pleno corazón de Madrid, en la ancha y estridente Gran Vía, a tan solo un puñado de pasos de la Puerta del Sol. En el número 32 de la calle más famosa de la capital se asienta, desde su inauguración en el año 2015, la tienda más grande de España de la firma irlandesa Primark.
Su filial española factura alrededor de 1.600 millones de euros anuales. La gigantesca tienda de cinco plantas que se cobija en el centro de la capital es ya la que más dinero genera a la compañía.
Aunque quedan lejos aquellas descomunales colas del año 2015 en su inauguración, cuando la gente se dejaba los brazos y las piernas y las gargantas de empujar, esperar y gritar para entrar a no sabemos qué, pareciera que el fenómeno que esta empresa de moda low cost levantó con su desembarco en España no finalizara nunca.
Un día dentro
Es jueves 9 de diciembre, y desde primera hora de la mañana ya hay un buen número de personas esperando a que la tienda abra. El establecimiento –por llamarlo de alguna forma, ya que es imposible definir el gran monstruo de pantallas, cristales y ropa descolorida que ahí se aloja– levanta sus persianas a las nueve y media de la mañana, cuando el aire de la Gran Vía es todavía frío y los últimos rezagados de la noche ven desde sus taxis cómo los trabajadores de la zona Centro salen de las paradas de metro para iniciar su jornada laboral.
En la puerta, 15 minutos antes de su apertura, una señora de mediana edad espera. Lleva un abrigo negro largo y las cejas pintadas de un extrañísimo color verde. No es exactamente la primera en la cola, ya que no hay cola, pero hace de avanzadilla del pelotón de gente que espera a que los seguratas den la orden de entrar. No llegarán a medio centenar.
"Vengo a por algo concreto, de verdad", asegura. "Yo no soy de esos que se pone a dar vueltas por los pasillos a ver qué se lleva. Yo quiero coger una cosa e irme", se justifica. Más tarde, la misma mujer no solo iba a permanecer un buen rato en la tienda cogiendo todo tipo de productos, sino que además había quedado con un amigo dentro de la tienda. También dijo que se llamaba Soraya y que llevaba sin acercarse por allí cuatro meses.
A y media, ni un segundo antes ni un segundo después, con las persianas ya levantadas y la boca de la tienda bien afilada para masticar a todo el que entre, los guardias de seguridad quitan el cordón azul que impide el paso y, ahora sí, lo permiten: empieza la cacería.
Como si un mariscal consumista hubiese dado la orden de atacar, las 30 personas que esperaban en la puerta a que abriesen –jueves, nueve y media de la mañana, día totalmente laborable– entran con paso seguro y sin temor alguno al Primark. Estamos en plena campaña navideña y eso se nota.
Cuando uno cruza por sus puertas, siente que entra en un universo nuevo. Si Gran Vía ya es de por sí una gigantesca avenida plagada de luces, sonidos y demás estímulos, podríamos decir que se quedaría en prado de la España vaciada al lado de lo que hay dentro del edificio del número 32. Es lo más parecido que hay en la Tierra al infierno que Dante describió en su Divina Comedia.
Primark también tiene sus propios guías, sus propios virgilios: los casi 20 guardias de seguridad que recorren de arriba abajo el complejo. Al entrar, el visitante es invitado a subir a unas escaleras mecánicas que conducen hasta la primera planta: bienvenido al primer círculo del infierno.
Desde allí, se comienza a entender que si uno sufre de epilepsia es mejor que se dé la vuelta. Aquel infierno dantesco –cada planta es un círculo, y su gigantesca cúpula central, el lago ese de hielo en el que echaba los domingos Satanás– es un taladro mecánico de imágenes y de sonidos que, lejos de ser agradables, buscan perforar al visitante.
Desde la cúpula central, miles de leds iluminan cada ángulo del lugar, incrustando en las pantallas centrales anuncios de otros muchos productos de la compañía, como si el gigantesco escaparate que tienen allí montado fuese para poco.
Pasear por sus plantas es como ver The Walking Dead, pero en una extraña versión con 'branded content' sobre centros comerciales. Cientos de personas –sí, hablamos de cientos: en media hora de conteo en una sola caja de la planta primera pasaron 450 personas– recorren el lugar con cestas de supermercado, de esas que tienen ruedas, repletas de ropa. Los niños lloran porque se aburren –o agobian–, las abuelas se sientan tristes sobre las estanterías de vaqueros y las familias se cansan de estar allí.
Si la imagen que las primeras horas del día dan del Primark de Gran Vía es de por sí dura, cuando la hora del cierre se acerca y el sol se va, todo es mucho peor. Ya no queda luz natural: ahora, como en un casino que busca que el cliente pierda el tiempo hasta el infinito, toda la iluminación que hay proviene de los leds dantescos.
Los estímulos, cada vez más fuertes y atronadores, cansan al cerebro, que intenta distraerse con otros sonidos que los ocultos altavoces intentan emitir, como ruiditos de la naturaleza. Mientras, la gente apura sus compras antes de la hora de cierre, dejándose los precarios sueldos en los adornos de Navidad y productos para decoración del hogar de la tercera planta –creemos que esto es un papel de mosca por si alguien pica y compra, pues nadie va al Primark a pillar velas, ¿no?
También apuran los últimos minutos antes del cierre los ladrones (al final es verdad que van al infierno). En la cuarta planta, un grupo de cinco guardias interroga a una pareja que, aparentemente, ha intentado robar unos auriculares valorados en 4,50 euros.
A las diez menos cuarto, los altavoces del Primark avisan de que es hora de irse, pues cierran a en punto, y toca abandonar la cúpula y sus plantas. Cuando apagan los paneles publicitarios, respiras paz y armonía, aunque dure solo unos segundos.
A las diez en punto, el Primark va escupiendo de sus entrañas a las miles de personas que cobija. Mientras esto pasa, y van saliendo como hormiguitas por su puerta principal –hay dos más, pero de ellas no sale nadie porque no tienen tanto glamour–, un grupo de manteros se pone en ella a intentar vender algo a los que salen con más ganas de compras del centro comercial.
La venta dura poco –más bien muy poco: unos 12 segundos– pues una patrulla de la Policía Municipal se para frente a ellos y los ahuyenta. Mientras, los guardias de seguridad bajan las persianas del megaestablecimiento. El infierno de los estímulos cierra sus puertas, al menos hasta el día siguiente.
Desde luego, visitar este sitio es una experiencia religiosa. Porque lo demoníaco también tiene que ver con lo divino.