“Huerta, vino y cóctel”, así es como definen los hermanos Villalón, Mario y David, su último proyecto, Angelita. Un espacio en pleno centro de Madrid que “para entender bien hay que vivir de primera mano”, apunta Mario. En la planta de arriba, su hermano David, que lidera el wine bar –siempre con lista de espera- donde encontramos más de 85 propuestas de vino por copa y unas 600 por botella. La exquisita carta se mantiene con seis o siete clásicos fijos, como su pisto de verduras o los tomates de la huerta familiar, y se varía con tres o cuatro propuestas de temporada cuya elaboración es seguida de cerca por el sumiller. Comer en el restaurante es mucho más que eso, convirtiéndose en toda una experiencia cerca de la estrella Michelín y con un coste medio de 40 euros el menú.
En el sótano, como si nos estuvieran guardando de la ‘traca’ final para entonces, Mario se sitúa al frente de la gastro coctelería, elegida recientemente como la mejor de España en los prestigiosos premios Fibar, y donde encontramos más de 40 cócteles de autor -con un coste de 11 euros aprox.- y más de 500 destilados de todo el mundo. Este premio no es el primero que reciben, y tampoco llega por sorpresa, pues su propuesta -aunque arriesgada en el panorama madrileño- es, ante todo, eficiente: aquí no encontrarás ni coctelera ni vaso mezclador, los cócteles ya están preparados previamente, y solo verás a Mario armado con un cuchillo para tallar el hielo y un sencillo sistema de pesas que le permite ser totalmente sostenible, generando residuos mínimos. Los efectos especiales están asegurados.
Y por último, y no por eso menos importante, sus padres, a menos de 300 kilómetros, en la huerta familiar de Zamora, de donde proviene el 90% de su producto. No solo para los platos de cocina, también para la coctelería, donde el modelo se basa más en la gastronomía y la repostería que en el concepto tradicional de coctelería que tenemos asumido. “Mis padres son muy inquietos, con la llegada de internet se les abrió un mundo nuevo. Piensan en el producto, no en el cóctel final. Yo le cuento a mi padre el perfil que estoy buscando para las creaciones y él me dice cosas de cuando éramos pequeños y que yo no conozco. Por ejemplo, ahora me va a traer brotes de encina, que dice que ha visto en un vídeo que tienen muchas propiedades. Él me lo trae y yo voy probando”, nos cuenta Mario.
Tradición familiar
Los padres son realmente quienes les inculcaron a sus hijos esta visión por la hostelería, tal vez porque no les quedó más remedio en un principio para buscarse la vida. Pablo y María Ángeles, ambos de un pueblo de Zamora, se conocieron, precisamente, en La casa de Zamora de Madrid. Se casaron y abrieron un negocio familiar en Carabanchel allá por los 80. Ella en la cocina, él en el tú a tú de los clientes; y con un Mario que nació y se crió entre fogones, platos, vinos y destilados. Poco después, más de lo mismo ocurría con su hermano David, que ya conoció el siguiente negocio familiar, un restaurante en el barrio de Malasaña. Por entonces, Mario ya recuerda ser con 15 años el responsable de la carta de destilados. “Venían preguntando por el encargado y mi padre me mandaba a mí”, apunta. Lo mismo pasaba con David, que a esa edad “era capaz de recitarte un montón de vinos de la Ribera del Duero”. Pero no nos equivoquemos, el padre no se escaqueaba, bastante tenía con recibir a los comensales con una rodaja de chorizo como si fuera la ostia consagrada: “Él era el show, venían a verle a él”, nos relata Mario.
Después abrirían El Padre en plena calle Serrano: comida barata y abundante dentro de un menú de 10 euros que sigue recordándose en la capital -por calidad, trato y cercanía- pero que desbordó pro completo a los hermanos, que ya no contaban con la presencia continua de su padre en el local.
“Al final ya era una mezcla rara: lo mismo veíais gente pidiendo unos huevos rotos, que a un tipo bebiendo borgoña, y a otro que te pedía coctelería”. Cerraron por éxito y, como parte de esa evolución coherente de la que hablábamos, en 2017 llegó Angelita. El patriarca sigue formando parte del negocio desde la distancia, “está orgulloso, y está al tanto de todo lo que pasa. Opina poco, pero tiene su opinión”, y el huerto que cuida junto a su mujer y que comenzó siendo muy pequeño, también.
El retiro ha sido paulatino, pues ya cuando tenían el negocio en Malasaña se escapaban al pueblo para cuidar de “tres plantitas” durante su único día libre. Ahora, y después de toda la vida dedicada a la hostelería, el resguardo del campo, aunque sea para seguir trabajando, sabe a gloria: “Él viene todas las semanas, descarga y ni apaga la furgoneta antes de irse de nuevo”.
Cultura y pasión
Su padre se vuelve para seguir trabajando, tal y como los hermanos Villalón recuerdan hacer desde que tienen uso de razón: “Nos inculcaron la necesidad de sentirte partícipe del negocio familiar y también de generar una cultura del trabajo”.
Tuvieron la oportunidad de elegir si querían estudiar, con el objetivo de que hicieran lo que hicieran tuvieran una visión de cómo funcionaban las cosas en el mundo. Mario comenzó Derecho, entre otras cosas. “En mi época no había formación para coctelería, te tenías que buscar la vida comprándote libros”.
Lo compaginó, claro está, con el negocio familiar. “Ahora lo pienso y me parece una paliza”. Pero visto lo visto, le salió genial. “Para mí ha sido paradójico, yo no pude ser alumno porque no había profesores, y la coctelería de los 90 en Madrid era Chicote, el Cock y Del Diego”. Una pasión muy concreta que para nada heredó de la familia: “Mi padre tenía tres whiskys y le daba igual cuáles fueran. Pero me llevaba a los mataderos o a Mercamadrid, y a mí me gustaba. Ya me quedaba mirando las botellas bonitas, me llamaban la atención”.
David, por su parte, desechó la idea de las leyes tres meses después de comenzar. Terminó en la escuela de la vid y después se formó como sumiller. Toda la historia les ha llevado hasta aquí, también a nivel ideológico: “Nuestro trabajo es nuestra forma de ser y actuar, es un negocio familiar de siempre, de toda la vida”.
Homenaje a la madre
Si hacemos un resumen de la historia personal, todo comenzó cuando sus padres se conocen, tal y como cuenta Mario: “Mi padre tenía una personalidad muy extrovertida, un comercial nato. Buena gente, noble, currante… y mi madre era introvertida, muy trabajadora. Hacían buen tándem”. Después de abrir El Padre, con un nombre que homenajeaba una historia de la infancia del mismo, le tocaba a Mari Ángeles, ‘Angelita’ para los más íntimos: “Es de esas mujeres súper trabajadoras, inteligentes, que no eran tan conocidas en su época porque era una sociedad patriarcal. De esa gente que no se pone nerviosa, que no te va a dar una voz. Nosotros nos sentimos muy identificados con ese concepto de trabajo”.
El mismo que en la actualidad es seguido por una cartera de clientes que los Villalón arrastran desde el primer bar de sus padres, y que actualmente vive un período de gran madurez. La pandemia les ayudó, como relata Mario: “Nos dimos cuenta de que huíamos hacia adelante, y yo ahora ya sé que no quiero un bar de moda, no quiero llenarlo porque sí, quiero llenarlo con lo que hacemos”.
El premio de FIBAR también ha sumado, pero no es lo más importante para ellos, que siguen siendo honestos con su evolución. “A cualquier cliente, con seguridad le digo que el mejor momento para venir a conocernos es hoy. Después de cinco años, la cocina está en su mejor expresión, al igual que el servicio del vino o de la coctelería, y me gustaría que esto fuese así en los próximos 30 años”. No se hable más.