Julio llegó a España con 14 años. Jessica hizo lo propio con 10. Él venía de Ecuador, ella de República Dominicana. En ambos casos, aquí los esperaban sus madres. Él, ahora pintor en Madrid, llegó con su hermano pequeño. Ella, que trabaja en un restaurante en la capital, con su padre y su hermana.
Ninguno se conocía, pero años más tarde acabaron odiándose como sólo se odia a lo desconocido. Los dos acabaron en bandas latinas. Ninguno había escuchado hablar de ellas antes.
Los dos nombres son ficticios para que sus antiguos compañeros no los identifiquen. Julio ahora tiene 35 años. Jessica 10 menos. Él entró a los Latin King con 16; ella empezó a juntarse con miembros de los Trinitarios con apenas 12. Pasaron 13 años y cinco dentro de las organizaciones hasta que pudieron salir. Ahora son personas nuevas.
Las bandas latinas han copado la actualidad informativa las últimas semanas. La proliferación de armas blancas entre sus integrantes han facilitado las agresiones entre rivales. En Madrid, el 5 de febrero fue un sábado sangriento. Dos chicos morían, con escasas horas de diferencia y en distintos puntos de la ciudad, a manos de pandilleros que blandían machetes.
“Se han vuelto más violentas, están mejor organizadas. Ahora salen de cacerías”, afirma Julio. Sabe de lo que habla. En sus años oscuros llegó a ser Rey de su banda. Su papel era crucial. Estas organizaciones se dividen por capítulos (el nombre puede cambiar según el país de proveniencia), que son zonas dentro de un barrio: puede ser una esquina, un parque, una cancha de fútbol.
Como Rey organizaba a los miembros de su zona. Los mandaba a robar, a pelearse, a menudear droga. Todo para conseguir el dinero que cada capítulo debe entregar a la organización. “A cada uno le corresponde un porcentaje”. Ese dinero se pone en común y “se envía al Supremo (un rango superior en la jerarquía), que lo manda a Barcelona”. Desde la Ciudad Condal los euros vuelven convertidos en armas para fortalecer a la banda y en droga con la que poder sustentarse.
Julio entró con 16 años. Habían pasado dos años desde que llegó a España. “Iba a la calle y a las canchas a intentar conocer a gente, hacer amigos, jugar al fútbol. Lo normal de cualquier chaval. Entonces empezamos a salir a discotecas para menores, por la zona de Orense. Allí cambió mi percepción, aquello parecía una película de mafiosos”.
Lo que se encontró allí fueron a compatriotas siempre vestidos de amarillo y negro (los colores de la banda), haciendo saludos raros, con gestos que nunca había visto, infundiendo miedo. “En casa siempre tuvimos problemas con mi padre, que nos maltrataba mucho. Cuando vi lo que causaban en los demás, ese respeto, me dije ‘yo quiero eso’”.
Pero el punto de inflexión fue cuando no le dejaban entrar en determinadas fiestas. “Para eso tenía que ser Latin King”. Entonces decidió dar el paso. “Ellos te ponen a prueba, tienes que hacer determinadas cosas para poder entrar”. En su caso fue apuñalar a un miembro de una banda rival. Lo hizo, claro. “Antes te drogan para que no tengas conciencia de lo que haces. Mezclan cocaína y marihuana y te lo dan de fumar”.
Entonces empezó a vestirse como ellos, a llevar los mismos collares que ellos: “Entonces tenía el pelo más largo, hasta me hice trenzas". Poco a poco fue subiendo de escalafón en la banda hasta llegar a gobernar una de las zonas que controlaban los Latin King por entonces. Se convirtió en Rey. El tatuaje de una corona que lleva en su piel lo atestigua.
Por aquel entonces las peleas también ocupaban gran parte del día a día de los pandilleros. Para ello controlan a los rivales, los siguen cuando identifican a uno de ellos y hacen un trabajo de campo: cuántos son, dónde están, a qué hora llegan. “En nuestro caso nos encargábamos de dar el primer golpe y de hacer que corriesen hasta puntos concretos. Allí los esperaban otros miembros de la banda”.
Jessica
Para Jessica entrar fue más sencillo, por decirlo de alguna manera. Ella no tuvo que pasar pruebas de sangre. “Cuando llegué mi nivel académico era muy bajo en comparación con el resto de mi clase. Conocí a unas chicas en clases de apoyo con las que empecé a ir a botellones y fiestas para menores”. Entonces, con 12 años, se enamoró de un líder Trinitario.
El papel de las mujeres es muy distinto al de los hombres. “Nos usaban para sacar información. En mi caso, como era amiga de algunos Dominican Don’t Play (DDP, la banda rival históricamente) me mandaban para ver quiénes eran los nuevos miembros, para saber dónde iban a quedar…”. Pero no sólo eso.
Ellas son las encargadas, en muchos casos, de portar las armas, los archifamosos machetes que se han visto en las últimas semanas: “Cargamos con las armas hasta que llega el momento en el que ellos se pelean. O cuando viene la Policía, claro”. También son usadas por ellos para obtener placer sexual en esas fiestas a las que ella empezó a ir con sus amigas.
Jessica se quedó embarazada con 14 años de su pareja, el líder pandillero. “Me dijo que por el estilo de vida que tenía, él no podía tener un hijo. Y que tampoco estaba seguro de que fuese suyo. Yo nunca lo engañé, le tenía pánico porque me maltrataba y me pegaba, creía que podía llegar a matar a alguien si lo hacía”.
Aquello la traumatizó. Consiguió abortar en casa a base de tomarse pastillas. “Entonces llegaron los pensamientos de suicidio. Lo pasé realmente mal, y sólo fumaba (drogas) para evadirme y seguir adelante. Una amiga la consiguió sacar de aquel mundo.
“Lo primero que te enseñan es a odiar. A odiar a todos los que no sean de los tuyos, da igual de qué banda sean”, afirman los dos, casi al unísono. Y es que aunque los nombres sean distintos y cada uno tenga sus símbolos y colores, la forma de funcionar de cada grupo es similar.
“Hay que traer dinero. Cuando no puedes poner de tu bolsillo da igual, tienes que hacerlo igual”, dice Julio, que seguidamente explica que siempre se empieza robando en casa. “Yo le quitaba los collares y las pulseras a mi mamá”, aporta Jessica, para añadir seguidamente que los objetos siempre acababan en el mismo sitio: en un puesto de compra y venta de oro.
“Pero cuando no queda qué robar en casa tienes que salir a la calle”, afirma Julio. Ahí es cuando entran en juego los cuchillos y las armas, porque “un chaval no intimida a un adulto, tienes que poder robarle”. En la época de ambos los machetes no estaban tan de moda, “aunque los había”. Lo que se llevaba eran los cuchillos jamoneros, que “eran menos pesados, más fáciles de llevar, y porque en una pelea te dan distancia con el otro”.
La salida
Cuando Julio decidió abandonar a su banda no lo tuvo fácil. Lo intentó varias veces, hasta que ocurrió un suceso que lo marcó para siempre. “Hubo un homicidio con el que yo no tuve nada que ver. Aquellos en los que yo siempre confié me cargaron el muerto. No necesitaba fariseos en mi vida”, subraya.
Todos los crímenes que cometió en su vida como pandillero no le dejaban dormir por las noches. “Llegaba a casa, después de las peleas y sólo eran broncas”. Pasar todo el día alerta, por saber quién era esa persona con la que se cruzaba, por tener que cubrirse las espaldas, por mandar a otros a delinquir... Le obligaban a “fumar, fumar y fumar” marihuana. Al final terminó enganchado a las drogas.
Julio tenía claro que tenía que pagar por sus delitos. Y vaya si lo hizo. Pasó por hasta cinco centros penitenciarios. “Ver a tu madre al otro lado del cristal, llorando, sufriendo, es lo que más me dolía”. Ella, también una mujer, fue la que consiguió convencerlo para salir de la organización: “Lo intentó muchas veces, pero yo nunca la escuchaba”.
Las historias de Julio y Jessica, que nunca se habían cruzado pero que en su interior les habían convencido que tenían que odiarse, se cruzaron en un punto en Madrid. La amiga de ella y la madre de él los llevaron al Centro de Ayuda Cristiano, una iglesia evangelista en el centro de la capital, cerca de la estación de Atocha.
Este centro, asegura su pastor Alberto Díaz, ha ayudado a unos 300 jóvenes en la misma situación que los protagonistas de esta historia. Los acogen, les dan herramientas para salir de esa vida de la que huyen, “les damos clases de inglés, les incitamos a que practiquen deporte, les enseñamos a redactar un currículo para afrontar la vida laboral…”, explica Díaz.
La organización elabora un informe, llamado Observatorio de Bandas Latinas en la Comunidad de Madrid, en la que ponen cifras a esta realidad que preocupa a las fuerzas de seguridad: según sus cálculos, estas organizaciones están compuestas actualmente por 2.500 pandilleros, 500 de ellos niños de entre 11 y 13 años y 1.200 entre 14 y 18 años.
Cuando los dos se encontraron en el Centro ya habían pasado un proceso de desintoxicación, ya no eran esos chicos que buscaban imponer la ley del miedo con tan solo levantar los ojos por encima de la gorra plana que coronaba sus cabezas. Ya no se tenían odio mutuo.
“Aquí me he encontrado hasta con ñetas, y sin problema”, dice Julio, en referencia a la banda enemiga de los Latin King. El Centro funciona como comunidad, como punto de inicio para todo lo nuevo que puede venir. “Nos gustaría ser una referencia para todos los jóvenes que están ahí metidos, que vean que se puede salir y que hay una alternativa”, termina diciendo Jessica.