Son las cinco de la mañana y el termostato, curiosamente, sobrepasa por poco los cinco grados bajo cero. Un viento congelado se cuela por las puertas automáticas de Kraków Główny, la principal estación de tren de Cracovia, ciudad en el sureste de Polonia a solo 250 kilómetros de la frontera con Ucrania. En una esquina de la estación, un militar ucraniano duerme solo, sobre el suelo; echa vaho por la boca y convierte en un ovillo su cuerpo para no morirse de frío. Es desertor de la guerra, por lo que sus compatriotas no quieren saber nada de él. Ni siquiera lo dejan entrar en los centros de acogida.
Mientras las tropas mandadas por el Kremlin de Vladimir Putin continúan avanzando por Ucrania con más dificultades de las que sus analistas se imaginaban, Polonia vive un auténtico crecimiento demográfico por la cantidad de refugiados ucranianos que en pocos días han entrado en su territorio.
En las pocas semanas que el conflicto directo lleva activo, se cifran en casi tres millones los refugiados que han salido de Ucrania para intentar alejarse de las bombas y la muerte. De esos tres millones, más de la mitad, casi un millón seiscientas mil personas, lo han hecho atravesando los puestos fronterizos polacos, según fuentes humanitarias de ACNUR.
Ante esta oleada de refugiados, el gobierno de Polonia ha puesto en marcha diferentes planes de estrategia humanitaria para intentar que las personas que entran en su territorio desde Ucrania puedan estar en el país de Chopin con las mayores comodidades posibles.
En las estaciones de las principales ciudades polacas, como Cracovia, Varsovia o Lublin, puestos avanzados de voluntarios, ONGs y bomberos estatales montan carpas y espacios especiales en los que repartir comida y dar colchones cálidos a los refugiados, que en su gran mayoría viajan con lo puesto. Sin embargo, hay un perfil muy concreto de migrante que es rechazado por sus propios compatriotas y debe estar apartado la mayor parte del tiempo del grueso de ucranianos.
Tras decretar la ley marcial en su país, Volodímir Zelenski, el presidente electo de Ucrania, ordenó que todos los hombres en edad militar (esto es que tengan entre 18 y 60 años) se quedaran en su territorio para luchar contra el invasor ruso.
Aunque la orden directa implicaría ir al frente a combatir, muchos de los varones que se quedan en territorio ucraniano se dedican a realizar tareas de retaguardia como encargos de logística, cura de heridos, cocina militar o, incluso, enterramiento de cadáveres.
Sin embargo, hay multitud de hombres que no quieren jugarse la vida. En un conflicto bélico, las posibilidades de morir se multiplican, más aún estando en la retaguardia de un ejército que te puede llamar a filas en cualquier momento para combatir contra la milicia rusa, por lo que muchos deciden saltarse la ley marcial de su país y huir en busca de un lugar seguro. En Kraków Główny, duerme uno de estos hombres.
El desertor
Viste con un abrigo del ejército ucraniano y unas botas militares negras. Con la capucha de su chaquetón puesta, dormita junto a la entrada del andén número cinco de la estación. A tan solo diez metros de él, hay un espacio coordinado por la organización humanitaria World Central Kitchen y los bomberos polacos en el que hay cochones, sacos de dormir y mantas, sin embargo, él no puede pasar. No porque los voluntarios no quieran, sino porque los propios ucranianos, todos ellos ancianos, mujeres y niños, no le dejan pasar.
“Es una situación muy complicada y difícil de explicar”, relata en un inglés preciso Robert, un voluntario británico de unos treinta años que porta un chaleco amarillo de la ONG de origen español World Central Kitchen. “El gobierno ucraniano no deja que los hombres en edad militar salgan del país, por lo que los refugiados no consideran a los que salen como tal, ¿me entiendes?”.
Según Robert, son los propios ucranianos los que marginan y aíslan a los hombres que huyen del país, pues los consideran unos “cobardes desertores” que no se atreven a defender su patria. “Las mujeres los insultan y los ancianos les dicen que no son hombres de verdad. Los desprecian porque creen que no valen para nada. No los echan a empujones de donde están, pero sí que les retiran la palabra y les dejan de mirar. Se acaban apartando ellos solos”.
“Muchos como él”, continúa relatando mientras señala al soldado que duerme en el suelo, quien no quiere hacer declaraciones de ningún tipo para EL ESPAÑOL. “Tendrán que volver para luchar, aunque no quieran. El gobierno polaco no acepta apenas solicitudes de refugio de hombres en edad militar. Es casi imposible salir de Ucrania siendo un hombre de esa edad porque los militares no les dejan. Es una pena. Solo es gente que no quiere morir”.
Antes de cerrar la conversación, Robert asegura que ha conocido a muchos hombres jóvenes que se han visto en la misma situación que el desconocido que duerme junto al acceso del andén número cinco. “Son hombres que están obligados a volver para combatir”, asegura. Tolyc, de treinta y tres años, es uno de ellos.
Przemysl es una encantadora y pequeña ciudad polaca de solo sesenta mil habitantes a 28 kilómetros de la frontera con Ucrania. Dada su situación estratégica, su estación de autobuses y trenes se ha convertido en el mayor punto de llegada de refugiados de toda Polonia. Según los voluntarios de las organizaciones que trabajan en ella, se cuentan por decenas de miles los ucranianos que llegan cada día hasta este punto, desde el que salen autobuses y trenes especiales a otras ciudades más grandes, como Cracovia o Varsovia.
Sin embargo, aunque la mayoría de los autobuses parten hacia el Oeste en busca de las entrañas de la segura Europa, hay un pequeño bus destartalado que marca otro rumbo muy diferente en el letrero de su luna: Medyka.
Medyka es la aldea en la que se encuentra el paso fronterizo de Polonia con Ucrania. A través de sus puertas, cruzan cada día cientos de miles de refugiados que pisan por primera vez la Unión Europea; pero también los hay que hacen el camino inverso.
Esperando a que el bus parta, un grupo de varios hombres, mujeres y niños espera. Las caras de las mujeres y niños son relativamente tranquilizadoras, pues buscan volver a Ucrania, según las declaraciones de las propias mujeres y de algunos voluntarios, porque creen que la situación allí “se está calmando”. Sin embargo, en los rostros de los hombres se pueden leer poemas propios del malditismo más oscuro.
Todos ellos fuman. Fuman mucho, fuman desesperadamente. Llevan macutos en forma de bolsas y mochilas, pero nada que pese demasiado. Casi ninguno de ellos habla inglés – o se niega a hablarlo conmigo –, pero Tolyc, sí. Tolyc quiere hablar.
Cuando se le pregunta a qué vuelve a Ucrania, responde con un hilo de voz lo suficientemente fino y cortante como para rasgarte la piel de los oídos: “Al frente. A combatir”.
Tolyc tiene 33 años, mide, más o menos, setenta y cinco centímetros y pesa unos ochenta kilos. Tolyc mueve las piernas nervioso y busca con su mirada a alguien que se la devuelva en forma de consuelo o de apoyo o de abrazo. Cuando se le pregunta si vuelve a combatir como voluntario, responde con un yes poco seguro en el que se mezcla el tartamudeo con el hondo arrastre de la ese.
No quiere decir más de él, así que solo espera, bajo un sol impotente que no consigue calentar el calador frío polaco, a que su autobús parta. Cuando el conductor le da la orden, se sienta en cuarta fila y se pone unos cascos inalámbricos. Es ajeno al ruido del motor, que suena gritón por lo antiguo que es.
Cuando el bus se para en la rotonda de Medyka más cercana al paso fronterizo, Tolyc se baja junto a sus compañeros y pega un último vistazo al cielo polaco. Con los ojos llorosos, asiente y agradece el best of luck, dude con un inseguro asentimiento de cabeza. Justo al resto de los hombres y mujeres que vuelven a Ucrania, aparta con los brazos e intenta no chocarse con los refugiados que salen de su país y cruza la línea que dibuja, al menos sobre el mapa, la frontera entre la paz y la guerra.