Si uno sube al segundo piso de la Atalaya entenderá el porqué de su nombre. El edificio está en alto, en el corazón de Vallecas. A sus pies se extiende el parque Payaso Fofó, el barrio de Palomeras, el de Entrevías y, más allá, Carabanchel se funde con el horizonte poniente de Madrid. Este antiguo colegio es un centro okupado desde hace ocho años y, previsiblemente, lo será ya muy poco tiempo más. Pesa sobre la casa una orden de desalojo que terminará de fulminar al movimiento okupa en la capital.
Hace poco más de dos semanas fue desalojada la Enredadera, tras 13 años de okupación en Tetuán. En los últimos años, estos centros sociales okupados (CSO) de Madrid han ido cayendo como fichas de dominó: la Dragona, la Traba, la Salamanquesa, el Patio Maravillas… La Ingobernable sobrevive a duras penas en el Distrito Centro tras dos desalojos y lejos de sus días de gloria en el paseo del Prado. La Atalaya es el último gran oasis okupa de Madrid junto con la EKO de Carabanchel y la Casika de Móstoles.
El pasado martes 10 de mayo, el Juzgado de Instrucción número 47 de Madrid dictó una orden de desalojo y dio a los okupas —que forman varios colectivos diferentes— cinco días para abandonar el inmueble. El edificio era el antiguo IES Magerit y pertenece a la Agencia de Vivienda Social (AVS), antes conocida como IVIMA y dependiente del Gobierno de la Comunidad de Madrid. Asimismo, el juez imputa a Pablo (en la foto de apertura de este reportaje) y a Sara sendos delitos por usurpación del espacio y defraudar la corriente eléctrica. “Somos cabezas de turco”, protesta Pablo en conversación con este periódico. Podrían haber sido ellos, o cualquiera que pasara por ahí, según su relato.
Es miércoles por la tarde cuando este reportero llama al timbre de la casa okupa. Desde fuera ya se oyen los golpes del colectivo de artes marciales, que entrena en el patio. A los pocos segundos, una pareja abre la pesada puerta de metal.
—¿Está abierto, no?
—Sí, sí —responde el hombre mientras abre paso.
—Genial. Es que con el tema del desalojo, no sabía si se había cerrado.
—Lo mejor que podemos hacer ahora es seguir con las actividades.
Aprovechar hasta el final. Esa es la filosofía imperante ante lo que se viene. Por lo que a los okupas respecta, en cualquier momento pueden aparecer los temidos furgones de policía y desmantelarles el tinglado. Por eso las actividades se desarrollan con normalidad. En el patio, un grupo de jóvenes practica boxeo. Otro colectivo forma un corro y lo que parece un debate.
El primer destino es el rollerpark de la segunda planta. Es uno de los últimos proyectos construidos en este espacio. Los módulos de madera han pasado ya por tres lugares okupados distintos, entre ellos la Traba, que llegó a albergar uno de los mayores bikeparks cubiertos de nuestro país. Allí grabó el grupo Def con Dos varias tomas de su videoclip España es idiota, allá por 2012.
El rollerpark de la Atalaya es obra del citado Pablo y unos cuantos patinadores de Madrid. “Entramos aquí después de la pandemia”, explica Pepe (nombre ficticio por petición suya). Los módulos consisten en dos cajones y una barandilla en bajada que dan a un quarter pipe. Es decir, una disposición habitual para practicar patinaje agresivo. Pepe se mueve con notable destreza por el espacio; Pablo, algo menos; y este periodista, directamente, da pena. Hace más de una década que este deporte no forma parte de mi rutina.
En esa misma planta está el rocódromo, que impresiona todavía más que el rollerpark. Este espacio tiene más tiempo, unos cinco o seis años, según cuentan algunos miembros del colectivo Boulder Kas. “¿Nos puedes hacer una foto a las chicas?”, pide May. “Creo que hay que visibilizarnos. Todo el deporte, en general, es bastante machista, pero la escalada…”. Dicho y hecho. Sonreíd.
La tercera parada es un lugar especialmente singular: el taller de bicicletas custom. Hace ya años que Rocha, un trabajador del sector aeronáutico, se instaló en una habitación de la primera planta para construir bicicletas en su tiempo libre. Agarra ruedas de aquí, cuadros de allá, piñones de más allá… y poco a poco, ha construido un centenar de bicicletas que fácilmente podrían costar 300 o 400 euros en el mercado. A él se le fueron uniendo varias personas, como un ucraniano con aspecto de hooligan que rondará el metro noventa y que es verdaderamente encantador.
“Aquí se respeta a todo el mundo”, afirma el ucraniano al saber el nombre de esta cabecera. “Yo tengo amigos en el cuerpo de Policía Nacional”. Y, además, es un ucraniano que se mueve entre “muchos prorrusos” presentes en la casa.
El taller ahora vive sus horas bajas. Si antes la estancia la ocupaban 20 o 30 bicicletas, ahora solo hay cuatro terminadas. “Lo hemos sacado todo”, afirma Rocha. La explicación es obvia. Entre los contertulios que se juntan en el taller está Sara, la otra imputada, una joven que no llega a los 20 años.
—¿Cómo te identificaron?
—Fueron dos secretas, cuando salía de aquí.
—¿Sin más?
—Sí, fue el 8M, que salía de coger una pancarta.
Los agentes de paisano le pidieron la documentación y la identificaron. A Pablo, ni eso. “Creemos que le cogieron la matrícula del coche y le vieron entrar”, afirma Sara. “Por eso también tenían su móvil”. Pablo corrobora esta teoría: “Siempre aparco en la puerta. ¡Hoy he aparcado en la puerta!”.
“Un fin social”
Fuentes de la AVS confirman a este periódico el auto de desalojo y la imputación de estas dos personas. En la causa también está personada una importante compañía eléctrica, que mantiene una polémica abierta en la Cañada Real de Madrid. “Iniciamos un expediente para recuperar el edificio”, señalan las fuentes consultadas. “Ahora el juez está analizando el recurso [que interpusieron los okupas y que ha paralizado, por el momento, el desalojo]”. El objetivo de la AVS para con este edificio es “destinarlo a un fin social”. Queda por ver qué decidirá el juez, pero los augurios no son buenos para los okupas.
“Parece que solo les interesa un espacio cuando se empiezan a hacer cosas dentro”, protestó uno de los portavoces de la Atalaya en la multitudinaria rueda de prensa celebrada el pasado martes frente a la Asamblea de Madrid. Por su parte, el abogado de la casa, Erlantz Ibarrondo, no ha atendido las peticiones de información de este periodista.
Además de los colectivos visitados, en La Atalaya hay una huerta, un taller de forja, una biblioteca y hasta un banco de alimentos manejado por el colectivo Somos Palomeras, antes llamado Somos Tribu VK. Hace dos años, este colectivo recibió el Premio Ciudadano Europeo 2020-2021 entregado por el Parlamento Europeo.
Esta red de solidaridad vecinal surgió de manera espontánea el 14 de marzo de 2020, es decir, el día que comenzó el confinamiento domiciliario por el estado de alarma. El objetivo era, simple y llanamente, ayudar a las personas más vulnerables del barrio. El jurado destacó la “importancia social, promocionando la cohesión y el voluntariado” de esta plataforma.
Actualmente, el colectivo lo autogestionan las propias personas necesitadas de Vallecas. "Dimos un paso a un lado para que se implicaran más", afirma Víctor, uno de los pioneros del proyecto. Desde que se puso en marcha, las donaciones superan los 200.000 euros y han ayudado a unas 1.500 familias de Vallecas, según las cifras de Víctor.
Todo esto convierte a la Atalaya en un lugar único en Madrid, una suerte de oasis autogestionado para los jóvenes —y no tan jóvenes— de Vallecas. El único sitio similar que queda en Madrid capital —en cuanto a espacio, número de actividades y antigüedad— es la EKO de Carabanchel. En Móstoles sobrevive el centro más veterano de la Comunidad, la Casika, que lleva 23 años en manos de okupas.
El pasado mes de abril se okupó una sede del Banco Santander abandonada, rebautizada como CSO Amparitxu. Está en el número 10 de la calle Padre Claret, en el distrito de Chamartín, y difícilmente alcanzará el tamaño y la relevancia que han tenido otros centros como la Atalaya, la Dragona o la Ingobernable.
La Dragona fue desalojada en el año 2019, en los primeros meses del mandato de José Luis Martínez-Almeida, tras 11 años ocupando uno de los edificios que bordean el pórtico de entrada al cementerio de la Almudena. De nada sirvieron los esfuerzos de Manuela Carmena en que los okupas aceptaran un régimen de semiautogestión como tiene la Tabacalera de Lavapiés, por ejemplo.
—Si se planteara, ¿crees que la Atalaya aceptaría algo así?
—No, ni de coña —responde Pepe, el veterano patinador.
Por su parte, el desalojo de la Ingo fue casi una promesa electoral de Almeida. La cumplió a los cinco meses de llegar al cargo. El colectivo okupó dos edificios después y, actualmente, permanecen en la calle de la Cruz, en un edificio propiedad de los hermanos Fernández Luengo, dueños de la cadena de peluquerías Marco Aldany.
El sol está bajo en el cielo de Vallecas y los rollers que hay en la segunda planta se quitan los patines. Pepe alumbra un porro mientras se lamenta por lo que se viene encima, por haber trabajado tanto en el espacio para nada. "¡Qué pocas posibilidades le vi a esto!", exclama Pablo, en referencia a la habitación convertida en rollerpark. “Sí, lo veíamos pequeño”, añade Pepe. “Para que te hagas una idea, aquí había una montaña de mierda así”, y marca con la mano a la altura de su cuello.
Del altavoz de la esquina salen los acordes de Everlong, de Foo Fighters. Tras las ventanas se dibuja un atardecer dorado. Unamos esos dos factores al tono de la conversación y servida queda la melancolía. “Voy a hacer fotos”, dice Pepe antes de apagar la luz. Parece que tiene muy claro que esta ha sido su última patinada aquí.