Quien más y quien menos tiene alguna pulsión de compra. Hay quien no puede dejar de comprar zapatos, aunque tenga pares y más pares acumulados en casa esperando a ser estrenados o gastados. Para algunas de estas compras compulsivas existen hasta nombres virales, como ocurre con el tsundoku, ese patrón de compra en el que los lectores se hacen con libros y más libros nuevos por mucho que tengan una pila inmensa en casa esperando a ser leída. Pero, ¿por qué no podemos resistirnos a comprar según que cosas? ¿Por qué olvidamos los libros por leer cuando nos cruzamos con un título atractivo en una librería? La culpa podría estar oculta en nuestro ADN.
El ADN se emplea para explicar muchas de las cosas que marcan el día a día y nuestra propia existencia. También podría ayudar a comprender nuestros patrones de consumo y nuestras relaciones con las marcas y los productos. Al otro lado del teléfono el especialista en la materia Elías Azulay reconoce a EL ESPAÑOL que es todo un poco más complejo que decir que el ADN nos lleva a comprar ciertas cosas. Para explicar cómo y por qué nos comportamos de una o de otra manera, hay que dar una explicación científica con muchas más aristas, porque la genética es un área compleja. Aunque, para quienes somos menos duchos en la materia de ciencia y genética, concede que podemos simplificarlo todo resumiendo en que, sí, nuestro ADN marca nuestro consumo.
Puede parecer determinista –aunque Azulay insiste en que no lo es– pero la genética tiene un impacto muy importante en cómo respondemos a los estímulos y cómo, por tanto, nos comportamos. Y, por ello, el ADN podría servir para comprender todo tipo de cuestiones, incluido cómo y por qué compramos y cómo las empresas deben hacer marketing para convencernos de que sus productos son los más adecuados. Elías Azulay es, de hecho, desarrollador del ADN emocional y colaborador de IO Investigación, compañía que apunta que es el “único centro de investigación en España que utiliza esta técnica para sus estudios de mercado”.
Partiendo de la información que arroja la genética, han logrado crear ocho modelos de consumidores que reaccionan de forma diferente al consumo y que prefieren cosas diferentes. Es, por resumirlo de alguna manera, como un horóscopo genético en el que clasificarnos según nuestros patrones de consumo. Así, por ejemplo, han identificado a compradores snobs, a otros espontáneos, impulsivos, románticos, exigentes, dependientes, racionales o estratégicos, que compran de forma muy diferente y tienen escalas de valores y expectativas distintas. Azulay reacciona con humor a la idea de resumirlo todo en un horóscopo genético, aunque insiste en que detrás de todo esto está la ciencia.
Lo que la genética cambia
Cada perfil de consumidor –y cada genética– cambia no solo qué compramos sino también qué nos gusta más o menos. “Hay gente que no va a comprar un coche eléctrico por más que se le diga”, apunta Azulay. Por muy racionales que sean los mensajes y por mucho que se presenten de la mejor manera, para ese nicho de consumidores no funcionarán. Lo que los motiva son otras cosas.
Las preferencias, el aquello que realmente nos gusta, no siempre son las que se dan por sentadas. Por ejemplo, si se preguntase a la gente cuál es el color favorito, la lista estaría llena de recurrentes tonos de favoritos, como el rojo o el verde. Los cálculos de ADN emocional apuntan a que, en realidad, la gama que tiende a generar más emociones positivas es la que va del violeta al añil.
También cambia cómo reaccionamos a los olores, por poner otra muestra. Lo que nos huele bien –y nuestros aromas favoritos– depende mucho de qué tipo de consumidor se sea, de en qué signo de ese horóscopo genético entramos. Así, por ejemplo, los olores dulces y los florales-cítricos horrorizan a los consumidores snobs, que tienen por el contrario un 75% de sensibilidad favorable a los olores químicos y a los leñosos-resinosos y un 74% a los mentolados y refrescantes. Si eres un snob, preferirás que todo huela a hierbabuena antes de que lo haga a rosas. Para los consumidores más racionales, por poner otro ejemplo, las preferencias van hacia lo químico y lo leñoso, pero también hacia los olores ahumados-quemados.
Y, además, nos hace más o menos sensibles a unos productos que a otros. Ante un nuevo modelo de cafetera, ya existirá un grupo de consumidores que esté más dispuesto a comprarla antes de que llegue al mercado; pero también otro que no solo la quiera, sino que la desee con intensidad. Se podría decir que tu genética explica si el último modelo más sofisticado de cafetera Nespresso te ha dejado indiferente o si fuiste con emoción al punto de venta a hacerte con ella en cuanto llegó al mercado.
La personalidad como barómetro
Lo interesante para las marcas –y lo que resulta un tanto más inquietante para los consumidores– es que los estudios de mercado que parten de la genética se adelantan a los comportamientos de compra. “Todo lo que hacemos es predictivo”, explica Elías Azulay. “Antes de que compres ya sabemos qué quieres”, asegura, antes incluso “de que el consumidor sea consciente de lo que quiere”.
Algunas compañías de telefonía y de banca han hecho ya algún estudio para determinar niveles de enfado de los consumidores ante el mal servicio y dónde está el nivel de fuga, ese momento en el que dices hasta aquí. Eso es lo que diferencia al ADN emocional de cómo se han estado haciendo las cosas en el marketing. Ahora, las marcas necesitan que actuemos para comprender qué nos puede interesar, porque emplean los datos de nuestros comportamientos pasados para entender nuestros intereses futuros.
Aun así, las marcas ya han usado nuestra personalidad para intentar convencernos de que comprásemos unos u otros productos durante largo tiempo, antes incluso de que las explicaciones de nuestro comportamiento estuviesen ligadas a la genética. “La psicología estudia la personalidad desde hace mucho tiempo”, explica José Ortiz, director creativo y psicólogo especialista en marketing de Rookie Soul, recordando que “cada uno tiene una personalidad única”. La clave –para la psicología y para el marketing que la emplea desde siempre aunque ahora la ciencia sea más sofisticada– ha estado en comprender los rasgos de personalidad y cómo impactan. Ahí está el ejemplo básico, pero fácil de entender, de cómo una persona extrovertida preferirá ser el centro de atención y una más tímida quedarse en segundo plano.
Nuestros rasgos de personalidad se suman a nuestra edad, nuestros ingresos, nuestra zona de residencia y otros datos demográficos a lo que las marcas ya usan como palanca para comprender por qué compramos y qué hará que nos convenzan mejor con sus productos. Incluso, recuerda Ortiz, las propias marcas tienen sus personalidades, “que suele atraer a un tipo de persona muy concreto”.
Igual que buscas amigos con personalidades afines, prefieres marcas con personalidades que encajen con la tuya. Ferrari, apunta Ortiz, es un ejemplo de marca con una personalidad diferenciada, “deportiva y que busca la excelencia”. En algunos de sus coches del pasado, sus usuarios ni siquiera tenían indicadores que les marcaran el consumo, apunta el experto, porque la personalidad de la marca era una en la que lo que gastabas no resultaba relevante.
El gran reto está en la ética
Pero, volviendo al ADN y su impacto en cómo compramos, ¿nos espera entonces un futuro en el que cada vez que crucemos la puerta de un centro comercial demos una rápida muestra de saliva para que nos den las ofertas más personalizadas posibles? La idea parece bastante distópica y un tanto invasiva, pero también poco factible por cuestiones de privacidad.
Como recuerda Elías Azulay, cuando se testea nuestro ADN no solo se logrará saber si es más posible que los olores florales funcionen o no para nosotros, sino también una gran cantidad de información sensible, como por ejemplo datos sobre nuestra salud. Por eso, es importante tener en cuenta los neuroderechos de la población. Todavía no es una ley, pero sí un código deontológico que se está impulsando desde la propia comunidad de investigadores en neurociencia. “No queremos abusar de la información” asegura el experto.
Ahora mismo, para llegar a conclusiones, se usa investigación en ADN, tests de preguntas a consumidores muestra y algoritmos que utilizan toda esa información. Los modelos matemáticos se encargan de establecer conclusiones, cruzando miles de millones de probabilidades, en lugar de ir sacando saliva a saliva a los consumidores y partiendo del anonimato. Y al final, o al menos eso es lo que insiste el experto, “la persona es dueña de sus actos”. Saber qué les interesa más cambia, apunta, el tipo de mensaje que se les lanza para no estar mandado spam que no les resultará relevante.