La historia de Quique Rivero es de esas que estremecen de terror pero llenan de esperanza. Sufrió los horrores de la tortura durante la dictadura argentina de Jorge Videla, perdió a compañeros tras los estruendos de las balas y fue forzado a dejar atrás a su país y a su familia. Hoy regenta la mejor pizzería de Madrid, Novecento, un local legendario del barrio de Aluche que recientemente ha sido galardonado por la Guía Repsol con uno de sus prestigiosos soletes, un premio que condecora a cafeterías, bares, tascas, bodegas, pizzerías y otros restaurantes de 'carta informal' en los que, en palabras de la guía, "se come de vicio".
Como buen polímata, Rivero se reconvirtió para sacar adelante un negocio que aprendió desde cero, ya que él nunca había sido cocinero antes de llegar a España. A pesar de que han pasado 44 años desde su aterrizaje en Madrid-Barajas aquel 7 de diciembre de 1978, un día después de que se aprobase la Constitución Española, los fantasmas del pasado no han dejado de atormentarlo. No ha olvidado las celdas, los gritos, las palizas, los vuelos de la muerte, el llanto de un país que se desgajó por la tiranía y las voces ausentes de los 30.000 desaparecidos bajo la dictadura militar. Es una historia de más oscuros que de claros. Pero todo a su tiempo, porque este es un viaje en etapas que comienza con una caña y un café.
Rivero recibe a EL ESPAÑOL en Pizzería Novecento, a la que ha puesto el sobrenombre de 'Un lugar en Aluche'. Viste con su característico sombrero negro y una camisa veraniega a pesar del frío otoñal. Luce, como de costumbre, una prominente barba gris y una coleta que le llega hasta el final de la nuca. Sus manos, demasiado jóvenes para los 68 años que ya carga a sus espaldas, descansan sobre el mantel de cuadros blancos y rojos de una de las mesas de su local. De las paredes del mismo le observan, enmarcados en negro, los ojos de Ingmar Bergman, Janis Joplin, Jim Morrison, Giulietta Masina y Julio Cortázar. En los altavoces ruge el solo de guitarra de Procol Harum en Repent Walpurgis, mientras que de la cocina emana el olor de la masa de pizza recién horneada.
Cine, música y comida se dan cita en una pizzería que, durante sus 25 años de vida, apenas ha cambiado. Es una cápsula del tiempo. De otro tiempo. Uno que fue mejor. Uno en el que la gente tenía cosas que contar. Quizás por eso fue el escenario escogido por Netflix para rodar parte de la película La jefa con Aitana Sánchez-Gijón o por RTVE para rodar un capítulo de Los oficios de la cultura, donde se entrevistaba a uno de sus comensales estrella, Julio Ruiz, el periodista más longevo de la radio española, presentador del programa Disco Grande en Radio 3. Fernando León de Aranoa y el director de fotografía de Princesas, Ramiro Civita, también se pasaron por allí para rodar, pero no les daban los tiros de cámara. El espacio era más pequeño de lo que aparentaba. Quizás, por eso, a todos le parece un lugar tan acogedor, hogareño. Son pocos metros cuadrados, pero cada uno está repleto de historias. Cada decorado, cada cuadro, cada cita, cada figura, asegura Rivero, tiene su propio relato.
Lo que muy pocos saben es que las paredes de la pizzería Novecento se cimentan sobre las dolorosas memorias de aquellos años de barbarie sufridos por su dueño. Si su negocio existe es gracias a la indemnización que recibió por parte del gobierno de Argentina cuando llegó la democracia. Las organizaciones pro Derechos Humanos lograron que se reparara económicamente a las víctimas de las represalias de la dictadura, y como él fue uno de los "desaparecidos", de los torturados, de los encarcelados por sus ideas políticas, recibió su parte, con la que alquiló y reformó el local y montó su propio negocio junto a su esposa, la española Adela Vera Baltanás.
Secuestrado, detenido, desaparecido
La historia de Enrique Rivero comenzó un 2 de enero de 1954. 5 años atrás, su madre abandonó la España de posguerra y emigró a Buenos Aires en busca de una vida mejor. Atrás dejaba los recuerdos de la Asturias minera e históricamente republicana. También el de dos hermanos caídos durante la guerra. Uno de ellos fue fusilado por la dictadura franquista tras el fin de la contienda. Un represaliado más de la familia Rivero. El otro murió por un error absurdo: durante una reunión familiar dejó su fusil apoyado en una pared, con la mala suerte de que los niños empezaron a juguetear con él. El arma se disparó, la bala atravesó la pared contigua y el cuerpo de su tío cayó fulminado.
"Tuve una infancia y una primera adolescencia muy bonita", evoca Quique Rivero, quien nunca conoció las penurias de la posguerra al haber nacido en Buenos Aires. "Guardo grandes y gratos recuerdos de aquella época", confiesa. "Pero luego las cosas se empezaron a torcer. Tomé contacto con amigos del barrio que empezaron a pasarme propaganda de partidos políticos de izquierdas, hubo mucha actividad social, estudiantil, fabril. Era un momento explosivo en toda América Latina. Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Bolivia, Paraguay: la Latinoamérica convulsionada de los 60 y 70, con mucha dictadura militar, represión, persecuciones a jóvenes por ser jóvenes, a estudiantes, a trabajadores, a intelectuales. Ese era el pan nuestro de cada día desde mediados de los 60 hasta la dictadura de Videla, que fue la más cruel que se vivió en ese país".
Rivero se refiere a la época de deterioro institucional y democrático al frente de la cual estaba María Estela Martínez de Perón, quien había sustituido a su marido, recién fallecido, en la presidencia de la Nación de Argentina el 1 de julio de 1974. También fueron los años de la aparición de la Triple A, la Alianza Anticomunsita Argentina, una organización paramilitar vinculada al tercer peronismo encargada de asesinar a activistas políticos de toda índole de izquierdas. Esta etapa de convulsión culminó con el golpe de la Junta Militar de Videla y la instauración de una sanguinaria y represiva dictadura que obligó a miles de personas a exiliarse. Grandes figuras como el actor Héctor Alterio o la cantante Mercedes Sosa, amenazados de muerte por la Triple A, tuvieron que huir para no ser represaliados.
Quique Rivero no tuvo tanta suerte. Por aquel entonces trabajaba en una fábrica textil, Grafa, acrónimo de Grandes Fábricas Argentinas. "Me vinculé al sector sindical de la fábrica con sólo 21 años. Nunca supe si fue casualidad, pero caminando un 6 de diciembre de 1975 por el centro de Buenos Aires a mí me detiene la policía. Y, sin argumentar nada, me llevan a una comisaría. Me encapuchan, me encarcelan, me secuestran, me desplazan a un lugar que después supe que era el departamento central de la policía en la capital. "Pasé a ser lo que luego se conoció como un 'desaparecido'. No figuraba en hospitales, comisarías, cuarteles. Durante 13 días estuve entre la nada y la eternidad. Es lo que después se convirtió en una política constante durante la dictadura. De ahí la denuncia permanente de que hay 30.000 desaparecidos en la Argentina".
La Policía Federal Argentina lo mantuvo detenido-desaparecido hasta el 19 de diciembre, casi dos semanas de horror en las que le practicaron toda clase de torturas, desde el cruel submarino –sumergir la cabeza en un cubo de agua– hasta la temida picana, la aplicación de corriente eléctrica en la piel. No faltaron los pinchazos con agujas en las pupilas y las palizas constantes. "Querían sacarme información de la fábrica donde yo trabajaba, pero apenas sabía nada. No conocía a mucha gente porque llevaba un año. Sólo querían saber si había miembros de las guerrillas".
Mientras sufría toda clase de vejaciones, su primera esposa dio a luz. Él fue detenido el 6 de diciembre y su hija nació el día 9. No la conocería hasta cuatro años después, cuando se reencontraron en Madrid. "Nunca tuve un juicio, una causa de la que se me acusase. No estaba haciendo absolutamente nada. Tras esos 13 días de cautiverio me 'legalizaron' y me metieron en la cárcel. Así pasaron tres años de mi vida, de prisión en prisión. La última en la que estuve fue una de las más asesinas que hubo durante la dictadura militar, la Unidad Penitenciaria Número 9 de La Plata, conocida como la cárcel La Modelo. Recuerdo que allí sacaban a gente y, simplemente, la torturaban o la mataban. Era una política de destrucción. Algunos compañeros míos fueron secuestrados y asesinados con sólo 20, 21, 22 o 23 años. Muy jóvenes. Toda una generación masacrada".
Durante aquellos aciagos años de cautiverio Quique Rivero compartió celda con legendarias figuras de la resistencia argentina como Carlos Slepoy, abogado que asesoró a cientos de familiares y víctimas de la dictadura argentina, chilena y guatemalteca y que falleció hace un lustro precisamente por culpa de las complicaciones derivadas de un disparo que recibió por la espalda en 1982, cuando era miembro de UGT, todo cortesía de la policía de Madrid. El futuro pizzero también compartió espacio con sacerdotes, dirigentes sindicales, profesores universitarios, estudiantes, obreros, dirigentes barriales y campesinos, ya que "la represión fue absoluta y contra toda fuerza popular".
Novecento: un nuevo amanecer
Como la dictadura de Videla comprobó que Rivero no era lo suficientemente peligroso para el régimen como para ejecutarlo, decidieron permitirle el exilio. No podía viajar a ningún país colindante con Argentina, por lo que Uruguay, Paraguay, Bolivia y Brasil, algunos de los cuales aún seguían bajo regímenes autoritarios, estaban descartados. Su única vía de escape era España, el país de su madre y de sus abuelos. Su familia le compró un pasaje –de otra forma habría permanecido en prisión hasta 1983, año de llegada de la democracia con Ricardo Alfonsín– y dejó atrás Argentina. Para siempre. Ni siquiera pudo volver para despedir a su madre y a su padre cuando fallecieron años después. Tuvo que esperar a 1987, 12 años después, para retornar a una ciudad que ya no reconocía.
"Salí de la celda, me llevaron a comisaría y de ahí al aeropuerto. Me metieron en un avión a Barajas. Al capitán le dijeron: 'Este pasaporte se le entregará al reo en el aeropuerto a través de la Guardia Civil española'. Y así fue: al aterrizar se me acercaron dos policías y me lo entregaron. 'Me tiene que decir usted una vivienda donde vaya a estar hospedado', me preguntaron. Yo no tenía ni idea de qué decir, porque la única dirección que traía en el bolsillo era la de un pequeño pueblito de Asturias. 'En este momento usted queda en libertad'". Era 7 de diciembre de 1978, justo un día después de que España votase aprobar la Constitución Española. Quique Rivero se encontró con una nueva vida en un país que también renacía de los añicos de una dictadura.
Su hoy expareja y su hija llegaron tres meses después gracias a un programa de reunificación familiar en el que estaban trabajando numerosos organismos pro Derechos Humanos. Los próximos años de vida los dedicó a vender bisutería ambulante en el Rastro. En 1979, Rivero adquirió la condición de refugiado político gracias a ACNUR. Mientras compaginaba trabajos, empezó a ganarse fama de buen pizzero entre sus amigos de las colonias argentinas de Madrid. "Yo he sido siempre amante de la pizza, así que empecé a hacerla en casa, sin tener el más mínimo conocimiento. Los sábados por la noche nos juntábamos muchas personas y las preparábamos".
Curtió su pasión por la pizza trabajando en dos emblemáticos restaurantes de carta italoargentina: La Gata Flora y Mastropiero, ambas en el barrio Malasaña. Por aquel entonces, los organismos de derechos humanos argentinos aún seguían peleando por conseguir una retribución económica para todos los represaliados de la dictadura. "Se aprobó que a personas que, como yo, sufrimos la cárcel y tuvimos que exiliarnos, fuéramos compensados con una paga económica. Lo conseguí en 1995. Con ese dinero puse la pizzería Novecento. Abrimos el 19 de marzo de 1998, día del padre San José". Fue hace 25 años. Desde entonces, el local apenas ha cambiado.
Al preguntarle por el origen del nombre es inevitable pensar en la película de Bernardo Bertolucci. "Quedaba año y medio para llegar al 2000", recuerda. "Se hablaba del fin de una era, del caos, así que buscamos algo que tuviese que ver con ese milenio que estaba por terminar. La película de Bertolucci nos encantaba porque era muy representativa de todo lo que se había vivido en el siglo XX. ¿Sabes por qué supimos que había sido una buena elección? Porque justo en el año 2000, El Mundo, entonces dirigido por Pedro J., sacó una colección de 100 películas en VHS. ¿Sabes cuáles fueron las dos primeras entregas? Novecento, parte 1 y Novecento, parte 2, las más representativas del siglo pasado. Ahí las tienes", y señala una esquina de su local donde pueden verse los ejemplares de la colección.
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Mientras responde a las preguntas de EL ESPAÑOL, el local empieza a llenarse de gente. La mayoría son clientes habituales, viejos amigos y conocidos que abrazan o estrechan la mano al afamado pizzero argentino. Desde los altavoces chilla esta vez un saxofón. Quizás John Coltrane o Charlie Parker. Apenas se distingue por el bullicio. Los comensales piden la carta: empanadas de humita, matambre de roquefort, chorizos criollos, provoleta al horno y una selección de más de 30 pizzas cuya masa es hecha a mano cada mañana por él y su esposa Adela. Margarita, fugazza, putanesca, cuatro quesos, funghi, fruti di mare... Es difícil decidirse.
¿La receta de su éxito? Quique lo tiene claro: "¡Amasamos todos los putos días!", estalla entre risas, cambiando el tono sombrío de la conversación. "Preparamos la masa, la estiramos, estamos tres horas dale que te pego cada mañana. Pura artesanía. Las tartas saladas, las quiché, las empanadas: todo lo preparamos nosotros dos solos. Antes teníamos abierto abajo y éramos cuatro, pero tras la pandemia ya no nos sale rentable. Y menos con cómo están los precios de la electricidad... En julio nos dejaron temblando".
Rivero confiesa que este ejercicio de memoria le ha venido bien para exorcizar los demonios que marcaron su vida. El pizzero toma el último trago de su café italiano, siempre solo, siempre negro como el carbón. "Cuando montamos Novecento siempre tuve presente la responsabilidad de saber de dónde provenía el dinero, pero sobre todo el por qué. Quiero honrar la memoria de una generación que buscó decididamente un mundo mejor; rendir homenaje a los muertos, a los 30.000 detenidos desaparecidos, a los presos políticos, a los exiliados. Con la historia y con la memoria no se juega ni se banaliza", sostiene, firme, impetuoso.
"Yo sé dónde estoy. Estoy vivo gracias a la lucha de las madres, abuelas e hijos de la Plaza de Mayo. A distintos organismos que nunca han dejado de velar por nosotros. Gracias a ellos aún hoy se siguen celebrando juicios contra gente vinculada a la tortura. ¡Videla murió en la cárcel como el criminal de guerra que era! No es algo baladí", asegura. Cuestionado por si al echar la vista atrás siente nostalgia por su tierra, Quique Rivero, el mejor pizzero de Madrid, concluye: "Yo aprendí a decir que me siento más madrileño que porteño, pero no más español que argentino". Levanta la mirada hacia el local. Lleno, como casi todas las noches. Ahora suena Riviera Paradise de Steve Ray Vaughan y Double Trouble. Se levanta, se despide cordialmente y desaparece en la cocina. Es hora de seguir con la magia de Novecento.