Poco antes de las 8 de cada mañana, cuando la ciudad está aún espabilando, José Javier Castro sube la verja de la carbonería que regenta en el madrileño barrio de Tetúan. Solo quedan tres negocios así en la capital -incluyendo el suyo-; tres "dinosaurios", como él los llama cariñosamente. Lleva más de cuarenta años realizando la misma rutina de enero a diciembre, sin vacaciones ni fiestas que pueda guardar porque los pedidos siempre están ahí y "alguien tiene que atenderlos". Su padre montó el negocio en el año 36 y José Javier se unió a él cuando apenas tenía 21 años. Recién llegado de la mili. La crisis apretaba en los años 80 y tuvo que abrazar esta salida.
El local en el que recibe a EL ESPAÑOL sigue siendo el mismo de entonces, y su tradicional rótulo lo atestigua. Eso sí, no está tan atestado como antaño, cuando su padre y él debían recurrir incluso al altillo como almacenaje. "No podíamos ni movernos entre los sacos", rememora. Ahora sí, se mueve con destreza por sus breves metros cuadrados para apilar los sacos de carbón vegetal y mineral que tiene que servir.
Levanta los 20 kilos que pesa cada uno sin despeinarse. Uno tras otro los carga en el carro, pum, pum. Y luego a la furgoneta. Su diligencia es elegante, aunque lleve las manos tiznadas. "Esto te metes a la ducha y sale todo, lo prefiero a ser pescadero; el olor del pescado lo llevas toda la vida". Hoy la ruta le llevará primero a Vallecas, después por Avenida de América, más tarde a Plaza de Castilla y a Pitis y, al cabo, "donde salga". Se conoce la ciudad igual o mejor que un taxista y, dentro de la dureza de su oficio, aprecia poder conocer "a tanta gente, al ir a tantos sitios". Y recorrer esos lugares, también lo valora: su oficina es la Comunidad de Madrid entera.
Sus principales clientes son los restaurantes, todos aquellos asadores que requieren carbón, en este caso vegetal. "La mayoría son de tipo asador y lo necesitan para las carnes. Hoy en día es lo que mueve el negocio del carbón, ese carbón de encina para cocinar en restaurante. Luego casas particulares queda alguna cocinita de estas antiguas de mujeres mayores que están por la parte de Tetúan, Usera y Carabanchel, y otra que resiste en pleno Alonso Martínez". Su dueña, cuenta José Javier, es una mujer de 96 años que paga un alquiler de renta antigua por una casa de 300 metros y que le pide dos o tres sacos para pasar el mes. "Intentan echarla como sea", lamenta. A ellas, a las propietarias de esas cocinas en extinción, les sirve carbón de piedra, mineral; son unas rocas más brillantes que el carbón de encina, que es pura madera: "El carbón vegetal viene casi todo de Extremadura y Salamanca, pero el de piedra viene de fuera, porque aquí las minas cerraron todas. Viene de Ucrania, Sudáfrica, Japón…".
Eso también es un problema, porque muchas veces al mayorista no le sale a cuenta importarlo: "Si antiguamente el contenedor de barco le costaba tres mil euros, ahora le vale diez o doce mil". Así que a veces José Javier se las ve y se las desea para conseguir la materia prima de su trabajo. En ocasiones, incluso, tiene que pedírselo a los pocos compañeros que le quedan en Madrid para no dejar desatendidos a los restaurantes, que no dejan de demándarselo. También se lo reclaman las cocinas fantasma o clandestinas, que van con el signo de los tiempos, y que tanto desconciertan al repartidor: "Llegas ahí y dices ‘no puede ser’, entras en un piso, hay cuatro personas cocinando y la barbacoa la tienen en la terraza".
Los precios, imparables
Las cifras del negocio de José Javier han bajado significativamente desde la época boyante del carbón: "Nos llegaban a pedir 100 o 150 sacos al día. Ahora no suele pasar de 20", resalta. Sin embargo, el trabajo hay que sacarlo con más rapidez que en aquellos días, puesto que los horarios de la hostelería han cambiado. "La gente abre tarde, antes podías ir a los bares a las 8, ahora tienes que ir a partir de las 10, y como normalmente a partir de la 1 ya no puedes entrar tienes que repartir en pocas horas". El carbonero madruga sin tregua, algo que acepta también con la misma resignación. El pitido del despertador no le duele salvo cuando llega el cambio de hora: "Lo malo es que ahora te levantas y son las cinco", dice mirando hacia arriba, suspirando un poco.
Desde hace poco tiempo, por aquello de la concentración en el horario, José Javier tiene un ayudante con el que se reparte los pedidos. Antes le echaba una mano su hija, pero no quiere su vida, de tanto sacrificio, para ella: "Estuvo cuatro o cinco años, pero en este oficio te da lo mismo tener fiebre que no. Desde que he estado aquí solo me he cogido una baja, porque se me rompió un gemelo subiendo leña a un chalet".
Porque José Javier también sirve leña, y ahora con la crisis, más todavía: "Se nota en gente que nunca había usado la chimenea, por ejemplo estas casas de la Castellana, que nada más la ponían en Navidad por eso de la cena y la familia y ahora te llaman para encenderla un poco más, porque las calefacciones no las están poniendo como antes; ahora a lo mejor te la ponen de 6 a 10 y quieren tener la casa un poco más caliente". Eso sí, el calor lo paga quien puede permitírselo, porque el precio se ha disparado, tanto el de la leña como el del carbón.
"Ha subido el doble todo. Un saco de carbón para una barbacoa está sobre los 20 euros, cuando antes eran 13 o 14, y espérate que no suba en enero más. Y la leña igual, antes el kilo estaba a 0,12 o 0’13 y ahora a 0’22 o 0’24, dependiendo del almacenista". A ese aumento de la materia prima le suma José Javier el gasto en gasóleo, que ha aumentado "de 300 euros mensuales a unos 700". No es rentable su trabajo actualmente, dice con pesar, pero aún tiene que esperar tres años para poder jubilarse con ciertas garantías. Después, su negocio casi centenario echará el cierre definitivamente. "Se acabó, lo tengo muy claro. Y siempre lo digo: ser autónomo hoy día es ser un héroe", dice antes de subirse a la furgoneta y poner rumbo a todos los destinos que le depara el día. A pesar de los pesares, cuando mete las llaves en el contacto, esboza una sonrisa.