Lo que más brilla en la cocina del prestigioso restaurante AlmaMater de Murcia no es su iluminación led, ni sus inmaculados azulejos blancos, ni sus cazuelas para preparar un bogavante con emulsión de sus cabezas y calabazas totaneras que son boccato di cardinale. Entre los fogones de este restaurante estrella Michelin, lo que más destaca es la sonrisa que muestra Mory Fofana, en cada tarea que le encargan, porque irradia la felicidad que solo tiene un hombre que se ha jugado la vida siete veces en una patera y que ha visto cumplido su sueño de llegar a España para labrarse un futuro.
"AlmaMater es una familia y una escuela de vida española para mí", afirma ilusionado este ciudadano de Guinea-Conakri, de 36 años, mientras coloca una cacerola en los fogones del restaurante que regenta el afamado cocinero Juan Guillamón que más que un jefe, se comporta como un amigo con Mory. Prueba de ello es que este ayudante de cocina y encargado de limpieza, se desplaza al trabajo en una bicicleta plegable -modelo Monty F18- que Juan Guillamón le ha prestado y que era la misma que este chef usaba cuando trabajaba con Juan Mari Arzak en San Sebastián.
La historia de Mory pone en la diana la dura realidad de la inmigración irregular: subirse en una patera es una ruleta rusa, donde unos mueren y otros llegan vivos a tierra.
De hecho, durante la entrevista con EL ESPAÑOL, este guineano muestra en su móvil la foto de uno de los campamentos clandestinos en los que durmió al raso en 2018, en un monte de Tánger, a la espera de que cayera la noche para bajar a la costa, y donde conoció a una mujer que murió en altamar. "Todos la llamábamos señora Kourouma: ella se ahogó", resume con un nudo en la garganta porque un lustro después, Mory todavía es consciente de que él también pudo morir en un naufragio en cualquiera de las siete ocasiones que se subió a una patera.
"Me fui de mi país porque mi padre se oponía a que me casara con una mujer que era cristiana porque yo soy musulmán". El progenitor de la novia de Mory era el jefe de la Policía en Nzérékoré y también era contrario a que dos personas de distinta confesión religiosa mantuviesen una relación. "Yo tenía miedo de que hiciese cosas conmigo porque era el jefe de la Policía y en África la gente que tiene poder puede hacer de todo".
Aquella historia de amor estaba condenada al fracaso. Al final, ella se casó con otro hombre tras quedarse embarazada de Mory y sufrir un aborto, de forma que este guineano hizo la maleta ante la trágica ruptura de su noviazgo. "Me gusta la seguridad que tiene España y quería conocer otra cultura". La decisión de Mory, diplomado en Sociología, le llevaría a pagar a una mafia de tráfico de seres humanos para jugarse el pellejo en altamar. "Viajé en avión a Marruecos porque allí tenía a un paisano que me puso en contacto con una persona que me podía ayudar a viajar a Europa".
- ¿Cuánto pagó a la mafia por subirse a una patera?
- Le entregué 1.500 euros.
- ¿Desde qué punto de Marruecos salió la primera vez para tratar de llegar a suelo español?
- En el primer intento salimos de una playa de Tánger, en una patera de plástico donde viajaban once personas. La patera no tenía motor y cuatro personas tenían que remar. Yo era una de las que remaba, mientras que otras dos personas sacaban con unos cubos el agua que entraba. Llegamos remando hasta aguas internacionales, pero hacía mal tiempo y la patera se nos rompió. Entonces, llamaron a la Policía Marítima de Marruecos y nos devolvieron a Tánger.
- ¿Qué se le pasa a uno por la cabeza cuando se echa al mar hacinado en una patera?
- Pensé que iba a morir.
- ¿Por qué volvió a intentarlo otras seis veces?
- Porque había pagado 1.500 euros. Me quedé sin dinero y no tenía nada en Marruecos.
Los cuatro intentos siguientes tampoco fueron bien, unas veces porque eran interceptados por las autoridades marroquíes y otras porque el oleaje aconsejaba abortar el viaje, a pesar de que la embarcación sí que estaba equipada con un motor de 65 cc. "En una ocasión, subieron a 64 personas en una patera", precisa Mory, sobre la cantidad de tripulantes que era capaz de meter la mafia para facturar más dinero en cada viaje, sin importar el riesgo que corriesen sus vidas. Este guineano aporta pruebas de su testimonio enseñando una foto donde aparece su cara, entre las veinte cabezas que se contabilizan en un selfi que se hizo un inmigrante.
"Como lo intentamos cinco veces sin éxito, me dijeron que mi dinero se había terminado y que tenía que pagar otros 800 euros". De manera que este diplomado en Sociología hizo valer su físico, propio de un boxeador, y buscó trabajo en Rabat para comprar un billete a España. "Cargaba y descargaba materiales de la construcción en camiones". Cuando reunió el dinero suficiente, volvió a reservar plaza en una patera y al séptimo intento, el 10 de octubre de 2018, Mory logró llegar a la costa almeriense.
- ¿Aquel 10 de octubre no tuvieron problemas durante el viaje?
- El motor se paró porque se nos acabó la gasolina. Estábamos en medio del mar. No me acuerdo a qué distancia de la costa, solo sé que estábamos más cerca de España que de Nador, pero no podíamos llegar nadando. Un barco pesquero nos vio y llamó a Salvamento Marítimo: ellos se ocuparon de llevarnos al puerto de Almería. Allí nos estaba esperando la Policía Nacional y Cruz Roja. No tenía papeles y pensaba que me iban a devolver a mi país porque no hablaba español. Tuve miedo.
En este punto de la historia, emerge el papel crucial que han jugado las ONG para que Mory Fofana pasé de ser un inmigrante en situación irregular, con pocas perspectivas, a terminar disfrutando de un trabajo como ayudante de cocina y encargado de limpieza en un restaurante con una estrella Michelin. "Estoy muy agradecido a Cruz Roja, a la Fundación CEPAIM, a Cáritas y a la Asociación de ayuda para las Personas Refugiadas y Migrantes en Murcia (PAREM)".
- ¿Cómo acabó viviendo en Murcia?
- Cruz Roja nos llevó a un hotel de Roquetas de Mar y pasados tres días me entrevistaron para preguntarme a dónde quería ir, pero yo no sabía qué responder. Un chico de Senegal me aconsejó que me fuese a Murcia y me pagaron un billete de autobús.
En la capital del Segura le esperaba una trabajadora social que le buscó alojamiento en un piso de acogida en el barrio de La Fama. A partir de ahí, entró en el itinerario de recursos de las ONG, aprendió castellano, logró un permiso de residencia temporal y se matriculó en un curso de operaciones básicas de cocina, de seis meses de duración, que se impartía en la Escuela de Hostelería de Cáritas (eh!).
"Me enseñaron a pelar patatas, zanahorias, cebollas..., a cortar carne, pescado..., a preparar un caldo…", enumera sobre las técnicas culinarias que aprendió y que despertaron en este treintañero el apetito laboral por la cocina. "La pastelería no me interesa mucho", precisa entre risas, al recordar las clases de la Escuela de Hostelería de Cáritas (eh!) donde coincidió con alumnos de varias nacionalidades, pero con un guion vital en común: historias personales complicadas y el deseo de encontrar trabajo. "Sin un título puedes trabajar en el campo, pero no tienes futuro", reflexiona Mory, sobre el motivo por el que no quiso seguir los pasos de muchos inmigrantes al llegar a suelo murciano: enrolarse en la agricultura como jornaleros.
"Me gustaría aconsejar a los inmigrantes ilegales que se interesen por la formación profesional cuando lleguen a suelo europeo", apostilla este guineano, de 36 años, cuya historia personal podría ser una lección de vida para muchos. Durante ese curso, Mory dio muestras de su talento y le seleccionaron como uno de los voluntarios que iría al evento: Región de Murcia Gastronómica 2019. Allí le asignaron ayudar en el servicio de comida del restaurante AlmaMater del chef Juan Guillamón.
"Mory era fino emplatando: tenía buenas aptitudes y se desenvolvía bien en la cocina", tal y como recuerda el chef Juan Guillamón, sobre las características que le llamaron la atención de aquel voluntario guineano que le envió la Escuela de Hostelería de Cáritas (eh!) para ayudar a su restaurante en Región de Murcia Gastronómica.
"Después del congreso nos volvió a llamar uno de los profesores para ofrecernos alumnos de prácticas y le dije que mandase a Mory porque nos ayudó muy bien: era muy trabajador". Con solo 80 horas de prácticas, este chef supo que este guineano, de sonrisa perenne, encajaba a la perfección en su plantilla: una especie de Torre de Babel con catorce empleados españoles, mejicanos, italianos, colombianos y hondureños.
"Yo empecé de fregaplatos como Mory", apunta Juan Guillamón, con humildad, a pesar de tener un currículum estratosférico después de haber sido el cocinero de Ferrari entre 2013 y 2018, cuando Fernando Alonso corría con la escudería italiana, o de haber trabajado con Pablo González Conejero, cuyo restaurante Cabaña Buenavista tiene dos estrellas Michelin, o con Juan Mari Arzak, en su restaurante Arzak de San Sebastián…
"La historia de Mory te hace poner en valor todo lo que tú tienes porque él ha tenido que luchar por cosas que son básicas para una persona, como tener un plato de comida encima de la mesa, todos los días, y un hogar: algo que damos por sentado, pero que mucha gente tiene que salir de su país para buscarlo y progresar", reflexiona este cocinero. Y sabe bien de lo que habla, porque su carrera de chef la comenzó después de abandonar Administración y Dirección de Empresas, a mitad de curso, con 21 años, para marcharse a Londres a aprender inglés y hostelería.
"Nosotros somos inconformistas, buscamos superarnos día a día: en abril de 2019 comenzó el proyecto AlmaMater y en 2022 ya nos dieron una estrella Michelin". De esa rutina de superación se impregna Mory a diario, desde las doce del mediodía, cuando le pone el candado a su bicicleta en la señal que hay frente a la entrada del restaurante para empezar una jornada laboral que arranca limpiando pescado, setas, perdices...
La plantilla trabaja en armonía, coordinada bajo la batuta de Juan Guillamón, para lograr "una experiencia redonda" en los comensales que comienza al entrar al salón insonorizado de AlmaMater, con mesas de madera natural y cómodas sillas, para aislarse y degustar una propuesta gastronómica con productos de temporada, con combinaciones de sabores atractivas, a caballo entre la cocina tradicional y contemporánea, donde los caldos y sofritos son la base de platos avalados por una estrella Michelin, como un cabrito con tabulé de hierbas y zanahoria madrás.
"De esta profesión me llama la atención que estás en contacto directo con la gente", apunta este guineano, que aprovecha cada turno de trabajo para perfeccionar su castellano. "En mi casa para seguir aprendiendo español veo el informativo y la novela (risas)".
Las jornadas de trabajo en la hostelería están marcadas por el estrés, pero este ayudante de cocina y encargado de la limpieza siempre tiene una broma, porque después de verle la cara a La Parca siete veces, no se puede vivir de otra manera, más que con una sonrisa. "En gestión humana, mi jefe es el mejor". A lo que se suma que el curro fregando platos está aderezado por el embriagador aroma de comandas de curry de gamba roja, gyoza de cordero segureño, bombón de queso de oveja de San Javier…
Cuando acaba la jornada, Mory se vuelve en bici al Barrio de San Pío donde comparte piso con un ciudadano de Gambia y otro de Mali: uno trabaja en el campo y otro en la construcción. "En casa siempre me toca cocinar a mí", apunta bromeando al periodista, al tiempo que admite que eso lo hace con gusto. Después suele hablar por teléfono con su madre que sigue dándole consejos desde Guinea-Conakri: "Siempre me dice que sea serio para aprender y que respete a la gente".
- ¿Cuál es su meta profesional en la hostelería?
- Mory Fofana: Me gustaría cocinar como Juan (risas). Tengo que aprender a hablar mejor en español para seguir formándome con un curso de cocina internacional porque quiero seguir estudiando para ser chef. Todo el mundo no puede trabajar en la cocina porque es un trabajo muy especial en la vida y en la salud de una sociedad.