Son las dos de la tarde del martes y una mujer alarga la mano para que seis parroquianos más se asomen a su teléfono. Enseña el vídeo que ha popularizado La Morcilla más allá de Villaverde, un barrio en el extremo sur de Madrid. Cocituber, un influencer aficionado a los menús grotescos con más de 100.000 seguidores en Instagram, asegura que es allí donde ha probado el bocadillo más bestia jamás compuesto. Todos se congratulan, orgullosos por la fama de su McDonald's carpetovetónico. El sustento con el que Manolo y Benito hubieran aguantado 30 temporadas en antena.
Hablamos de un bocadillo de oreja, morcilla y salsa brava. Una barbaridad tan sólo soportable por quienes, en algún momento de su vida, hicieron de la casquería su leche de fórmula. Media barra de pan con el aspecto de aquella barbacoa en la que Homer Simpson clavó una sombrilla. ¿Pasa algo? En absoluto: son decenas los asiduos a esta taberna clásica, frecuentado por las buenas y humildes gentes de un barrio de aluvión. Personas trabajadoras para quienes los entresijos del cerdo resultan magdalenas proustianas.
Porque fue en 1970 cuando los hermanos Obdulio y Tino Bravo fundaron el Bar Bravo, nombre fundacional de La Morcilla, así rotulado durante años en un cartel de Trinaranjus. El sabor de aquella España permanece intacto en los zarajos de Cuenca que salen de sus freidoras. Como los esquimales, capaces de vislumbrar más de 30 categorías de blanco, los Bravo destriparon al cerdo hasta configurar una carta con sus entrañas.
Sus rostros figuran ahora en las fotos en blanco y negro que conmemoran la geografía sentimental de La Morcilla. Miguel, hijo de Obdulio, también muy querido en el barrio, falleció prematuramente hace pocos años. A menudo son recordados en el Facebook del bar, donde son muchos los comentarios que apelan al sabor generacional del lugar. Al fondo hay sitio y que ningún español pase hambre, las frases acuñadas por Obdulio para recibir a los clientes, todavía permanecen en la memoria de los vecinos de Villaverde. También en los polos de faena de los camareros.
Es uno de los bares más populares del barrio. "Mucha gente viene casi todos los días a pedirse un bocadillo: se ponen hasta las trancas", explica a EL ESPAÑOL Roberto, el dominicano que lleva el timón de la cocina desde hace algo más de tres años. Cada vez que entra alguien, Roberto grita ¡¡¡tron!!! con el tono del Neng de Castefa. "Los niños del barrio me conocen como El tron de la morcilla". Cuando alguien pide zarajos le aflora como un resorte la rima fácil.
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El pasado sábado, asegura, preparó 90 barras de pan en forma de bocadillos o tosta de morcilla. Una receta con siete horas de cocinado. Una más que la oreja, guisada de 30 en 30 kilos en una olla de tamaño militar. Los entresijos se cocinan en tres horas. No le pregunto por los litros de salsa brava que condimentan todos los platos.
"Vengo casi todos los días"
En uno de los extremos de la barra, a dos metros de las máquinas tragaperras, se acoda Yanco. Como Roberto y gran parte de la clientela habitual, también es dominicano. Está calado con una gorra de los Yankees de Nueva York y llegó a la ciudad en 2004. "Vengo casi todos los días. Me suelo tomar una cerveza y unos entresijos, muchas veces un bocadillo de oreja o de entresijos también", cuenta el joven. Junto a la cerveza aterriza una en un platillo de café.
En una de las esquinas del bar se encuentra Tito, un hombre de algo más de 60 años, habitual "desde que era un crío". El hombre se asoma al más frecuente de sus almuerzos: un montadito de oreja con un Kas de naranja. Hace una parada y nos muestra el recorrido sentimental de las fotos colgadas. Esas que recuerdan que la posteridad, allí, sólo la alcanzan quienes libraron su batalla contra la morcilla. Le bailan algunos datos, pero recuerda nítidamente a los hermanos Bravo. "Es que vengo desde siempre", insiste.
—¿Diría que este bocadillo ha sido la base de su alimentación?
—No, joder, en mi casa como fruta— contesta, quizás ofendido.
—Disculpe, como viene todos los días...
—También como otras cosas.
Pasan los minutos y La Morcilla comienza a llenarse. Son las dos y media. Una pareja de abuelos pide abundantemente para sus nietos. Unos jóvenes marchan una comanda nada recomendable para una primera cita. Los currelas hablan de todo y de nada donde estaba Yanco. Llegó nuestro turno: un mixto espera en la esquina opuesta a donde se encuentra Tito. La barra forma la isleta que vertebra el bar. La disposición permite que las tertulias se extiendan por toda la sala. Roberto corta media barra, dispone la morcilla, la oreja y vierte sobre ella la salsa brava. ¿De qué esta hecha? "La receta es secreta".
El primer bocado es complicado. Enfrentarse al segundo, aún más. Los labios se sellan, pegajosos, y se hace difícil de masticar si se carece de la mandíbula de Arnold Schwarzenegger. Su sabor, como los arenques para los suecos, es algo reservado a los vecinos de Villaverde. "También viene gente de Parla, de Toledo, de Valencia. Personas que vienen dos o tres veces al año y se llevan comida", cuenta Roberto. ¿Algún cliente conocido? "El que hacía de El Mecos en Aída".