El drama del 'sintecho' Ion en Vallecas: cuatro años de cárcel injusta y 40.000 euros que no puede cobrar
Fue acusado de una agresión sexual que luego se desestimó y recibió una compensación del Estado de la que no puede disfrutar por falta de documentos.
6 marzo, 2023 02:15La música le hace feliz. Con ella se evade. Le inyecta optimismo. Por eso, a Ion Datcu es normal encontrárselo en plena calle bailando sin remilgos. Con un altavoz que emite dance o cualquier otro género animado a todo volumen. Suele utilizar el eco que proporcionan los soportales de la calle Sierra del Cadí, en Vallecas, para amplificar el sonido y saltar de un lado a otro, acompasando piernas y brazos en una danza anárquica.
Enciende el aparato siempre que puede. Generalmente, en los momentos de más ajetreo. Cuando menos interrumpe el silecio de los vecinos y más anima a quienes colonizan bancos o terrazas. Pero no tiene un horario fijo. Ni para eso ni para otras facetas de su vida. Ion Datcu vive improvisando. Alguna mañana se pasea por la zona y carga algo de chatarra. Durante una temporada estuvo ayudando a montar, limpiar y desmontar las mesas de un bar. Y dependiendo del calendario, le toca recoger sus pertenencias en un carro y mudarse temporalmente.
Porque Ion Datcu duerme a la intemperie. Exactamente, en un hueco que se forma debajo del fondo sur del estadio del Rayo Vallecano. Y cuando hay partido, no le queda más remedio que empacar el colchón, las mantas y sus pocas pertenencias. La policía, dice, le obliga a dejar libre ese hueco oscuro y gris pegado al túnel por donde entran los jugadores. Suelen hacerlo con paciencia, aunque también hay ocasiones en que son menos cariñosos. Hay veces en que le destartalan todo sin avisar. O en que le intentan retener. O incluso en que le ven un blanco fácil para descargar su ira y amonestarle a base de golpes.
Son esos momentos en los que Datcu altera de súbito su perpetua sonrisa mellada y llora sin derramar lágrimas. Cuando se aferra a Dios y confía en su providencia. Porque solo ese ser superior en el que cree ciegamente le infunde la fuerza para continuar. Y está haciendo una gran labor, ya que Ion Datcu no lo ha tenido fácil.
A sus 42 años, sabe lo que es huir de su país de origen, pasar meses balanceándose en lo inmediato e incluso masticar la hiel carcelaria por un delito que no cometió y del que aún espera respuestas: en 2008 fue detenido por una presunta agresión sexual. Al no tener domicilio, le ingresaron en prisión provisional hasta que se celebrara el juicio.
[El milagro de Adrián Girona, constructor de fallas: de dormir en la calle a encontrar trabajo]
Tardó casi cuatro años en resolverse. 1.373 días, para ser exactos. Y al salir, con una absolución y el sello que secundaba su inocencia, la recompensa fueron 1.000 euros. Una cantidad nimia que César Pinto, su abogado de oficio, reclamó, sacando más tarde otro pellizco de 40.000.
Ahora, el letrado quiere aumentarla hasta los 274.600, a razón de 200 por cada jornada entre rejas. Y no duda en llegar a lo más alto: el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Ya ha tocado la puerta de la Audiencia Nacional o del Tribunal Constitucional. Están en espera de una resolución, pero ya otean una apelación.
Antes, habría que ponerse en situación. Ion Datcu es un chaval de Câmpina, una localidad de Rumania a unos 110 kilómetros de Bucarest. Se dedica "a la fruta": mozo de almacén, repartidor, etcétera. Su madre murió cuando él era pequeño por un cáncer de útero y él se ha quedado con sus dos hermanas y su padre. En un determinado momento, se mete en líos con la justicia por un robo. Le pueden caer tres años. Y decide marcharse. Toma el primer bus que sale de la capital. Dos días después, con un morral y algunas monedas, se baja en Barcelona. De allí parte directamente a Madrid, una ciudad que le suena de algo.
Nada más llegar, tira hacia la Casa de Campo. "Lo primero que vi en el metro", justifica. Duerme en una "casa verde" (en realidad, un chamizo abandonado con la chapa de ese color). Coincide con algunos compatriotas. Y con gente de todo tipo: hay proxenetas que deambulan por esta zona con altos índices de prostitución, hay algunos delincuentes, hay grupos que solo se acercan a molestar… Él intenta sacar dinero recogiendo cartón o botellas. Y se empareja con una chica que, según dice, "bebía y se drogaba". Una noche, ella les denuncia. A él y a otros dos chicos rumanos. Les acusa de violación. Y van al calabozo. Según insiste, era una historia repetida: "Llamaba a la policía para aprovecharse de los chicos y que le pagaran".
El discurso de Datcu es a ratos incomprensible. Todavía maneja un español rudimentario. Lo salva gracias a Andreea, una amiga de la zona que no solo le ayuda con la traducción, sino que le ha dado muchas noches la cena al bajar la persiana del local donde trabajaba, que le guarda los documentos y las cosas importantes para que no las pierda o se las roben. Que le tuvo dos semanas mientras se derretía “la Filomena”. Y a quien le manda continuamente besos por el aire arrugando la frente y sollozando sin lágrimas.
Cierto que el relato de Datcu es un vaivén de fechas confusas, carcajadas repentinas, llanto sordo o respuestas inconexas por el idioma y su capacidad de borrar el pasado. Lo que no son confusos son los informes detallados del ministerio, las actas del abogado, las decenas de documentos judiciales que ha acumulado desde aquel 2 de enero de 2008. En cada uno se va registrando ese periplo: las noches en los sótanos de Plaza de Castilla, los meses tarifando por varios centros penitenciaros de la Península y la libertad amputada.
"Lo que le ha pasado a Ion es una vulneración clara de los Derechos Humanos", expresa Pinto, que recibió su caso por la carambola de lo público y se volcó con él. Este abogado, conocido en ciertos círculos por defender a víctimas de cláusulas abusivas en sus pisos o a personas vulnerables, detalla todo el proceso. Datcu ingresa en la cárcel aquel inicio de año. Pasa hasta el 11 de octubre de 2011 no logra la absolución. En 2012 le indemnizan con 1.000 euros por "responsabilidad patrimonial". Y el letrado empieza su lucha: lo que quiere es que a su cliente se le repare el daño.
Pinto alega que esa compensación ha de tener en cuenta varios agravantes. Su temprana edad, 27 años. El encierro lejos de su familia. Y los daños no solo morales, sino laborales y de desarrollo personal que todavía sufre. A eso le suma sus circunstancias actuales. Ha ido con estos recursos a cada estamento. Primero, a la Audiencia Nacional y luego al Tribunal Constitucional, que aceptó la propuesta y lo devolvió a Justicia.
El ministerio le aumentó el pago a 40.000 euros. Se le hicieron efectivos el pasado 29 de septiembre, pero nada está libre de complicaciones: al no tener NIE, ni cuenta corriente, Datcu no los podía cobrar. Ha tenido que ser el propio abogado quien lo recibiera e hiciera una transferencia al padre, en Rumanía, y le guardara una cantidad que le da cuando se ven.
El abogado y la víctima de este laberinto burocrático esperan ahora el segundo dictamen, el de los 274.600 euros. Han admitido a trámite la queja, pero el proceso puede tardar años. "Queremos darle un empujón", comenta Pinto. A su lado también está Albano Vicente, un madrileño de 41 años que le conoció una noche en que veía cómo le agredía la policía y se ha vuelto inseparable. Datcu se santigua y mira al cielo esperando que el final de este malentendido llegue pronto y que aquellos días entre rejas se le diluyan, por fin, de la memoria.
“Me pasaba el día en la celda. No me maltrataban, pero me ponían trampas para poder castigarme”, rememora de aquellas jornadas en Ocaña (Toledo) o Soto del Real (Madrid). Datcu a ratos está esperanzado y a ratos cree que todo es un complot en su contra, y que nunca sacará nada porque todos están compinchados. Incluso dice que le obligaban a tomar medicación porque se empeñaron en diagnosticarle un problema mental. Hasta que llegue el veredicto, Datcu va sorteando contratiempos. Desde los más cotidianos hasta los legales. Su amiga Andreea le ayuda con la tarjeta de residencia, le ofrece la ducha y está en contacto con su familia.
Su letrado y Albano le suministran poco a poco el dinero que le ha sobrado: 25.000 euros han ido a su padre y espera que se compre una pequeña casa allí, en Rumania. Con lo que le ha quedado buscan algún sitio para alquilar a un precio razonable, sin éxito: a la falta de identificación se le añaden los desmanes del mercado inmobiliario. Y en el barrio siempre hay quien le echa un cable: en una peluquería le asean gratis, en un estanco a veces le dan algún cigarrillo y en los negocios de hostelería suelen portarse con un café o un bocata.
Ni de la chica que le acusó (y, asevera, había acusado a otros 37 chicos, desdiciéndose luego de todo) ni de los otros rumanos detenidos sabe nada. Uno de ellos fue más afortunado y –gracias a tener pareja y casa- pudo soportar el proceso en su domicilio. El otro, que le acompañó hasta la última sentencia, anda por la calle. A veces se lo cruza en un parque cercano. Pero no quiere verle: Datcu evita juntarse con otros 'sintecho' igual que evita los albergues, donde habla de "robos, peleas" y un control al que no está acostumbrado.
Se aleja, en definitiva, de quienes cargan con una adicción o causan problemas. "No todos los que vivimos en la calle estamos locos, o somos delincuentes, pero la vida aquí siempre es dura", avisa, sorbiendo poco a poco de una lata de cerveza después de encontrarse con un radiador maltrecho o un tenderete en su paseo mañanero. Es su única evasión -siempre "poquita", confiesa bajo el gesto de aproximar el dedo pulgar con el índice- junto con la música.
Gracias a estas "cosas pequeñas", Datcu soporta un pasado injusto y aguarda a una incierta recompensa. Cuando le llegue, no la celebrará con alardes. Solo alterará un detalle: cambiará su habitual ubicación y se lanzará a una pista de baile cubierta, donde no le haga falta el altavoz y "con miles de personas mirando".