El horario no da pie a las dudas: de 7.30 a once de la noche, todos los días. Así lo escribe el responsable por mensaje sin pestañear y así lo sabe todo el barrio. No hacen falta carteles ni alertas de Google. Hoy, no obstante, parece haber fallado: “¡Toñín, he venido a y media y no estaba abierto!”, grita un habitual desde el quicio de la puerta, entre la guasa y la reprimenda.
Ya roza el mediodía y en este local de Entrevías el ritmo se adapta al vaivén de la primavera. En la zona es un clásico; más allá, un santuario. El bar Toñín, situado a pocos metros de la estación de tren que conecta esta parte de Madrid con el centro o poblaciones de fuera y de la casa que inmortalizó Robert Capa en la guerra civil, presume de una clientela rendida. Su eco no solo se debe al goloseo del nombre o a la calidez de su ambiente, sino a un motivo mayor: la pasión del dueño por el Real Madrid.
Antonio José Castaño Gutiérrez, de 54 años, es una institución para la hinchada blanca. Niño del barrio, adolescente revoleras, joven buscavidas y, actualmente, propietario de un templo merengue donde el Dios es Juanito y el profeta Raúl, “eterno capitán”. Ambos sin apellidos: el que quiera entender, que entienda.
La sacristía que ostenta Toñín es un local de 30 metros cuadrados con amplia cristalera, barra de cinc y tele en el altar. Los cafés, las cañas, los pinchos o cualquier elemento propio de un bar quedan eclipsados por la parafernalia en torno al club de Chamartín. Alrededor de la caja, del tirador de cerveza o de la vajilla hay muñecos, recortes de prensa, escudos en todo tipo de formatos, fotos o llaveros. En el techo, estalactitas de bufandas: 88, exactamente. Y en las paredes, el coloso: una impresión del Santiago Bernabéu desde la grada, como si tomar algo entre estas cuatro paredes fuera una actividad inmersiva.
- ¡Y ahora también tenemos a la 'orejona'!, exclama Toñín, mostrando con orgullo una réplica del trofeo de la Champions.
Toñín la levanta y la besa como si fuera Marcelo en Saint-Denis, a pesar de que este año no puedan emularle sus ídolos después de la derrota contra el Manchester City. “No es el 4-0, es que no hubo lucha. Tenían que haber metido a Camavinga en el centro”, reflexiona. “Es una vergüenza total. Pero es que el Madrid, cuando baja los brazos, los baja del todo. Se despidió de la Liga y ya… Menos mal que tenemos la Copa del Rey. Se les perdona porque han conseguido mucho”, suspira.
Generalmente, esta nueva adquisición corona una de las mesas del interior, pero hoy se ha trasladado al fondo de la barra. “Tengo dos comidas de ocho y de 13 personas”, justifica. La cita es regular. Cada mes, estos conocidos se juntan aquí para comer, brindar y alargar la sobremesa, aunque sea entre semana: “Son 'indios', pero son muy amigos míos”, detalla, refiriéndose al apelativo de los seguidores del Atlético de Madrid.
Y eso hace que Toñín atienda a los clientes con un ojo puesto en la cocina. Allí está Sonia Ruiz, su mujer, de 49 años, que despieza un animal con cuchillo carnicero y prepara a la vez las viandas de los garbanzos. “Tenemos conejo al ajillo y cocido”, certifica entre golpes secos que suenan a guillotina: zas, zas.
Llevan 30 años juntos y se mueven al alimón casi 24 horas al día: ambos viven al lado, trabajan en el mismo negocio y comparten la principal afición: el fútbol. Su unión como matrimonio está enmarcada al lado de la máquina tragaperras. De blanco y en traje, con sonrisas joviales, posan bajo la venia de su párroco de entonces: Lorenzo Sanz, presidente del Real Madrid de 1995 a 2000. ¿Y la iglesia? No hace falta decirlo: el Santiago Bernabéu, con su césped y sus asientos de hormigón como presbiterio.
“Se lo pedí a Lorenzo y me abrió el estadio”, rememora. “Fue espectacular. Rondamos por el vestuario y luego cruzamos el túnel. La sensación es indescriptible. Es la felicidad máxima. Es tocar el cielo. No lo supera ni ganar la lotería”, describe, puntualizando: “Bueno, sí, cuando nacieron mis niños”. Unos vástagos que ahora tienen 20 y 22 años.
“Y nos aguantamos muy bien, que no es fácil”, dice Toñín bajo una mirada y una sonrisa burlona de Carmen. Su historia está imbricada al balompié y a Vallecas, como la identidad de este negocio. Lo montaron hace 28 años y desde entonces impregna toda su jornada. Según explica el dueño, la rutina suele iniciarse sirviendo desayunos a los trabajadores más tempraneros. Un poco más adelante tocan los de profesores y padres del colegio pegado al bar.
Hacia la una se dispone el espacio para los menús. “Antes venía un grupo de señoras mayores a tomar algo, pero con el Covid y tal dejaron de venir”, lamenta, mientras uno de los parroquianos –cigarro apagado en boca, taza de carajillo como anillo en dedo- matiza: “¡Qué va, ha sido por la Ley Trans!”.
La hora se aproxima. Sonia ultima sus guisos. Algún parroquiano apura su tentempié y deja su retorno listo para sentencia con un mazazo de vaso vacío. Toñín limpia, saca tazas, organiza manteles y rememora su trayectoria hasta reinar tras la barra: “Estudié informática de gestión”, apunta, “pero luego llegó la mili, en 1988, y eso te cambia la vida”. En esos meses de artillero conoció las primeras juergas, las primeras borracheras, y al volver se metió en la hostelería.
“Me pilló muy joven, así que estaba en un pub de noche, pero luego ya me cambié a trabajar durante el día. Vendí coches y luego seguros: me forré a colocar Fiat”, cuenta. De este trajín pasó a algo más doméstico. A finales del siglo pasado, se le ofreció la posibilidad de coger un antiguo bar y hacerlo suyo. La personalización la tenía fácil: todo a su alrededor lo envolvía la pasión por el Real Madrid, así que lo tenía claro.
De pequeño iba al estadio con su padre. “Vi retirarse a Amancio”, alega, remontándose a su infancia y a aquel junio de 1976 en que una de las figuras del Real Madrid colgó las botas. “Y estuve en la liga que salió Maté”, añade, en alusión al guardameta Javier Maté, que debutó en la temporada 1978/1979 y apenas jugó unos minutos en toda su carrera.
Con carné de socio desde los 12 años, Tonín ya jaleaba desde el fondo norte antes de hacerlo desde el burladero de su local. Allí forjó su leyenda: con un capote “profesional” encadenaba pases al ritmo del oleaje de la cancha. Lo apodaron ‘El Torero’ y aún hace gala de ese mote con la tela presidiendo el bar y fotos de quienes han posado con él. Uno de ellos, el exentrenador José Mourinho: “un figura”, según su escueta definición. “Le tengo al lado de Al Capone porque le veían como un canalla, pero nos trajo títulos. Como el mafioso italiano, que salvó la hostelería”.
Pero si hay alguien que posee el cetro en su población es Juanito, ariete mítico de los 80. “Era un estandarte, un hincha en el campo”, concede. Ahora también tiene debilidad por los miembros actuales, pero añora parte de la magia de otras épocas. “Fuimos los que servimos de nexo entre Juanito y La Quinta del Buitre”, anota, “y luego ya seguimos con Raúl y las estrellas o con las Champions de estos últimos años”.
También ha sufrido penas: “En 2002, el centenario del club, no ganamos las copas a las que aspirábamos. Podría haber sido un triplete histórico”, suspira. Las demás derrotas, sostiene, “son menudencias”. Nada logra que el Real Madrid sea su mayor fuente de júbilo. “Por eso a la afición se le considera seria, porque estamos acostumbrados a las victorias. Somos exigentes y señoriales, pero honestos. Que cante el que quiera concursar en Eurovisión”, aclara.
Sigue disfrutando, a pesar de los contratiempos. “Hemos ganado la Euroliga de básquet. Con eso me vale, porque el Madrid, como institución, solo es una pelota rodeada de títulos, no importa el deporte”, subraya en una semana donde pesa el luto. Se le ha desvanecido la posibilidad de ir a Estambul a festejar un nuevo título. Anda con bulla por la expulsión (después retirada) de Vinicius y los insultos racistas. “Lo hacen porque es el mejor. Y no pararon de provocarle. Cada uno es como es, pero a él llega un punto en que se le va la olla. Lógico: a mí un amigo me llama calvo y me da igual, pero lo hace otro y, aunque soy muy respetuoso, me sale la vena de barrio y puedo reaccionar mal”, sopesa.
Los grupos empiezan a llegar. Desde la acera saltan las alarmas: “Un botellín, Toñín”, repiten. Sonia va sirviendo una carta que los comensales califican de “galáctica”. “Vaya cocido y vaya conejo de oro. Eres la maga del fogón”, le dicen a la cocinera mientras se zambullen en la pitanza. “Venir aquí es una experiencia brutal. Esto es como un templo y se bebe el casticismo”, describe Armando, colega de Toñín de 48 años. “Yo vi aquí la Copa de Europa que ganamos con Mijatovic y es la leche”, presume a su lado Mariano, de la misma edad.
Julio y Sergio, de 52 y 44 años, coinciden en el veredicto: “En día de partido esto es una olla a presión. No entra ni un alfiler”. En esas citas, Toñín remata cada gol con una sacudida de cencerro que a veces es manual y otras es con la propia cabeza. “Aquí hay risas, mofas, compadreo. Y seas de quien seas, te lo pasas bien. La gente viene al vacile y a mamarse. Ten en cuenta que esto es como un pueblo: primero vas a misa y luego te jarreas”, acredita el propietario, que menciona a varias celebridades fijas entre sus clientes.
“Viene gente de la tele y los medios”, indica Toñín, que también enumera a algún político: “Aquí se pasan de todos los colores. Solía pasarse Eva Durán, del PP, y algunos de Vox, pero también muchos de Podemos”, afirma, contando incluso un día en que entró la reina Leticia. “Estaban inaugurando una residencia de aquí y vino porque me había hecho un reportaje cuando era periodista”, aclara. Aquella visita, confiesa, le trajo alguna mala cara: “Me tachaban de traidor, porque aquí hay mucho republicano, pero es que yo dejo entrar a todo el mundo”, lamenta. Por esas cuitas, prefiere no hablar de política: “No me gusta significarme porque yo acepto a todos y soy un currela, ¡que somos quienes recogemos las papas fritas!”.
Tras la tempestad de la comida, que ha arrasado la nevera y se ha evaporado con un manteo previo al protagonista, es el turno del reposo. Por la tele, que durante la mañana estaba en un canal que retransmitía partidos antiguos, deambulan tertulianos. La penumbra otorga un clima idóneo para el mus. Sus fieles planchan el tapete y reparten cartas. Toñín se maneja con soltura y cuando pierde, tira de sorna: “Eres un paquete”.
"¡Quien juega con el tabernero, pierde la partida y pierde el dinero”, opina, recurriendo al refranero, uno de los asistentes clásicos. “Si pierdo yo”, corta Toñín, “es porque quiero que el contrincante vuelva”. El fragor se diluye entre bostezos. Sonia descansa con un tercio en la mano y se abanica apoyada en la puerta. El día es extenuante y solo tiene de ayuda a María del Carmen, su suegra. “Antes sí que echaba un cable. Ahora solo trae tuppers”, cuenta su hijo, que la ve “algo pachucha” a sus 78 años: “Mi padre se murió el 20 de noviembre y la pobre no levanta cabeza”.
Para él, su progenitor Antonio era “más que eso": "Era un amigo”. Toñín cuenta que le llamaban “el padre de la Pantoja” porque siempre salían juntos y presumía de hijo cuando le entrevistaban o le grababan. “Es que le daba orgullo mi popularidad. Y a mí me gusta también”, arguye quien no sucumbe a la apatía. “Cada año que pasa soy más forofo”, sostiene, “y aquí, los días que pierde el Madrid no se ven ni noticias, ni se leen periódicos: sólo documentales del National Geographic”.
Las derrotas le quitan hasta el hambre. “No me entra nada”, argumenta, dando pequeños sorbos a un quinto de cerveza. En eso no coincide con Sonia. “A mí me duelen, pero no dejo de cenar”, avisa. Son las diez y la amenaza de lluvia -que se traduce en un aspecto fantasmal de la calle, sólo roto por la cumbia peleona que emiten los altavoces de un coche- precipita el cierre. “Es que además estamos con la resaca de unos días sin tregua”, explica Toñín. “Hemos tenido la Champions, el baloncesto y los que vienen a vacilar, porque cuando pierde el Madrid yo hago más caja: todos quieren pasarse a mofarse, a la risa. Y aunque salga más rentable, a mí me duele el corazón”, resopla, mientras apila las últimas sillas.
Se acercan las once de la noche y se asoma la retirada. “Toca irse, que en unas horas hay que volver. A las siete y media, exactamente, otra vez aquí. Al pie del cañón”, sentencia.