La expresión, un tanto manida, de persona hecha a sí misma, podría hablar perfectamente del chef José Antonio Medina. Su restaurante y hotel rural Coto de Quevedo recibía una estrella Michelin a finales de 2022, pero su formación se ha basado en su constante necesidad de prosperar. No sólo para consigo mismo, sino con la vista puesta en el negocio familiar, donde hizo escuela entre fogones y horarios interminables propios de la hostelería.
Lo cuenta él mismo a EL ESPAÑOL en uno de los días que cierra el negocio, pero que sigue trabajando. Pero no se confundan, aboga por la flexibilidad laboral, tiene 45 años y sabe que lo que pasaba antes en hostelería ahora es impensable porque la gente “quiere tener vida más allá del trabajo”.
También era difícil de imaginar hace años que en la actualidad no iba a haber mano de obra, una situación que se recrudece aún más en Torre de Juan Abad, la localidad donde se levanta el restaurante Coto de Quevedo. Poco más de 1.000 vecinos habitan este municipio la provincia de Ciudad Real. “Aunque el proyecto sea interesante, es muy difícil encontrar gente preparada en los pueblos”, apunta Medina.
No se equivoca con el adjetivo que otorga a su negocio. Sus padres construyeron su propio restaurante en un terreno familiar en los años 80 en el pueblo de al lado, Puebla del Príncipe. Allí pusieron en marcha una casa de comidas en la que con el tiempo trabajaría toda la familia. Entre ellos, los tres hermanos de José Antonio y él mismo, que era el mayor de todos. Como tal, tuvo que hacerse cargo pronto de las tareas del día a día junto a sus padres en el restaurante.
“Por la mañana trabajábamos en el bar y yo no iba al colegio hasta que terminaba el servicio de comidas. Las clases empezaban a las 3, pero los profesores sabían que yo hasta las 3 y media o 4 menos cuarto no podía ir”, explica. Ojo, no era mal estudiante, pero lo hacía porque “lo tenía que hacer”. Le habían inculcado que lo primero era el pan para casa: “Mis hermanos y yo comíamos en la barra de la cocina y hacíamos los deberes en la mesa del restaurante”.
Al cumplir los 18, José Antonio quería irse a la universidad como el resto de compañeros, pero sus padres decidieron que aún no era el momento. “Al ser el mayor, me pidieron que esperara un par de años para que mis hermanos fueran creciendo y pudieran ayudarles”, pero finalmente nunca pasó, algo que a día de hoy arrastra alguna pelotera sana con sus hermanos. “A ellos sí les pudo surgir la oportunidad de irse a la escuela de hostelería o a estudiar otra cosa, pero optaron por las cacerías y no quisieron. Yo les digo de vez en cuando que se tendrían que haber ido, que eso no podía ser así, aunque yo no me arrepiento, ahora pienso que fue una de las mejores cosas que me pudo pasar”.
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Una posada para cazadores
Debido a la tradición de caza de la zona, los padres de Medina deciden construir esta posada de 14 habitaciones en el pueblo de al lado del otro negocio. En vez de buscar alojamiento para esos trabajadores, ellos mismos cogían las riendas. Pero llegaría la crisis de 2008, los cazadores cancelaban sus viajes y la familia era incapaz de pagar la hipoteca, tal y como relata el propio José Antonio: “En 2010 ya estábamos agonizando, yo vivía con mi mujer y no pagaba nada. Era ella quien tenía que hacerse cargo de todo porque los miembros de mi familia no tenían ni sueldo, comíamos en el restaurante de Puebla. Fueron muchas dificultades”.
Aquello duró dos años, y él decidió, por necesidad más que por vocación, a abrir un restaurante en la posada para poder salvarla, pero tampoco fue nada fácil. “Entendí que, si no dabas otra oferta diferente a lo que había en la zona, mi madre o cualquier otra persona de alrededor ya lo haría. Así que empecé a leer, a formarme, y a visitar sitios donde había productos que yo nunca había visto en mi casa”.
Como pasa en la hibernación, también en primavera algunos animales reducen su actividad extrema y se retiran a refugios secos durante un tiempo para conservar energía y agua con el objetivo de que sus condiciones mejoren. Esta estivación es la que decidió llevar a cabo José Antonio al cumplir la mayoría de edad: cada primavera, al acabar los períodos de caza, cerraba la posada y se iba de lunes a viernes a trabajar a diferentes restaurantes de alta gastronomía como aprendiz.
“Yo llamaba, me presentaba honestamente y les preguntaba si me podía quedar con ellos. La mayoría me recibió y me abrió las puertas sin problema”, dice. Tierra, Iván Cerdeño, Doña Juana o El Patio fueron su intensa escuela entre semana, porque los findes había que volver a casa a ayudar en el negocio familiar. “Cuando llegaba con 30 años y hacía prácticas con chicos de 17 ó 18, yo me comía el restaurante donde estaba y les decía que me dieran más, que quería más y más, y se quedaban flipados porque yo ya tenía mi propio restaurante. No entendían que al final las ganas de aprender valían más que todo”.
Pero en realidad, no se trataba solo de aprender: había que hacer prosperar el negocio familiar. ¿Cómo lo vivirían aquellos padres, que emanaban por todos los poros aquella cultura del esfuerzo que les habían inculcado desde jóvenes? “Mis padres lo llevaron bien porque vieron que me gustaba, al final para mí ya pasó de ser un hobbie a ser una obsesión, de querer formarme a una necesidad imperiosa de no tener que cerrar el negocio”.
De pasar necesidad a ser referente
Aquello no podía durar mucho más, tanto es así que Medina estuvo a punto de tirar la toalla. Pero a partir de 2017, la cosa empezó a remontar y de qué manera. Fines de semana llenos, ampliación de plantilla, mayor inversión en los detalles: “En 2018 éramos el restaurante referente de la comarca. La gente ya nos tenía como el mejor sitio para ir a comer por aquí, invertíamos en vajilla y en emplatado y yo me atrevía a hacer más cosas. Y de ahí hasta la estrella Michelin”.
Hasta que llega este reconocimiento gastronómico, Coto de Quevedo no aparecía en ninguna guía, tal y como confirma su dueño. Y lo cierto es que como suele pasar en estos casos, aquella referencia llegaba totalmente por sorpresa y creaba un pequeño gran caos dentro del restaurante. “La noche que me dieron la estrella, me quedé sin batería pero es que no fui capaz de ver nada ni de hablar con nadie hasta el día siguiente. Sinceramente, me entró mucho miedo”.
La que se les venía encima no era pequeña. A pesar de las portadas en los diarios provinciales “como si hubiéramos ganado las elecciones”, recuerda Medina, o las reseñas en todos los medios, aquello acababa de explotar hasta el día de hoy.
Su cocina, de producto de temporada, se basa en los guisos y escabeches, reinventados por el propio José Antonio. Una propuesta hecha a sí misma, como el propio Medina, que se divide en tres menús diferentes: el de mercado, con siete pases, que ofrecen por 25 euros, Raíces, con 14 pases por 75 euros y Memoria, por 100. Todos ellos nos recuerdan a la cocina que ha visto en los fogones con su madre, que sigue trabajando en el negocio familiar inicial. “No puede evitarlo, a pesar del personal que tienen allí, lleva más de 40 años”.
“Al final no hacemos más que una sopa de ajo que se hace todos los inviernos en mi casa o una interpretación de una ensalada de lechuga, que también hacíamos. O ahora hacemos unas judías verdes salteadas con jamón. A mí lo que más me gusta es hacer unas judías con perdiz, un buen pisto”.
La estrella les hizo mejorar, pero no cambiar, algo que Medina repite en varias ocasiones durante la conversación con EL ESPAÑOL. “Al final no somos más que una casa de comidas que ha ido prosperando con la repercusión”, sentencia hablando de su futuro, que pasa por seguir con este ritmo, reducir la presión y hacer un esfuerzo por no olvidar los orígenes. Y conciliar, porque José no quiere perderse la infancia de su hijo Mateo, como le pasó a sus padres.