Cuando Simon Young camina por las calles de Adamstown, la capital de las islas Pitcairn, sabe que bajo el cemento y la gravilla de esta colonia británica regida por Carlos III transitaron, centurias atrás, los agonistas insurrectos más famosos de ultramar: los amotinados de la HMS Bounty. El paisaje apenas ha cambiado desde entonces. Los curiosos pétalos de los fatus amarillos que saludan por encima de los matorrales y los coloridos plumajes de los loris de Stephen que pían ocultos en las frondas de las pisonias siguen exactamente igual que hace trescientos años.
A la poca fauna y flora autóctona que aún persiste indemne a la mano del hombre en este islote de 47 kilómetros cuadrados situado en mitad del Pacífico se le suma otra especie única en el mundo aún más resistente a los latigazos del tiempo: los pitcairneses, hombres y mujeres de piel curtida por el salitre, acosados por las leyendas y la mala fama, que aún transitan las calles de la democracia más pequeña del mundo. Un escuadrón de colonos aislados de la modernidad que conforma la verdadera isla de Perdidos.
Pitcairn, comenzemos por lo básico, es un archipiélago volcánico situado en el Pacífico muy cercano a la Polinesia Francesa. Aunque opera como una nación independiente y tiene su propia bandera, técnicamente es una colonia de ultramar, por lo que depende constitucionalmente del Reino Unido y le debe lealtad al rey y al ministro de turno que ocupen Buckingham Palace y el 10 de Downing Street.
Las cuatro islas que conforman este territorio son Pitcairn, Henderson, Ducie y Oeno, aunque las tres últimas no están habitadas (Henderson, de hecho, se hizo mundialmente famosa por albergar toneladas de residuos plásticos, algunos españoles, en sus costas). Su capital y única ciudad es Adamstown, ubicada en Pitcairn isla, que recoge a los 44 habitantes que viven en el peñasco.
En las islas, no obstante, no hay fabulosos búnkeres con códigos secretos ni monstruos de humo negro. Los demonios, por el contrario, son de carne y hueso y tienen nombre y apellido. La isla, recuerda a EL ESPAÑOL el alcalde Simon Young, fue descubierta en 1790 por un puñado de marineros rebeldes que se amotinaron contra su almirante a bordo del navío de la armada británica, la Bounty.
La marinería encontró esta isla completamente desierta y estableció allí una suerte de dictadura sexual con tintes patriarcales, sin orden ni ley, donde acabaron matándose los unos a los otros. Trescientos años después, a finales de los noventa, Pitcairn volvió a saltar a la palestra: 7 de sus 44 habitantes, muchos descendientes de los navegantes díscolos que sobrevivieron a la carnicería, protagonizaron un truculento caso de abusos sexuales a menores.
Un motín que derivó en pesadilla
La isla fue avistada por primera vez en 1767 por el marinero de la Royal Navy Robert Pitcairn, del HMS Swallow, aunque ya había sido cartografiada en 1606 –erróneamente, con un margen de error de varios cientos de millas– por el navegante portugués Pedro Fernández de Quirós. Veinte años después de que fuera avistada, el barco comerciante HMS Bounty partió de Spithead, Reino Unido, en dirección a Tahití, para equiparse de suministros destinados a alimentar a los esclavos británicos de las Indias Orientales.
Parte de los navegantes del HMS Bounty, que habían padecido las penurias de un viaje tortuoso, al pasar cinco meses en el paraíso polinesio decidieron quedarse disfrutando de los placeres de Tahití. Incapaces de volver a Reino Unido ni, mucho menos, a las Indias, se amotinaron contra el comandante del barco, William Bligh, y lo lanzaron a la mar. A pesar de acabar a la deriva junto a otros 18 marineros, milagrosamente, Bligh sobrevivió. Los amotinados que apoyaron la revuelta, encabezados por el teniente Fletcher Christian, se quedaron en Tahití, pero temerosos de que fueran encontrados y represaliados por algún barco británico, se lanzaron a la mar para buscar un nuevo hogar.
En 1790, la tripulación, que contaba con varios hombres y mujeres tahitianos, desembarcó en Pitcairn y estableció una colonia, la primera que se conoce en ese territorio, aunque anteriormente la isla ya había sido habitada temporalmente por antiguas civilizaciones polinesias de las que poco se sabe. La paz duró poco: uno de los amotinados, Matthew Quintal, quemó y hundió el barco para que nadie pudiese encontrarlo (y para impedir la huida de sus compañeros). Un infortunio al que seguirían muchos más.
Encerrados en la isla y sin posibilidad de escapar, los amotinados y los polinesios establecieron una suerte de heteropatriarcado sexual en el que las mujeres tahitianas eran tratadas como esclavas. Las consortes de dos de los amotinados, John Williams y John Adams, murieron a los pocos meses por una enfermedad no identificada. Entonces les fueron entregadas las esposas de tres hombres polinesios. Estos, ofendidos, montaron en cólera y planearon matar a Adams y Williams, pero las mujeres polinesias los traicionaron, informaron a los amotinados de su planes y ambos fueron asesinados. Era 1793. Sólo quedaron cuatro polinesios, que se repartieron entre ellos a una mujer llamada Mareva.
[La isla perdida cuyos habitantes pueden matarte legalmente si te acercas]
Hartos de los ingleses de la Bounty, los nativos tahitianos decidieron asesinarlos a todos. En pocos días acabaron con cuatro de ellos: John Williams, Fletcher Christian, John Mills e Isaac Martin. Después, los polinesios comenzaron a pelearse por sus mujeres, y también acabaron matándose entre ellos. Los cuatro amotinados europeos que quedaban con vida –William McCoy, Edward Young, Matthew Quintal y John Adams– vengaron la muerte de sus compañeros a golpe de puñal.
Los próximos años convivieron pacíficamente hasta que McCoy perdió la cabeza y se suicidó y Matthew Quintal fue asesinado (1799) por Edward Young y John Adams después de una pelea durante una borrachera. Un año después, Young murió de asma, quedando sólo Adams, quien resistió hasta 1829, 39 años después de llegar a la isla. La historia del motín de la Bounty fue lo suficientemente espectacular y truculenta como para que Hollywood sedujese a Clark Gable, Marlon Brando y Mel Gibson para protagonizar tres legendarias adaptaciones cinematográficas.
Un escándalo de abusos sexuales
El tiempo corrió y la isla fue poblada por los descendientes de los amotinados y los pocos viajeros que acabaron adaptándose a su clima tropical. En 1838, Pitcairn se convirtió, oficialmente, en una colonia británica de ultramar. Curiosamente, ese mismo año, fue el primer territorio en el mundo en aprobar el sufragio femenino. Desde entonces, la isla ha vivido de forma pacífica, con picos de hasta 200 personas conviviendo en el peñasco al mismo tiempo. Actualmente hay 44 personas, sin niños, y 32 de ellos están relacionados directamente con los descendientes de los hijos y nietos de los truhanes de la HMS Bounty.
Lamentablemente, en 1990 Pitcairn volvió a los tabloides, pero no por sus "piratas". Las autoridades británicas descubrieron que varios pitcairneses, incluyendo algunos tataranietos de los amotinados, llevaban al menos tres generaciones abusando sexualmente de las menores isleñas. Un tercio de los ciudadanos estuvo involucrado, y nueve de sus cuarenta y siete habitantes acabaron en prisión. El escándalo saltó a la prensa internacional y dañó la imagen idílica, en parte inflada por el cine, de la isla de los amotinados. El caso culminó con la publicación de un polémico libro titulado Paraíso Perdido: del motín de la Bounty al legado moderno del caos sexual, de la periodista e investigadora australiana Kathy Marks.
Cómo pudo ocurrir algo así es la primera pregunta que cualquiera tendría la tentación de hacerle a Simon Young. Él no parece incómodo con la cuestión. Es más, responde con soltura, sabedor de lo recurrente del tema. "Creo que hubo numerosos factores, pero el principal fue el aislamiento", asegura a este diario. "Vivir durante 200 años desconectado de cualquier sistema de gobierno estructurado... no es sano ni tiene vistas de funcionar bien a largo plazo. Pitcairn ha sido siempre un país insular, apartado de todo y todos, sin visitas de gente de fuera. Yo fui por primera vez de visita a la isla en 1992. Era el primero que la pisaba en casi un año. No percibí nada. ¿Me habría dado cuenta de saber qué estaba ocurriendo? Lo desconozco".
Young, cuestionado sobre si cree que todo conocía los abusos, contesta, tajante: "Yo creo que sí. ¿Estaba normalizado? Por algunos. Por supuesto, por otros no era aceptado. Por eso la mayoría de quienes condenaban estos actos deplorables abandonaron la isla. No veían otra oportunidad. No había comisarías en las que denunciar. No había gobierno oficial en la isla al que reclamar. Es, en fin, un asunto extremadamente complejo".
El alcalde y presidente de la colonia británica, que entonces aún no se había enamorado de la isla aunque ya la conocía, no justifica los actos de sus conciudadanos, pero prefiere no hurgar en la herida. Por respeto a las víctimas y, también, a sus vecinos, muchos de los cuales aún viven. ¿Cómo no encontrarse con ellos en una superficie de 4,6 kilómetros cuadrados?
"Yo vivo en la isla con mi esposa. Todos nos conocemos. Creo que es cuestión de perspectiva" asegura el alcalde de ultramar de Carlos III. "Somos personas inteligentes. Sabemos lo que pasa en el mundo y esto ocurre en otros lugares. También pasó en muchas islas escocesas. Quizás no seamos conscientes de que nuestro vecino está cometiendo un delito o ha sido investigado. ¿Soy capaz de convivir con gente que ha cometido esos crímenes? Sí. Debemos aceptar que ha ocurrido, aprender de ello y avanzar. De eso se trata la vida. La sociedad lo ha hecho así siempre".
El alcalde de Pitcairn asegura que quienes son responsables tienen que asumir su culpa y, la comunidad, seguir adelante. "Así nos aseguraremos de que nunca vuelva a suceder algo parecido. Ahora tenemos a un agente de policía que está permanentemente en la isla. También a un trabajador social. Hemos hecho que la comunidad se congregue en reuniones públicas para abordar lo que sucedió en el pasado y asegurarnos de que no vuelve a ocurrir en el futuro. Hemos logrado que los niños de la escuela [ahora los cuatro que había están fuera, estudiando en Nueva Zelanda] se críen en un ambiente seguro para conseguir que estos tristes acontecimientos no sucedan nunca jamás. Desde entonces, de hecho, no ha sucedido nada, e incluso cuando se celebró el juicio ya era historia".
El alcalde de la democracia mínima
Young hoy luce una larga melena lacia y goza de un inglés perfecto, nada posh. No se le ha pegado ni la pompa ni el lujo de Carlos III, al que visitó durante su coronación el pasado 6 de mayo. El regidor ahonda en el pasado oscuro de Pitcairn pero, al estilo del poeta Rilke, exorciza sus demonios purificando el ruido y ahogando los oscuros relatos en los 'sonidos anchos' de las olas que rompen en la bahía de Bounty.
Hoy su mayor objetivo es pasar página y cumplir con su gran promesa electoral: dejar atrás el estigma que pesa sobre la isla, darla a conocer al mundo entero, modernizar sus conexiones, convertirla en un laboratorio de estudios científicos marítimos y, sobre todo, paliar la sangría demográfica. "Nuestro principal problema hoy es el envejecimiento y la distancia", confiesa el político.
Para paliar el envejecimiento poblacional, el primer escollo que debe sortear Simon Young es la mala accesibilidad. "Por algo eligieron esta isla los amotinados", bromea. Pitcairn está en medio del Pacífico. El bloque continental más cercano se encuentra entre 5.000 y 6.000 kilómetros: Auckland, en Nueva Zelanda, hacia el oeste, y Santiago de Chile, hacia el este, respectivamente.
P.– ¿Cómo es el día a día del alcalde de la democracia más pequeña del mundo?
R.– Sorprendentemente, estoy muy ocupado. Sería un error pensar que como hay pocas personas, no pasa nada. Necesitas la misma infraestructura de países como las islas Bermudas, que tienen 50.000 habitantes. Paso gran parte del día detrás del ordenador. Cuando estoy en la isla, que es la mayor parte de mi tiempo, no paro de responder a las consultas de los vecinos. Si alguien tiene problemas, a diferencia de como ocurre con el primer ministro de Reino Unido, que no es nada accesible y siempre está resguardado por su equipo de guardaespaldas, yo estoy siempre abierto a hablar con todo el mundo. No hay forma de escaparse (risas).
P.– No insinuará que le gustaría huir...
R.– No, no, para nada (risas). Sólo digo que es bastante intenso hacer malabarismos con todo. Y cuando llegas al cargo de alcalde, que en la práctica es un cargo como el de primer ministro o líder de la nación, te encuentras automáticamente con la constitución, la burocracia, las trabas legales. Puede sonar que soy un alcalde de una pequeña ciudad, pero a efectos prácticos te conviertes en el capitán del puerto de un país, en el director general, en el jefe de inmigración, en el presidente del Tribunal de Tierras y de un consejo de siete personas, que también es un órgano elegido. Es una gran responsabilidad.
P.– Pongamos que una persona quiere emigrar al lugar más remoto del mundo. ¿Qué debe hacer? ¿Aceptan a cualquier forastero?
R.– Muy buena pregunta. Lo primero que quiere hacer alguien que quiere venir a Pitcairn es meterse en el formulario que tenemos en nuestra web. Desde el primer momento somos honestos y no queremos hacer perder el tiempo a nadie, ni que nadie nos lo haga perder a nosotros. Si después de toda la 'literatura' sobre la vida en la isla te sigue interesando venir, se realiza una entrevista y un consejo la aprueba o la desestima. Una vez aprobada, sólo queda meterse en un barco para llegar. Es bastante fácil, aunque la accesibilidad sea mala. Eso sí: si alguien cree que todos los fines de semana va a salir... que no venga. La accesibilidad es limitada. Uno de los grandes problemas es el alojamiento. Tenemos varias unidades autónomas [casas container], pero es una opción cara a largo plazo. Otra opción es usar un par de edificios gubernamentales. Uno ahora mismo está siendo utilizando por una potencial emigrante neozelandesa, que lleva nueve meses. ¿Qué más podemos hacer? Darle la bienvenida a todo el mundo con los brazos abiertos.
El viaje más rápido para llegar a Pitcairn desde Europa implica coger un avión a Los Ángeles. Después, otro a Tahití. Allí, se toma una avioneta una vez cada semana que va hasta la isla de Mangareva y, una vez más, desde Mangareva se toma un barco de suministros hacia Pitcairn. Como mínimo, se tardarían entre cuatro y cinco días. Y el viaje, sólo en barco, cuesta 5.000 dólares. Muy pocos pueden permitírselo.
Una vez allí, el viajero sólo tiene una opción: quedarse en casa de alguno de los habitantes de Pitcairn. Ni resorts de lujo ni hostales de carretera. ¿Coches? Sólo hay un jeep 4x4. No se necesita más. Si acaso, un quad o una motocicleta. Internet funciona, pero mal, y cuando lo hace es gracias a los satélites Starlink de Elon Musk. Simon Young, que es un forastero de Yorkshire que se estableció en Pitcairn en el año 2000 y conoce las grandes ciudades, sabe que, si quiere atraer a gente, debe hacer cambios profundos en la isla. Lavar su imagen... y actualizarla.
"Estamos explorando todas las opciones para, primero, atraer al turismo medioambiental y a personas voluntarias. Por ejemplo, que alguien venga seis meses a trabajar a la isla y acabe enamorándose, como me ocurrió a mí, y después se quiera quedar y formar una familia. Ese es el enfoque", sugiere. "También estamos tratando de cambiar la legislación para que sea más fácil y barato llegar aquí: ofrecer precios competitivos".
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Antes, salvo dos o tres ciudadanos, todos eran nativos; hoy hay 12 personas de fuera. "Es un cambio tremendo, pero somos accesibles para todo tipo de inmigración... aunque con matices. Por ejemplo, no nos interesa traer a personas mayores y que esto sea un lugar de retiro. ¿Familias? Fantástico. Pero, generalmente, gente joven, con energía, entusiasmo y adaptabilidad. No creo que le digamos que no a nadie. Nos centramos en la repoblación y queremos, principalmente, gente capaz de interactuar con otras personas en una comunidad pequeña y apoyar el desarrollo de infraestructura que necesitamos".