Al matrimonio formado por James y Lizette Eckert, de 48 y 50 años, los hallaron muertos de un disparo en la cabeza el 15 de marzo de 2019 en su casa de Alton, New Hampshire. Cuando la policía de esa ciudad norteamericana trató de esclarecer qué había sucedido, halló a uno de sus tres hijos vestido con pijama y escondido en un bosque cercano.
El niño, de 11 años, fue arrestado al tiempo que varios medios del país se hacían eco de una noticia sorprendente: la policía creía que el pistolero había sido el chico y le acusó de asesinato en segundo grado. A los pocos días, el Boston Globe dio también a conocer que el niño era de origen ruso y había sido adoptado en 2010 junto a su hermano, dos años mayor que él. Tenían también una hermanita que era la hija biológica de los dos quiroprácticos asesinados.
Los amigos y familiares de la pareja describieron al parricida como feliz pero tranquilo y tímido. Los dos hermanos rusos y su hermanastra estaban siendo educados en casa por sus padres, quienes criaban animales de granja en su extensa propiedad, participaban en estudios bíblicos y no tenían televisor. Cuando le preguntaron al pastor Sam Holo, de la Iglesia Comunitaria de Alton, acerca de los Eckert, se refirió al padre de familia como "un hombre bueno e íntegro que se había unido a Lizette por su deseo común de vivir la vida como dicta la Biblia".
El suceso, obviamente, recuerda al ocurrido esta semana en Castro Urdiales, donde dos niños rusos adoptados han matado a su madre de una cuchillada.
Nada de televisión en casa
Nunca se divulgaron las razones que alentaron al chiquillo a segar el aliento de sus enigmáticos padres, a los que su condición cristiana no les impedía vivir completamente sepultados bajo una montaña de deudas de tarjetas de crédito. No obstante, había ciertos elementos en la historia que permitían intuir la clase de existencia que llevaba junto a sus hermanos. Como parte de su educación en casa, los hermanos Eckert eran obligados a estudiar la Biblia y a ocuparse de la granja en una propiedad en la que la televisión estaba prohibida. Al niño se le aplicó la Ley Juvenil de New Hampshire y, de lo que sucedió después, no quedó ya ningún rastro en el metaverso.
Durante algunos días, el asunto atrajo la atención de todos los medios de comunicación del mundo, lo que en ningún caso significaba que el hecho fuera insólito o que no hubiera precedentes de ello. Diecisiete años antes de ese doble asesinato, en mayo de 2002, otro menor ruso adoptado de 12 años contrató a unos sicarios en la ciudad de Volgogrado para que le libraran de sus padres. En aquella ocasión, la Prensa llegó incluso a frivolizar simplificando lo acaecido con una explicación que frisaba lo absurdo. Según la policía rusa, Yaroslav Kislov había arreglado el asesinato de sus padres para heredar los ahorros de sus tutores y sacarse de encima las tareas domésticas y los deberes del colegio.
Las calles de la antigua Stalingrado donde vivía el chico eran hace veinte años el hogar de miles de huérfanos excluidos dispuestos incluso a matar por unos cientos de rublos. Yarick había sido mucho más afortunado y, tras la muerte de sus padres, fue adoptado por sus opulentos tíos, propietarios de una fábrica de productos químicos.
Su padre biológico murió cuando él era un bebé y su madre, cuando tenía ocho años. Antes de ser acogido por sus familiares, pasó dos años en uno de esos horribles orfanatos rusos. Lo que se dijo en su momento es que no pudo soportar la disciplina y pagó a otros dos niños mayores que él para que entraran en la casa de sus tíos el 17 de abril de ese año y le liberaran de sus problemas. Su intención era pagarles con el dinero que guardaban en su domicilio.
Incluso les proporcionó unos planos de la vivienda. A su padre adoptivo le pusieron una almohada sobre el rostro y le dispararon a bocajarro con una escopeta recortada. Algunos segundos después, su madre corrió la misma suerte. Su prima Polina, de 21 años, trató de huir al escuchar los tiros y también le dispararon. Lo que despertó las sospechas de los investigadores rusos del departamento de homicidios es que Yarick fuera el único superviviente del ataque. No tenía ningún sentido que hubieran dejado algún testigo. Al poco tiempo de comenzar a interrogarle, el chiquillo cantó ante los estupefactos agentes de policía.
El inventario de episodios semejantes acaecidos durante los últimos 30 años incluye más de un centenar de casos de menores en los que repite ese patrón: niños de la antigua Unión Soviética adoptados por occidentales —a menudo cristianos devotos y/o fundamentalistas con una visión estricta de la educación en las antípodas de la vida desestructurada que habían tenido antes— que en cierto momento de su infancia o de su adolescencia se revelan contra las normas acabando con sus padres adoptivos.
Por sistema, o proceden de familias biológicas completamente disfuncionales o fueron alumbrados por madres toxícomanas o alcohólicas. Muchos también pasaron por orfanatos delirantes donde sufrieron malos tratos o presentan cuadros de manual del llamado síndrome alcohólico fetal (SAF), que según los psiquiatras, los predispone ya de nacimiento para las conductas violentas.
La mayoría de las versiones preliminares con las que los medios tienden a explicar estos eventos criminales se repiten casi como un cliché: maravillosos padres bondadosos cargados de principios morales que "incomprensiblemente" mueren a manos de unos hijos no necesariamente violentos. Claro que nada, en principio, debería ser incomprensible o escapar a alguna explicación que ilumine qué había en la mente de los chicos y qué provocó esas conductas aparentemente imperdonables.
Por supuesto, España no es diferente en esto, como parece probar lo ocurrido esta semana en Castro Urdiales y el supuesto matricidio de una catequista vizcaína. El cadáver de Silvia López Gayubas, de 48 años, fue encontrado con la cabeza envuelta en una bolsa y con una cuchillada en el cuello dentro del garaje familiar. También Silvia era una mujer devota con profundas creencias religiosas. Aunque, obviamente, nadie sabe si el asesinato se debió al síndrome alcohólico fetal (SAF).
Menores parricidas españoles
Y resulta que el crimen de Cantabria tampoco es el primero cometido en nuestro país por menores adoptados de la Europa del Este. Hace cerca de siete años, en julio de 2017, fue hallada muerta en la ciudad gaditana de Chiclana una mujer de 51 años llamada Elisa Polo.
Se especuló al principio con que hubiera sufrido un infarto, pero dos años después, las miradas se volvieron hacia su hijo adolescente de 14 años, adoptado y de origen ruso, cuando la autopsia reveló nuevos indicios de que el fallecimiento había sido causado por asfixia. Como si se tratara de un guión mil veces ensayado, quienes conocían a la familia dijeron del muchacho que era un chico normal, aunque introvertido. Su madre adoptiva se había separado de su padre un año y medio antes de perder la vida.
En diciembre de 2013, un hombre de 64 años, padre adoptivo de un muchacho ucraniano, fue asimismo asesinado en el salón del chalé que poseía en la calle Laurel de Tres Cantos, en la provincia de Madrid. Sólo que José no perdió la vida a manos de su hijo, sino de su hermano de 23 años, igualmente adoptado por una familia madrileña. La víctima había devuelto a Ucrania hacía poco tiempo a su hermano Andrei, de 20 años, a quien acogió a la edad de tres, porque, según decía, el "angelito eslavo" se había convertido en un infierno.
Tanto Andrei como su hermano Álex crecieron juntos en la misma calle con dos familias diferentes. Álex se enroló en la Legión Francesa y Andrei se dio a la vida callejera. Tras regresar a Ucrania, imploró a José, un prejubilado de Telefónica, que le llevara de regreso a España, pero este no cedió. La policía asumió que había sido Álex quien vengó a su hermano asestándole una puñalada en el cuello. Ese mismo año, otro chico de 16 mató en Zaragoza a su madre adoptiva, Teresa Cameo Belenguer, con 10 puñaladas en el corazón. El muchacho no era eslavo, sino de origen indio.
Son tantos los casos de menores y de jóvenes y adolescentes adoptados procedentes de la antigua Unión Soviética involucrados en parricidios y matricidios que los propios expertos han tratado de entender qué hay detrás de este fenómeno, antes de aferrarse a la solución más fácil que consiste en atribuirles a ellos toda la culpa de estos crímenes sin evaluar su etiología. Es cierto, por otra parte, que el número de asesinatos de padres adoptivos es irrisorio y estadísticamente despreciable cuando se compara con la cifra absoluta de adopciones. No así el de niños con serios problemas adaptativos a su nuevo entorno o el de adolescentes con conductas violentas o tendencias sociopáticas.
"Esta clase de hechos no causan alarma solo en España. Cualquier delito intrafamiliar y especialmente los asesinatos resuenan también en Rusia", nos dice Malkin Dimitry, un reputado y popular experto ruso en Psiquiatría Forense. Y es cierto que la agencia rusa Tass se apresuró a dar a conocer esta semana lo ocurrido en Castro Urdiales.
Síndrome alcohólico fetal
Una de las razones que se esgrimen desde hace años para explicar esa conducta es el citado SAF. Los efectos del síndrome alcohólico fetal son los más severos del espectro de males que transfieren a su descendencia las madres bebedoras. Entre los síntomas que presentan los hijos de las madres bebedoras, los científicos enumeran incluso cambios morfológicos notables en el rostro del niño. A ello hay que añadir ciertas anormalidades neurológicas, funcionales y estructurales del sistema nervioso central que no solo provocan problemas de aprendizaje, sino que se hallan en el origen de trastornos neuroconductuales.
En otras palabras, a las normales dificultades que posee el cerebro de un adolescente para evaluar éticamente sus decisiones, los niños expuestos al alcohol durante el periodo prenatal añaden deficiencias estructurales adicionales que podrían predisponerlos para ciertas formas de psicopatía.
El asunto no es baladí porque un elevado porcentaje de los niños adoptados desde el este presentan síntomas del síndrome, con frecuencia mal diagnosticado. El problema es grave porque no depende sólo de las condiciones ambientales en que se produzca la socialización primaria y secundaria, aunque éstas a menudo agraven aún más los trastornos de conducta porque muchos de estos niños pasaron parte de su infancia entre padres negligentes o en manos de instituciones de atención al menor demenciales donde, o fueron desatendidos o sufrieron maltratos.
De entrada, al doctor Dimitry —jefe del Departamento de Prevención Psiquiátrica Forense del Centro Científico ruso para la Protección y Prevención Social— le disgusta que los occidentales nos refiramos a ese síndrome con la coletilla de "cinturón del vodka" señalando de ese modo de manera concreta a los niños adoptados desde la antigua Unión Soviética.
"Se trata de una etiqueta política estigmatizante y cuyo uso científico no se halla justificado", sostiene. "En todos los países hay ciudadanos de bajo estatus social y que padecen adicciones químicas (alcoholismo y drogadicción), por lo que el riesgo de tener un hijo con síndrome de alcoholismo fetal está en todas partes".
Para el experto ruso, "el comportamiento agresivo, y más aún homicida, de los menores hacia sus padres o tutores es un problema complejo y está causado por un conjunto de razones biopsicosociales, y no sólo por el problema de la presencia del síndrome alcohólico fetal u otras patologías derivadas del embarazo de una madre alcohólica".
"Las causas biológicas tienen su origen en una herencia cargada de trastornos mentales y de drogadicción por parte de la madre, incluidos daños producidos durante el período de concepción, el embarazo, el parto y el período inicial de desarrollo. Es decir, estos efectos nocivos se presentan en forma de daños por intoxicación en el sistema nervioso central y, sobre todo, en el cerebro”.
A ello hay que añadir los daños psicológicos producidos en el niño tras su nacimiento por un ecosistema adverso. Entre los factores que Dimitry incluye en su inventario se halla "la incomprensión y la desatención de sus necesidades fisiológicas y psicológicas básicas por parte de los padres o tutores", que viene a ser una formulación teórica y científica de lo que todos entendemos por una infancia en el infierno.
Te odio, evítame
"Evítame [avoid me]", se tatuó en inglés sobre los pómulos antes de entrar en el centro de rehabilitación infantil de una iglesia protestante un muchacho ucraniano a quien entrevistamos en Mariúpol en 2019, antes de que los rusos destruyeran la ciudad y la ocuparan. Moses estará a punto de cumplir ahora los 24 años. En su antebrazo izquierdo se hizo escribir también con tinta 'hate you' (te odio), y en el derecho, una gran calavera, un cuchillo sangrante y una especie de caja con algo en su interior cuyo significado nos aclaró él mismo: "Debería contener un anillo de boda, pero en su lugar hay drogas. 'Cásate conmigo', dice".
Con su tutor sentado a un lado y con su traductora al otro, nos resultó imposible entonces alcanzar el corazón de Moses para extraer alguna traza de verdad que explicara el enconado odio que sentía. Él nunca mató a nadie, pero experimentaba alguna forma de rencor profundo hacia todo y hacia todos que sí es común a todos los chicos con problemas. Entre encogimientos de hombros y silencios, con un aplomo inusual en los muchachos de su edad (tenía entonces 16), dijo lo siguiente:
"Era violento, sí. Odiaba a toda la gente que había a mi alrededor, pero no voy a hablar de ello". Sobre una de sus cejas se había tatuado en cirílico: "Franqueza". La paradoja es que el chico nos explicaría algo después que era justamente la sinceridad lo que más echaba en falta cuando solía vagar con sus compinches por las calles en busca de la metadona a la que se enganchó.
Moses había llegado del oeste, de la ciudad de Melitópol, en el oblast de Zaporiyia, también hoy ocupada por los agresores rusos. Su padre era pastor de una de esas iglesias evangelistas originarias de Norteamérica que habían aprovechado la pobreza y la guerra para pescar algunas almas entre los ucranianos. Antes de despedirse, nos dijo que estaba listo para abandonar el centro pronto y prometió ser humilde y buen cristiano.
Había entonces y sigue habiendo ahora decenas de miles de niños y adolescentes como él en Kiev o en las ciudades portuarias de Mariúpol y Odesa, y todos resultan invisibles para las instituciones ucranianas, paupérrimas ya antes de la guerra y ahora aún más lastradas por el coste del conflicto, que ha añadido a la tragedia un nuevo enjambre de niños huérfanos y despojados de su infancia. Se trata de una colmena de chiquitos que se echan a la calle por su cuenta huyendo de la violencia doméstica o de unos padres con una conducta criminal, a menudo enganchados a las drogas o el alcohol.
Hemos tratado de charlar con algún chico ucraniano crecido entre padres alcohólicos y la mayoría ni se lo plantea porque, antes que nada, sólo desea olvidar esa porción lamentable de su vida. Hay casos delirantes como el de una pareja de Pavlodar (Kazajistán) a la que se retiró recientemente la tutela de su niña de dos años porque la alimentaban con bebidas alcohólicas.
La guerra que patrocina Rusia se halla también en el origen de muchos de los traumas de los niños recluidos en orfanatos a los que acuden los occidentales para adoptar chiquillos. "Escuché muchas veces el sonido de los tiroteos pero no me escondí nunca porque no sentía miedo", nos decía Andrei algo antes de la agresión rusa. El niño tenía entonces 12 años y procedía de Mirna, una aldea ocupada por los prorrusos del Donetsk. "Ni siquiera era consciente del peligro que corría", nos aclaró Natasha Miroshnichenko, la traductora del centro de rehabilitación Peregrino de Mariúpol. "Salía a jugar entre los cascotes por el día y dormía por la noche en los sótanos con su familia".
El psiquiatra ruso Malkin Dimitry no sólo incluye en la lista de factores que perjudican la conducta de los niños ciertos estilos patológicos de crianza basados en el rechazo y la crueldad, sino también la hiperprotección y, se sobreentiende, una severidad injustificada o mal administrada."Los niños en un entorno así desarrollan mecanismos de defensa en forma de evitación (huir de casa), negación (humillación de los demás, cinismo) y pseudología (mentir) para defenderse de las normas. Como resultado de la frustración y la tensión constantes, aumenta su inestabilidad emocional, se producen alteraciones de la atención y trastornos afectivos (depresión), que se combinan con comportamientos agresivos, hacia ellos mismos y hacia los demás", afirma.
Padres no 'tan maravillosos'
Algunos de los hogares donde se ha producido un parricidio o un matricidio fueron presentados inicialmente por la Prensa como regidos por familias de conducta intachable y con valores cristianos. Luego se descubrió que a lo mejor la casa de acogida de los chicos no era precisamente la Tierra de Oz. Así, por ejemplo, en septiembre del pasado año, la prensa norteamericana divulgó el caso de un chico de 21 años llamado Dima Tower que asesinó a sus padres a puñaladas en el estado de Florida. El muchacho había sido sacado de un orfanato ucraniano cuando tenía 14 años por una pareja norteamericana a la que la Prensa describía como unos padres de profundas convicciones morales.
Ambos eran misioneros cristianos de una secta protestante y habían conseguido arreglar los papeles de la adopción durante una estancia en Ucrania. "En el orfanato tenía moratones. Cuando se lo llevaban a comer por ahí, se atizaba seis perritos calientes. Esos lugares son como cárceles infantiles. Creo que había mucho odio en el niño incluso antes de llegar a Estados Unidos. Y juraría que se ha desquitado con los más cercanos. Cuando le conocí, estaba interesado en practicar boxeo, pero no porque quisiera hacer deporte. Lo que deseaba era golpear. Quería hacer daño", le dijo a los diarios estadounidenses el tío del padre adoptivo asesinado, Warren Rhines. La madre biológica del presunto homicida había muerto y su padre, alcohólico, le había abandonado.
Algunos años antes, otro menor de origen ruso adoptado por cristianos fue culpado del doble asesinato de sus padres adoptivos en Texas. El chico, Karl Edward Brewer, de 17 años, se negó a entregarse a la policía así que el SWAT (una unidad especial que interviene en casos de peligro) tuvo que acceder a la parte de la vivienda donde se había atrincherado lanzando gases lacrimógenos. Karl había sido adoptado en Rusia junto a su hermano y asistió durante años a una iglesia evangélica, de la que ambos fueron expulsados por su mal comportamiento. El pastor de la familia se apresuró a decir tras conocerse los asesinatos que los dos experimentaban con frecuencia crisis mentales y arrebatos de ira que él asociaba a las experiencias rusas de su infancia.
Dos años después de esos sucesos, la defensa del chico dio a conocer que a lo mejor la conducta de los padres era menos intachable de lo que se sugirió al principio. De acuerdo a los documentos extraídos del sumario, Karl estaba enojado con su padre porque podría haber sufrido abusos. "Ha habido amigos o personas de la escuela que parecen tener alguna idea de la dinámica familiar y aseguran que no era ideal para este niño y sus hermanos", dijo el abogado Jack Strickland.
Una de las maestras de Brewer dijo a los investigadores que solía pasar por la casa y, en cierta ocasión, había visto al chico parado en el patio delantero sosteniendo dos cubos. Los brazos de Karl temblaban mientras su padre le exigía que no dejara caer los recipientes. Otro de sus maestros le confesó a los detectives que el adolescente era obligado a dormir sobre el cemento del garaje cuando se metía en problemas y que sus padres le negaban la comida. Parece ser que había fisuras en su “perfecta educación cristiana”.
Progenitores asesinos
El psiquiatra ruso Malkin Dimitry llama la atención sobre otro dato sin duda interesante. Mucho más notorio y relevante que el número de padres asesinados por sus hijos rusos adoptados es el de niños rusos asesinados por sus padres, adoptivos o no. "No hay estadísticas públicas disponibles sobre ello, pero hay datos del Comisionado para los Derechos del Niño que afirman que solo en Rusia se registraron ochenta asesinatos de niños en 2022 a manos de sus padres", nos dice. "Otros estudios precisan que, durante el año pasado, se cometieron más de 100.000 delitos contra menores en la Federación. Y el porcentaje de ellos vinculados con los abusos sexuales ha ido creciendo desde 2018. La mitad de todos estos incidentes ocurren entre miembros de la familia".
En España, ni un diez por ciento de los parricidios y matricidios contabilizados durante los últimos veinte años (algo más de treinta), han sido cometidos por niños adoptados de cualquier origen. Lo habitual es que detrás de ese tipo de delitos se hallen las drogas o una patología psiquiátrica. "Los principales problemas sociales que tienen esos chicos son las dificultades de aprendizaje y de adaptación a la nueva familia de acogida", sentencia el psiquiatra ruso llamando la atención sobre las responsabilidades de los padres.
"Si no se comprenden suficientemente las necesidades médicas y psicológicas de un niño tan difícil, puede haber un posible aumento de su frustración que desencadene su agresión. Es decir, la conducta agresiva puede considerarse como una forma patológica y pervertida de defensa psicológica ante acontecimientos externos percibidos negativamente por el niño de una forma subjetiva. Lo que estos niños necesitan es una rehabilitación integral que incluya psicofarmacoterapia, psicoterapia y corrección psicológica. Los directamente involucrados en asesinatos deben someterse a un examen psicológico y psiquiátrico forense. También es importante evaluar la interacción dentro del grupo de los niños durante la comisión de un delito para aclarar sus objetivos y sus motivos".