A sus 48 años, a Dagmara Wozniak le duele la vida. Su cuerpo ha sido víctima de la degradación y la inmoralidad más absolutas. Su piel ha atestiguado la debilidad del hombre infeliz, dispuesto a comprarlo todo con fajos de billetes de 500 euros con olor a látex y a esperma. Abogados, empresarios, políticos; todos ellos han caído en las garras del vicio. Pero ella es la primera víctima, por ello, su voz es temida por todos aquellos que le han pagado por ocultar sus vergüenzas. “Si contara todo lo que sé, quizá sería la última vez que me ves con vida, estaría muerta”, revela en una entrevista con EL ESPAÑOL.
Cuando echa la vista atrás y recuerda su infancia en Cracovia, Dagmara observa a su padre, un policía estricto que enmascaraba sus emociones bajo una apariencia de frialdad, lo que contrastaba con la imagen de su madre, una enfermera con quien tenía una relación muy cercana y que moriría de cáncer cuando ella tenía 19 años. Ese fue el primer golpe devastador en la vida de esta mujer. Un varapalo que la dejó vulnerable y sin la guía materna en un momento crucial de su camino.
Tras la ausencia de su madre, ella quiso seguir la senda de su padre y convertirse en policía, aunque este se negó. “Me dijo que estudiara otra cosa, que para ser policía siempre tendría tiempo”, cuenta la polaca, quien acabaría por matricularse en Finanzas en la Universidad de Economía de Cracovia. También aprendió varios idiomas. “Me saqué la carrera con muy buenas notas. Me encantaba estudiar y formarme”, dice. Sin embargo, la vida la llevaría por otros derroteros que nunca imaginó.
Durante su adolescencia, a Dagmara nunca le hablaron de sexo. Todo lo tuvo que descubrir, y de la peor manera posible, años más tarde, entre la turbiedad de los clubes de carretera. "Mis padres nunca me dijeron lo que era un preservativo, ni me hablaron de consentimiento ni de nada. Mi padre era un hombre muy recto, y mi madre tampoco tuvo la oportunidad de explicarme nada antes de morir", cuenta la polaca, quien tuvo que hacer frente a un aborto recién cumplida la mayoría de edad. “Me quedé embarazada de mi novio al poco tiempo de entrar en la universidad, y no se lo podía decir a mi padre, tenía miedo de contárselo. Así que le robé dinero para pagar el aborto a escondidas”, revela.
Poco tiempo después, la vida, de nuevo, la puso contra la espada y la pared. Se enfrentaría a un cáncer de tiroides que por suerte superó. "Un día noté que tenía un bulto en el cuello. Me operaron de urgencia y me lo pudieron extirpar. Tuve mucha suerte”, recuerda esta mujer, cuyo paso por quirófano le sirvió, al menos, para entender que, en el fondo, su padre la quería. “Vino a visitarme. Se preocupó por mí. Es un hombre que nunca muestra sus sentimientos y ahí sí lo hizo", comenta.
Sin embargo, los pensamientos de Dagmara la llevaban a volar lejos del hogar familiar. “Sólo pensaba en marcharme de casa y vivir mi vida”, dice. En esas, conoció a un hombre, se enamoraron y al poco tiempo tuvieron un hijo. "Me fui a vivir a Varsovia con él. Tenía un restaurante allí en el centro de la ciudad, así que comenzamos a trabajar juntos. Ganábamos mucho dinero, tanto que en un año pagamos la casa que compramos. Yo tenía dos coches, niñera, mujer de la limpieza... No nos hacía falta de nada", relata.
Pero la aparente relación idílica se fue marchitando debido a la conducta de su marido. "Llegaba a casa borracho de madrugada con sus amigos, consumía cocaína, se iba de putas… pero en ese momento yo estaba tan enamorada de él que no me quería dar cuenta, era muy inocente...", expresa Dagmara, quien recuerda con desasosiego cómo después de cinco años de noviazgo, y a pesar del comportamiento tóxico de su pareja, decidieron casarse. “Tuve muchas dudas de si casarme o no… El día de mi boda estaba pendiente todo el rato de que él no bebiera demasiado. Porque sabía lo que pasaría después”, cuenta.
Tras el “sí quiero”, la relación empeoró. "No encajábamos, yo era muy joven, seguía yendo a la universidad, tenía otras inquietudes, me gustaba estudiar, y él no lo entendía... Comenzó a ser autoritario, siempre me decía lo que tenía que hacer", explica. Así, un año después, la relación tocaría su fin, aunque el detonante, más allá de los enfrentamientos constantes, sería la dura confesión que una noche le hizo su marido.
“Me dijo que tenía sífilis debido a una relación con una prostituta. Y me lo contagió a mí también. Yo me imaginaba que se iba de putas, pero no me lo quería creer, y ese día lo confirmé... Pasé tanta vergüenza, sobre todo porque si se enteraban mis amigos y mi familia pensarían que la puta era yo... Ahí misma yo caí en el estigma que años más tarde tanto daño me ha hecho", cuenta.
A partir de ese día, Dagmara decidió emprender una nueva vida. "Cogí a mi hijo, a mi perro, hice las maletas y me volví a Cracovia a casa de mi padre". Allí trabajó durante tres meses en un hotel hasta que decidió marcharse a Miami para trabajar como camarera en un crucero. “Estuve siete meses currando en jornadas de 14 horas. Nos explotaban", dice. Después, tras un breve periodo en Grecia, donde hizo un curso de guía turística, regresó a Polonia para así estar con su hijo de nuevo. "Cuando volví pensé que mi ex se había olvidado de mí, pero no fue así, me llamaba todos los días amenazándome, quería que volviera con él, no me dejaba vivir", relata.
Así que, para alejarse de su exmarido, y en busca de nuevos horizontes, decidió viajar a Chipre con una prima suya. Les prometieron encontrar un buen trabajo. Sin embargo, por recomendación de una amiga, comenzó a descubrir el mundo de la prostitución. “Ella me dijo que en Chipre había hombres dispuestos a pagar 2.000 euros por dos horas, y decidí probar”, cuenta. “Ahí vi que la mayoría de los clientes eran banqueros, empresarios y hombres de dinero. Mi prima se quedó a vivir allí con un hombre rico que conoció. Yo volví a los seis meses para encontrarme de nuevo con mi hijo”, relata.
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"Una vida de mentira"
En ese momento, Dagmara entendió que, gracias a su cuerpo, podía aspirar a tener una buena vida. Así que investigó por Internet hasta que encontró un anuncio en el cual buscaban chicas para un club en Barcelona. No lo dudó. Mintió a su padre diciéndole que se iba a España en busca de oportunidades y le pidió que se ocupara de su hijo unos meses.
Así, Dagmara llevaría lo que ella denomina "una vida de mentira". "Nunca le conté a mi padre a lo que me dedicaba realmente", comenta. No fue hasta hace un año cuando su hijo decidió contarle la verdad a su abuelo. "Me enfadé mucho con él. Mi padre es una persona que no expresa sus sentimientos, y creo que conocer la verdad le hizo mucho daño. Nunca me ha querido sacar el tema. No quiere asimilarlo", dice.
Cuando Dagmara aterrizó en la Ciudad Condal tenía 31 años. Nunca olvidará la primera persona con la que entabló conversación. “Era un armenio, con pintas de mafioso. Me estaba esperando en el aeropuerto. Me llevó a un club repleto de chicas, algunas muy jóvenes, que se pasaban el día drogadas y borrachas, y que no paraban de decir palabrotas. Me hablaban mal. Yo era una chica con estudios, con idiomas… Estaba asustada, no conocía este mundo y no encajaba en él. Así que, al día siguiente, recogí mis cosas y me fui”, narra.
Su próximo destino fue Logroño. De nuevo, a través de un anuncio en redes, conoció a una mujer polaca que regentaba una especie de “hotel de carretera”. “Pagaba 50 euros al día y tenía mi propia habitación. Podía salir a la calle de día, no había ningún dueño que te tocara la puerta ni nadie que te hablara mal. Y todo lo que ganabas era para ti. Me sentía relajada y segura. Ahí es donde empecé a dedicarme a esto de verdad”, dice.
Desde las 5 de la tarde hasta las 5 de la mañana, las chicas podían ir a recibir a los clientes en el “bar del hotel”. Allí se congregaban hombres adinerados, ataviados con elegantes trajes de marca, con ganas de cumplir sus fantasías a cualquier precio. “En una sola noche podía ganar hasta 600 euros. Por entonces, yo no hablaba nada de español, así que siempre les hablaba en inglés, lo cual me venía bien, porque así no tenía que tener mucha conversación”, explica. En aquel lugar, una sola copa costaba 30 euros. “Los clientes siempre te invitaban a todas las copas que quisieras”, dice. Hasta que el alcohol dio paso a la cocaína. “Una compañera con la que me llevaba bien me ofreció mi primera raya, para así trabajar mejor y no cansarte, y acepté”, se sincera.
Lujo en Marbella y 7.000 €/mes
Pero su vida en aquel club de La Rioja llegó a su fin cuando conoció a un cliente de origen marroquí que llevaba casi toda la vida viviendo en España. “Me aconsejó irme a Marbella, ya que allí me iba a forrar e iba a tener todo lo que quisiera. Y a mí, que me gustaba la buena vida, decidí ir”, explica. Una vez allí, alquiló un hostal y comenzó a trabajar en un club donde descubriría que la prostitución de lujo no trata sólo de mantener sexo, sino que “también consiste en hacer compañía”.
“Recuerdo una vez que estuve con un abogado que sólo le gustaba hablar y meterse coca. No quería sexo, sólo hablar y drogarse. Yo no entendía nada. Estuve con él durante 10 horas”, cuenta la polaca, cuyo trabajo consistía, en gran parte, “en escuchar a los clientes y decirles lo que ellos querían oír”. “Hay que jugar mucho con la psicología y ser inteligente, tener buena conversación. Había chicas preciosas que apenas trabajaban porque no sabían hablar”, explica.
Cada día que pasaba, la ausencia de su hijo, que había cumplido apenas siete años, pesaba más en ella. “Estuve ahorrando para poder traerlo y darle la mejor vida. Por entonces, ganaba alrededor de 7.000 euros al mes. Cobraba 150 euros la hora”, revela la ex escort. Finalmente, al cabo de tres meses en la Costa del Sol, decidió llevar a su hijo consigo. “Alquilamos una casa por 1.000 euros al mes, enfrente del colegio, donde enseguida hizo amigos. Yo siempre le di todo lo que me pedía”, cuenta Dagmara, quien tuvo que compaginar una doble vida con el fin de hacer feliz a su pequeño. “Trabajaba de 10 de la noche a 7 de la madrugada. Cuando llegaba a casa, tenía que llevar al niño al colegio… parecía una zombie”, comenta.
Durante aquellas noches, Dagmara estuvo inmersa en una vida de lujo. Grandes empresarios, incluso famosos periodistas del corazón que acudían a Marbella para cubrir el Caso Malaya —cuyos nombres no quiere revelar—, han contratado sus servicios. “Despilfarraban el champán como si fuera agua, se gastaban mucha pasta en cocaína. Podía cenar cada noche en un restaurante de lujo con un cliente distinto, adonde me llevaban en sus coches deportivos. A veces no sabía que alguien era famoso y me lo decían las chicas. Recuerdo que una vez uno me dijo que tenía 150.000 euros en la cuenta. Me pagaba todo lo que le pedía, me compraba los vestidos más caros… Algunos se arrepentían luego de haberse gastado tanto dinero”, apunta.
La degradación del vicio
Pero oculta tras esa fastuosidad y opulencia propia de una vida de ensueño, convivían las mayores de las humillaciones y tragedias. “Venían abogados con maletines repletos de dinero para gastárselo en coca y putas. A veces, querían pasar contigo varios días. Recuerdo a uno con el que estuve tres días seguidos a base de cocaína. Algunos acababan muy mal, daba miedo ver sus caras después de días sin dormir, sólo drogándose. Nunca lo olvidaré”, relata.
Tampoco podrá borrar de su mente a un cliente que llegó con un bypass para el corazón. “Empezó a temblar, quería consumir, y pensé que se moría, así que me fui, le dije que no lo hiciera. Yo tengo unos principios, no todo vale”, dice. En otra ocasión, otro cliente iba tan colocado que hasta se hizo sus necesidades encima. “Era terrible ver aquello”, expresa. “A muchos también les daban paranoias por meterse tanta cocaína y beber tanto. No sabían ni quienes eran… Y mientras tanto, sus teléfonos móviles no paraban de sonar. Eran sus mujeres llamándolos”, cuenta.
“La mayoría de chicas consumen para anestesiar su cerebro y poder aguantar lo que ven, porque no están preparadas. Nadie está preparado para soportar esa vida y ver esas cosas”, expresa Dagmara, quien asegura que hay escorts “que son capaces de hacer de todo por dinero”. “A los clientes les daba morbo que nosotras nos drogásemos también, porque se creían que nos poníamos cachondas. Y si no tomabas no querían estar contigo. Alguna vez pensé que me iba a morir de sobredosis. Una amiga mía se suicidó porque no aguantó esta vida”, expresa con la voz entrecortada por la emoción.
Pero no todo era pagar por “compañía”. Algunos clientes traspasaron el umbral que va “de lo profesional a lo personal” y se enamoraron de ella. “Como aquel abogado que me pidió que metiera a mi niño en un internado, y no quise saber nunca nada más de él”, dice. También conoció al hijo de un marqués, con quien tuvo una relación intermitente que duró varios meses. “Era una persona muy culta, aunque estaba enganchado a la droga, y eso hizo que tuviéramos una relación muy tóxica. Nos peleábamos y volvíamos, hasta que él se fue a la India”, relata.
Políticos y funcionarios en Tenerife
Después de aquella ruptura, Dagmara pensó que era un buen momento para cambiar de aires, aunque no de vida. Así que en 2013 hizo las maletas y se marchó a Tenerife junto a su hijo, un lugar del que quedó “enamorada” cuando lo visitó con su marido durante unas vacaciones. “Siempre pensé que quería venir aquí a vivir. Mandé a mi hijo a Polonia con mi padre, durante los meses de verano, hasta que encontrara un club donde trabajar de día, y no de noche, para así evitar la fiesta y las adicciones”, dice.
Sin embargo, su nuevo destino en las islas se asemejaba mucho al paisaje dantesco del que provenía. Eso sí, el perfil de cliente no era el mismo. Ahí se dio cuenta de que en el mundo de la prostitución de lujo también acuden funcionarios y políticos. No quiere dar nombres, por miedo a las consecuencias. “Es bastante impactante ver a miembros de diferentes partidos gastarse más de 3.000 euros en una noche por estar contigo y drogarse. He visto a un trabajador del ayuntamiento que hacía fiestas de tres días, hasta que se caía al suelo de la drogada…”, relata. Por ello, asegura haber recibido alguna que otra advertencia. “Algún político me ha dicho que mejor que no hablara. Tienen miedo de que yo hable, porque entre ellos todos se conocen”, dice.
Dagmara se autodefine como “socialdemócrata, de izquierdas”, pero la doble moral de los políticos ha provocado que sienta una profunda desafección política. “No puedes confiar en nadie. Un político debe mirar por tus intereses, y mira lo que hacen cuando no les ves”, expresa. También le indigna que este gobierno, “que tanto lucha por los derechos de las mujeres”, no haga nada para regularizar la situación de las prostitutas, ni tampoco se pronuncien sobre “lo que hacen sus colegas puteros”. “Luego ponen el grito en el cielo por el beso de Rubiales, pero y lo que sufrimos las prostitutas, quién mira por nuestros derechos, quién nos defiende a nosotras”, denuncia.
También dice estar en contra de abolir la prostitución, ya que eso “perjudicaría más aún a las prostitutas”. “No podemos cotizar. Yo no voy a cobrar jubilación a pesar de llevar toda la vida trabajando. Es muy complejo y cada caso es diferente. Pero acabar con la prostitución es imposible, ya se ha intentado en los países nórdicos y no ha habido resultado. Así que imagínate en España, que es la cuna del puterío”, afirma. Asimismo, opina que la trata se tiene que perseguir, pero para eso “hay que regularizar la prostitución, no abolirla”, argumenta.
Sin duda, lo que más le duele es la injusticia de ver cómo, a pesar de vivir dentro de la burbuja del lujo, “siempre serás una puta sin ningún tipo de derecho”. “Mientras el hijo de un político se gastaba 2.000 euros por acostarse conmigo y meterse dos gramos de coca, yo tenía que hacer este trabajo para sacar a mi hijo adelante. He sufrido y he luchado mucho para pagarle unos estudios”, cuenta Dagmara al borde del llanto. Su hijo, que ahora tiene 25 años, logró estudiar la carrera de Medicina. Actualmente trabaja como médico en el hospital de Lanzarote. “Y es un gran médico, todos lo dicen... estoy tan orgullosa”, expresa.
A día de hoy, su hijo conoce la verdadera historia de su madre. Su lucha para que él tuviera la oportunidad de cumplir sus sueños. Entiende que ella no le haya podido contar la verdad. “Se enteró que me dedicaba a esto cuando un día vio una conversación en mi móvil. No me dijo nada, ni cambió su comportamiento. Se lo guardó para él. Hasta que un día me lo preguntó. Me costó mucho contárselo”, explica Dagmara.
Secuelas de lo vivido
Después de más de 15 años habitando en las cloacas con olor a Chanel, y tras haber ganado en total “cerca de 600 mil euros”, asegura, dejó la prostitución. Lo hizo durante la Covid, cuando “ya no se podía trabajar”. Han pasado casi cinco años, pero las secuelas de lo vivido la persiguen cada día. Ha intentado dejar la cocaína en varias ocasiones, pero no ha podido, dice que se refugia en ella “para poder vivir”.
También intentó quitarse la vida. “Una noche me tomé 100 pastillas, bebí mucho alcohol y sufrí delirios. Me salvé de milagro… Cuando me desperté no me acordaba de nada”. Ahora le ha prometido a su hijo que “nunca más volverá a intentar suicidarse”. “Quiero vivir, aunque a veces todo me supera”. De momento, los servicios sociales se han hecho cargo de ella. “Las trabajadoras son muy simpáticas”, afirma con una entrañable sonrisa.
Dagmara reclama a gritos el cariño que ha dado y que nunca ha recibido. Ella mejor que nadie sabe que el dinero no compra la felicidad, ni mucho menos el amor. Al final, una vida de sexo obligado e inmundo le ha enseñado que necesita volver a estar enamorada para desear a alguien. Sueña con encontrar un hombre que no haya sido corrompido por las adicciones. “Me gustaría conocer a alguien que le interese lo que pasa en el mundo, que tenga conciencia social... Que sea buena persona”, expresa.
Seguirá soñando, sin perder la esperanza de ser feliz, mientras, revela a este diario que mantiene una especie de relación a distancia con un hombre maduro, soltero, del Opus y franquista. “Lo hago por necesidad. Me manda dinero todos los meses, aunque no lo veo en persona desde hace cinco años. Le gusta que hablemos por teléfono y que le haga compañía, pero él sólo me habla de Franco, de la División Azul y de Millán-Astray”, concluye al mismo tiempo que lanza un suspiro agónico. Sus palabras se esconden tras un manto de resignación.