Un birrete de plata custodia los ajuares de la justicia española. En el escaparate, un mazo de juez e insignias del Ministerio Fiscal actúan como preludio. Dentro, mucetas de raso avivan una habitación colmada de togas y cintas métricas. Alrededor, medallas del Tribunal Supremo y cordones de colores. Al frente de este paraíso textil, por donde deambula la jurisprudencia, se encuentra Enrique Gavilanes, sastre especializado en la confección de togas jurídicas y trajes para actos académicos universitarios.
Desde hace más de tres décadas, los miembros más destacados del Tribunal Supremo, del Consejo de Estado y de la Casa Real, entre otros, acuden a Gavilanes solicitando un traje a medida. Mediáticos abogados, procuradores, fiscales, jueces y magistrados que dictaron, por ejemplo, la sentencia del procés, solicitan sus servicios como modista. La Justicia española cortada por el mismo patrón, reunida en este pequeño atelier madrileño que estrategicamente se ubica en la calle Argensola, a menos de un kilómetro del Tribunal Supremo, el Tribunal de Cuentas, el Consejo General del Poder Judicial y la Audiencia Nacional.
La sastrería Enrique Gavilanes se estableció en el céntrico barrio de Justicia en 1990, hace 34 años. No obstante, la historia se remonta en una pequeña sastrería de Espoz y Mina a finales del siglo XIX, donde el padre de Gavilanes comenzó a trabajar en los años 40, al finalizar la guerra. Así pues, de padre sastre y madre modista, Gavilanes decidió continuar con la tradición familiar. "Es un negocio que da trabajo, del que se puede vivir", señala en conversación con este periódico.
"Guantes Alfonso / birretes / medalla doctor metal con baño dorado / 597 euros", se puede apreciar en una de las notas que cuelga de uno de los trajes académicos que atavían el local, junto a unas medidas y otras indicaciones. Gavilanes expresa que el precio de sus togas varían desde los 100 euros —siendo estas las más económicas, con tejido de verano, vistas de raso y forro interior, que "hacemos, prácticamente, en serie"— hasta "donde uno se quiera gastar", señalando que una toga de seda natural o de lana con cachemir ronda los 2.000 y 2.500 euros. Aclara que el precio depende de las medidas del cliente.
Gavilanes asegura que lo que hace única a sus togas es su elaboración, pues están confeccionadas pensando en el cliente y "pensando, a la vez, en que nosotros, como sastrería, tenemos que conservar una calidad y una tradición que llevamos mucho tiempo manteniendo".
El sastre insiste en que "les damos un toque especial, que creo que no le da nadie más". Al preguntarle por ese "toque especial", señala que se debe a "la forma de cortar las togas, los detalles, los materiales que utilizamos y, por supuesto, que todas llevan un proceso artesanal, pues más del 70 por ciento del traje está hecho a mano".
Pontífices, reyes y ministros
Hasta pontífices, presidentes del Gobierno y jefes de Estado se han visto envueltos en las cintas métricas de Gavilanes. Aunque no de todos tiene números exactos. "El servicio secreto israelí, por ejemplo, no entrega medidas", expresa el madrileño refiriéndose a Isaac Rabin, ex primer ministro de Israel, y a Yasser Arafat, expresidente de la Autoridad Nacional Palestina. "En estos casos tenemos que trazar unas medidas por medio de fotografías. A veces te las tienes que ingeniar, pero todo lo hace la experiencia".
Dos rasgos que caracterizan a Gavilanes son la discreción y la humildad. Aun así revela varias anécdotas que le han ocurrido en estas décadas. Al papa Juan Pablo, la sastrería de Gavilanes le confeccionó "un birrete con todos los colores de las carreras universitarias". También trabajaron para el rey emérito Juan Carlos y Sofía, cuando esta fue nombrada doctora honoris causa. Y Helmut Kohl, excanciller alemán, ha pasado por la misma vara de medir.
En ocasiones, ellos mismos se han visto obligados a desplazarse para obtener las necesarias medidas. Su padre, quien confeccionó la toga que Felipe VI lleva cada año en la apertura del Año Judicial, conoció la casa de Camilo José Cela, cuando este era rector de universidad. "Sucede con muchos consejeros de Estado. A veces nos desplazamos hasta el Banco de España o el Ministerio de Justicia", revela.
En la página web de la sastrería, se puede leer que Enrique Gavilanes ha conseguido "aunar las más antiguas y clásicas maneras de trabajar con una gestión moderna, adaptada a los nuevos tiempos". El sastre explica que en la época en la que su padre comenzó esta andadura, todo era manual: "Las togas requerían más tiempo, más trabajo, se utilizaban otro tipo de tejidos… Ahora todo ha evolucionado".
Aunque asegura que las máquinas facilitan la manera de trabajar, lamenta que cada vez sea más difícil encontrar a personas que se sepan manejar en la profesión: "Es un oficio que se está perdiendo. Hablamos de trabajos que aprenderlos requieren mucho tiempo, tiempo que ya no hay".
"Son oficios que se aprenden desde pequeño. Mejor maestro cuanto más trabajas", señala. Aun así, el sastre revela que comenzó tarde en la profesión. Cursó hasta Bachillerato y en su mente deambulaba la opción de matricularse en Psicología, —cuya muceta, por cierto, sería de color malva—. Pero la sangre tira. Con 24 años decidió, tras descartar varios proyectos futuros, que lo mejor era dedicarse a lo que había aprendido en casa. Algo que, asegura, no le costó demasiado. "Del pasado traería las manos de los trabajadores", expresa Gavilanes cuando se le pregunta por la evolución del oficio y lo que más echa en falta.
El sonido de la máquina de coser desvía la conversación. Al fondo, tres empleados cosen y deshilvanan togas e insignias. El sastre expresa que, en circunstancias normales, una toga se confecciona entre tres y cuatro días, aunque el plazo de entrega suele ser de un mes. Explica que lo más importante del proceso es la toma de medidas del cliente y averiguar el tejido que este va a solicitar. Revela que utilizan mucho la alpaca y la lana fría, "tejidos de verano que no tienden a arrugarse".
Además, es fundamental conocer la profesión del comprador: "No es lo mismo un abogado, que está yendo con su toga de un lado para otro, que un juez, un fiscal o un miembro del Tribunal Supremo, que suelen utilizarlo menos. Hay que conocer las necesidades de cada uno y sobre eso se barajan las posibilidades que hay, se le ofrecen al cliente y, finalmente, él escoge. A partir de ahí se le toman las medidas, se corta la toga, se procesa la misma y se entrega".
Al entrar en el establecimiento, a mano derecha, observamos una toga de invierno de un magistrado del Tribunal Supremo de la república. "Esto actuaba como abrigo. Por aquel entonces, en el Tribunal Supremo hacía un frío tremendo, por lo que llevaban togas que les abrigaban", explica Gavilanes. Al preguntarle por la fecha de la que data el traje, realiza cuentas: principios de 1920.
"Ahora un magistrado sería incapaz de aguantar un juicio con esto puesto", expresa mientras señala el material pesado con el que está confeccionada. De terciopelo y con encaje de Bruselas. "Miles de puntadas y miles de horas de trabajo", arroja el sastre, que revela que el traje estaría hoy valorado en 6.000 euros. "¡De cuando el tiempo no valía dinero!"
Al preguntarle por la evolución de las togas, el madrileño explica que antiguamente todos los magistrados del Supremo poseían dos togas: una de invierno y otra de verano. "Eran muy ostentosas, muy pomposas. Ahora todo se ha ido aligerando con el objetivo de ser más prácticas", señala.
Para concluir, Gavilanes expresa que no hay relevo generacional para la sastrería, aunque está seguro de que "alguien se quedará con ella". Lo que está claro es que no podemos despojar a la justicia española de sus mejores galas. Qué sería del Tribunal Supremo sin sus encajes, sin sus puñetas.