"Visité por primera vez las fuentes del Nilo Azul en 1985", asegura el misionero gallego Juan González Núñez desde Hawassa (él se refiere a ella en amárico como Awassa), una ciudad de Etiopía situada a 273 kilómetros al sur de Adís Abeba, la capital del país. "Estaba interesado en ver y en poder documentar aquel lugar que, dicho sea de paso, hace cuarenta años estaba prácticamente igual que en la época de Pedro Páez, el jesuita y misionero de Olmeda de las Fuentes (Madrid) que, en 1618, se convirtió en el primer europeo en alcanzar las fuentes del Nilo Azul".
"Ahora aquello es completamente diferente", afirma el padre en un tono de decepción. "La Iglesia Ortodoxa de Etiopía se ha adueñado de todos los rincones sagrados de cierta importancia y ha construido un muro alrededor de las fuentes, a las que sólo acceden algunos enfermos autorizados por los sacerdotes. La mayoría va allí con su cantimplora de plástico, y son los propios clérigos quienes se la llenan. Debo decir que a los católicos nos tienen entre ceja y ceja".
Al jesuita le llevó a las fuentes el emperador en uno de sus viajes. "Para los etíopes, éstas no se hallan a la salida del lago Tana, que es de donde sale el río grande, sino en la surgencia de la que brota un riachuelo que desemboca en el lago. Pedro Páez nunca se refiere a su llegada a ese lugar como 'descubrimiento'. Sin embargo, tenía una cierta conciencia de que estaba contemplando algo importante y la prueba es que dice que se alegra de haber visto lo que Cambises, Julio César y Alejandro desearon ver y nunca vieron. Él describe muy detalladamente aquel lugar, que no era nada aparatoso: una zona pantanosa cubierta de hierba y un pequeño manantial con dos ojos en los que tuvo que introducir dos lanzas para tocar el fondo".
Que fue Pedro Páez y no otro el primer europeo en contemplar ese lugar es un hecho histórico incontrovertible y perfectamente documentado. La anomalía aquí es que ni siquiera los españoles éramos conscientes de la gesta de ese compatriota hasta que el propio misionero Juan González Núñez escribió un artículo sobre el madrileño en la magnífica revista de los combonianos Mundo Negro. La información fue publicada en 1988 y pasó inadvertida. Un par de años después, el gallego publicó un librito de doscientas páginas recientemente reeditado y actualizado donde volvía a mencionar al jesuita (Etiopía, hombres, lugares y mitos) y este cayó en las manos del reportero Javier Reverte, que hizo famoso a Páez en Dios, el diablo y la aventura.
El periodista y escritor, fallecido en 2020, le otorgaba honestamente a Juan el crédito de haber rescatado la memoria del olvidado religioso español en la primera página pero, con todo, el comboniano continuó en los márgenes de esta historia fascinante de mitos y exploraciones españolas y portuguesas por Terra incognita. O si se quiere de otro modo, Juan le devolvió a Páez el honor de haber sido el primer occidental en hollar las fuentes del Nilo, pero él mismo quedó sin descubrir o sólo descubierto a medias, y no sólo por ese hallazgo, sino por todos los libros fascinantes sobre África que lleva más de treinta años escribiendo y publicando en la editorial de Mundo Negro. Afirmar que es uno de los más reputados africanistas que ha tenido nuestro país sería más que justo.
¿Y cómo dio él con Páez? "Supe de su existencia interesándome por la historia de Etiopía", aclara. "Yo llegué a ese país en 1976 y hubo un periodo en que fui rector del seminario e impartía clases. Me sorprendió que tuviéramos un programa lectivo igual al que pudiera haber en París o en Roma. No había ni mención a la cultura o la historia etíope y cuando me propuse introducirla en nuestras clases me dijeron que no estábamos preparados para ello. Fue entonces cuando comencé a documentarme y a hacer yo mismo ese trabajo. Hay una colección de 17 volúmenes que recoge todos los escritos de los jesuitas entre los siglos XVI y XVII y allí estaba el del madrileño. Pregunté por él en todas las partes y nadie le conocía. Ni siquiera el bibliotecario de Comillas".
De ese desconocimiento público que había sepultado el recuerdo de Páez se sirvieron los británicos para arrebatarle el mérito. Hay otros precedentes como el del rabino navarro Benjamín de Tudela, a quien igualmente se le despojó del honor de haber consignado setecientos años antes que el británico Sir Austen Henry Layard que bajo un tel (colina formada por restos arqueológicos) situado en la margen derecha del Tigris, en las inmediaciones de Mosul, se hallaban las ruinas de Nínive, la capital de Asiria, de tan infausta memoria para el pueblo judío.
Tampoco eso puede ser puesto en entredicho porque el rabino consignó su anotación en el Séfer Masaot, que es el relato del fascinante viaje que realizó a Oriente Medio. El de Benjamín es también un caso de manual de amnesia colectiva histórica del que los españoles son, en este caso, responsables. No llegó a Samarcanda pero fue un más que digno precedente de Marco Polo y uno de los mayores exploradores que ha tenido nuestro país, como bien saben los israelíes.
Pero lo de Páez es aún peor. Incluso a día de hoy, si se efectúa en Google en inglés una búsqueda de "descubridor del Nilo Azul", muchos de los resultados persisten en atribuírselo al usurpador escocés James Bruce. Hay excepciones, como la Enciclopedia Británica, pero el grueso de las entradas siguen escatimándole el honor.
Realmente, cuando Bruce llegó a Gish Abay el 4 de noviembre de 1770, creyó
que era el primer europeo en visitar el manantial. El monstruoso ego de James Bruce (del que dejó sobradas pruebas en las pomposas crónicas de sus viajes de 'descubrimiento') tuvo que sufrir un varapalo descomunal cuando el geógrafo Juan Bautista D'Anville le informó en París, a la vuelta de su viaje y de retorno a Gran Bretaña, que la fuente del Nilo se había dado a conocer en Europa a partir de los viajes de Páez y de otro jesuita llamado Jerónimo Lobo. D'Anville también intentó convencer a Bruce de que el Nilo Azul no era la fuente principal del río, y que al menos dos tercios del misterio del Nilo seguían sin resolver.
Bruce no pudo encajarlo y siguió insistiendo maliciosamente en que no sólo había sido él el descubridor del Nilo Azul, sino que era de allí de donde procedía la parte del león del caudal que alimentaba el río. Estaba patéticamente equivocado en ambos extremos, pero pudo más su vanidad y su berrinche. Hubo de esperarse hasta 1858 para que el también británico John Henning Speke descubriera el lago Victoria, del que fluía el Nilo Blanco.
"Se puede suponer que Bruce se dio cuenta de que Páez y Lobo lo habían visto antes que él y se amargó muchísimo, hasta el punto de volverse hostil hacia el recuerdo de los dos hombres", afirman Terje Oestigaard y Gedef Abawa Firew en Las fuentes del Nilo Azul. El perdedor británico dedica varias páginas de su tercer volumen a refutar la gesta de Páez y a asegurar que su relato era una interpretación moderna. Incluso a día de hoy, muchos de sus compatriotas le siguen reconociendo el mérito en perjuicio del español.
"Por supuesto que ese honor se lo han robado deliberadamente a Pedro Páez", dice Juan. "Los libros de texto aún mencionan al explorador James Bruce y a Speke y Burton como los descubridores del Nilo Azul y el Blanco, respectivamente. Hay varias teorías acerca de por qué la figura de Páez tardó tanto tiempo en ser reconocida. Una de ellas sugiere que al madrileño le siguieron otros muchos jesuitas que le copiaban casi todo, pero atribuyéndose el hallazgo o muchas de sus observaciones. De lo que no hay duda es de que James Bruce fue a descubrir y a proclamarse descubridor de lo que ya se sabía descubierto".
Juan nació en 1944 en Casdiego, una aldea de tan sólo tres vecinos de la provincia de Orense anegada por un embalse en 1952. Hace cincuenta y seis años, fue ordenado sacerdote en Valencia. Ya entonces soñaba con servir en África, a donde fue finalmente destinado. Llegó a Etiopía por primera vez en enero de 1976, dos años después de que fuera destronado el emperador Halie Selassie y se ensayara uno de esos experimentos marxistas setenteros. Allí reside todavía, aunque en el transcurso de todos estos años ha pasado largos periodos en España, donde se desempeñó, entre otras cosas, como director de Mundo Negro. Ahora es el administrador apostólico de la diócesis de Hawassa o, lo que viene a ser lo mismo, una especie de obispo interino o, por así decirlo, un mitrado sin mitra.
Por el edificio de la sede episcopal alternativa que ocupa campan los monos a sus anchas. "Eso es muy habitual aquí", cuenta. "No son babuinos, que son mucho más grandes, sino una especie de criaturas mucho más pequeñitas a las que aquí llamamos 'tota'. Están protegidos y no pueden matarse o tocarse, así que andan por donde quieren y todo lo más que puedes hacer es producir ruido para asustarles. Son terriblemente traviesos. ¡Y Dios me libre si entran en una cocina porque te lo tiran todo por tierra! Suelen estar por los tejados… Aparte de eso y de unos mosquitos diminutos que no causan malaria pero sí mucho prurito, las únicas fieras que tenemos por aquí son las hienas. Merodean de noche. A partir de la tarde, ya escuchamos sus gritos. A veces, incluso atacan a personas. Cuando había toque de queda en Adís Abbeba, llegaban incluso al centro de la ciudad".
Hawassa es ahora mismo uno de los pocos lugares de Etiopía donde uno puede viajar seguro. "Hay muchos sitios peligrosos en el país actualmente", advierte el misionero. En el Tigray, que es la zona que limita con Eritrea, hubo una guerra terrible entre 2020 y 2021, aunque ahora se están recuperando un poco. En la región Amhara están en guerra con el gobierno federal, y es allí donde están Gondar y otros lugares históricos que ahora mismo no pueden visitarse. He visto muy mal Etiopía, pero nunca tan mal como ahora. Se han quedado sin los ingresos del turismo y el enfrentamiento armado se lleva un cincuenta por ciento del PIB. No hay trabajo ni iniciativas y la principal ocupación de la juventud es servir en los conflictos que enfrentan a las principales etnias".
Hace cincuenta años, cuando Juan llegó a Etiopía, el país solía asociarse a esas imágenes de niños famélicos que divulgaba la Iglesia el día del Domund cuando sacaba a pasear las huchas. Muchos de los chiquitos adoptados por familias españolas llegaron durante aquel tiempo y en los decenios subsiguientes. "En el 73 hubo una gran hambruna que el emperador quiso ocultar. De hecho, fue uno de los argumentos principales que usaron los marxistas para destronarlo. Resultó que once años después, en el 84, hubo otra gran hambruna. Yo estaba entonces en el seminario y me fui con mis compañeros a un campo de refugiados. De aquella experiencia salió un librito de 110 páginas que se agotó enseguida: 38 días en el corazón del hambre. Posteriormente, ha habido sequías recurrentes tan graves como aquellas pero las cosas ahora están mejor organizadas. El pasado año hubo muchos desplazados, pero hubo comida suficiente para que nadie muera".
Además de las labores sanitarias y educativas de cualquier misión, su labor y su razón de ser y de vivir en Etiopía ha sido siempre, por supuesto, evangelizadora. Juan pasó un largo periodo haciendo catequesis entre los gumuz, un paupérrimo pueblo etíope al que ha dedicado varios libros estupendos. "En efecto, yo pasé diez años entre la gente más marginada de Etiopía. Eso me ayudó a crecer. Tuve que preguntarme cómo les enseñaba el mensaje cristiano a unas personas que son totalmente analfabetas y tienen una idea vaguísima de religión. Hube igualmente de replantearme quién y cómo es Dios y la cuestión del mal y el sufrimiento en el mundo".
A la Iglesia católica se le ha acusado a menudo de paternalismo condescendiente para con los pueblos donde ha intentado pescar almas en frecuente competencia con los protestantes. Luego, surgió aquel concepto de inculturación, con el que solían referirse al esfuerzo de adaptar los rituales y los elementos no esenciales de la religión a la cultura local. "Es absolutamente falso que el cristianismo destruya las culturas", sostiene Juan. "Al contrario, tiene un gran respeto por ellas y sólo rechaza lo que es moralmente reprobable. Me refiero, por ejemplo, a los sacrificios rituales de los hechiceros; a los compromisos de boda de niñas menores en edad de escolarización o al intercambio matrimonial de hermanas, lo que, dicho sea de paso, es ilegal".
"Hay que ser muy escrupuloso con la defensa de los elementos locales en un momento político en el que hay un tribalismo sumamente agresivo y luchas étnicas. Lo que está destruyendo verdaderamente las culturas son los contravalores de la globalización. Volvamos, por ejemplo, a los gomuz entre quienes yo viví. Si de verdad quieres preservarlos sin cambios tendrías que hacer una reserva. A menudo, los misioneros extranjeros pusimos hemos puesto énfasis en incorporar elementos culturales de los locales que los propios lugareños".