Un consejo: si quiere saber algo de su vida, evite preguntárselo a él. Otro más: si espera un relato lineal y metódico, olvídese. Y el último: si busca un rato de charla dispersa sobre asuntos que van desde las drogas hasta los perros, enhorabuena: está con la persona adecuada.
Esta persona es Javier García Roche, más conocido como El Rey Chatarrero. Nacido en Barcelona hace 42 años, su biografía está marcada por el barrio, las drogas, la violencia, el boxeo, la cárcel, la chatarra, las mujeres, las peleas, los animales o la fama. Tantas cosas, tan caóticas y entrelazadas, como los tatuajes que cubren su cuerpo, donde este periplo existencial también se enreda, se superpone, se difumina o luce escamado por el tiempo.
De lo relacionado con quien traficó en la adolescencia, se hizo cargo de la empresa familiar y ganó campeonatos profesionales por su calidad pugilística en su juventud o escaló al foco mediático organizando veladas de lucha entre quincalla y hollín queda poco claro. Ni en su discurso ni a lo largo de su anatomía, donde cohabitan un dragón chino, una lista de pecados capitales, una huella sin garras, un corazón, un diamante, lemas como 'Sólo Dios me juzgará' o dos conceptos contrapuestos grabados con tinta en sus nudillos: 'Todo' y 'Nada'.
Se saben algunas cosas, como que se crió en el barrio de Badal de Barcelona en una familia humilde. Que dejó los estudios y se decantó por el menudeo, por los hurtos, por lo que ahora mucha gente de bien etiqueta como 'la universidad de la calle'.
Que heredó el negocio de su padre como chatarrero y que lo compatibilizó con una carrera sobre el ring. Que montó un gimnasio para que jóvenes vulnerables entrenaran. Que fue objeto de un libro del que se han agotado varias ediciones. Y que su preocupación por el bienestar animal le llevó a conducir su propio programa de televisión, 'A cara de perro'.
Pero de eso hace unos años. En 2017, El Rey Chatarrero perdió su trono. ¿La razón? Una denuncia por amenazas y por publicar un vídeo íntimo de su expareja, Lara Ruiz. De pronto, los reportajes disminuyeron, el ritmo y las interacciones en redes sociales mermaron y en las noticias ya no se hablaba de sus apariciones en pantalla o de sus proyectos en los límites de la Ciudad Condal. Lo que más se repetía eran las palabras "presunta violencia de género".
En medio de este desdén público, y añadiendo algún que otro altercado más en su currículo, García Roche continuó con sus tres actividades fundamentales: el boxeo, la chatarra y los perros.
"Después de eso, seguimos igual, hermano. Yo nunca he dejado de entrenar, de trabajar y de ayudar a los animales", asegura una tarde de octubre desde su campo base, en un polígono a las afueras de Barcelona. Bajo el rótulo de Chatarras Gil, la empresa familiar que comanda con una decena más de empleados, el barcelonés rememora algunos de esos episodios pretéritos y deja clara una cosa: un rey nunca traspasa su cetro, sólo lo esconde.
Javier García Roche habla sin tapujos tras un periodo de redención. No será, como avisábamos, una entrevista al uso. Será algo deslavazado, salpicado por encuentros con antiguos compañeros, saludos a conocidos, cambios de tema, bromas o muestras de fotos, audios y vídeos en el móvil. De alguna manera, se abordarán las principales cuestiones por las que su nombre aún resuena en el imaginario colectivo y por el que sus compañeros le califican como "un máquina".
Volvamos antes al asunto principal de su desaparición. En junio de 2017, Lara Ruiz, su expareja, le denunció por amenazas y difundir un vídeo teniendo relaciones sexuales. En enero de 2024, sin embargo, García Roche fue absuelto de ambos cargos.
Según la sentencia, donde los testigos catalogan la relación de "tóxica", no hay pruebas que demuestren las acusaciones. El Rey Chatarrero achaca a esa demanda y a un delito que no cometió la cancelación en la esfera mediática. Pero tampoco quiere lamerse las heridas: "Todo está bien. Ahora tengo tranquilidad. He hecho las paces con mi familia y he cambiado: he visto la libertad del amor".
¿Cómo se ha producido esa transformación? Para llegar al momento actual, habría que recordar brevemente el sendero andado. Echamos mano de Valen Bailon y de la biografía que escribió con Raúl Gimeno para ordenar sus pilares principales.
El primero es la familia: hijo de dos trabajadores y con tres hermanos, no puede presumir de holguras económicas ni de un inmenso abanico de oportunidades y estímulos.
El segundo es el contexto: a García Roche le tira más el parque que el aula, los porros y las 'rulas' que los libros.
El tercero es el deporte: se aficiona al boxeo no sólo por sus cualidades físicas, sino por el bienestar que le genera subirse al cuadrilátero.
El cuarto son los perros, por los que siente una empatía instantánea.
Y el quinto es la chatarrería, lo servirá de hilo conductor a su extraviado rumbo.
Moviéndose en estas coordenadas, termina traficando a pequeña escala, dando palizas y robando coches. Eso le lleva a la cárcel y a un punto y aparte vital. Entre rejas se da cuenta de que los trenes pasan y él sólo los ve en la distancia. Se reconcilia con su familia, se dedica al deporte y se vuelca con los animales.
Esto le otorga el remanso "físico y emocional" que requiere su "naturaleza autodestructiva". Atraviesa relaciones tormentosas, se enfrasca en una rutina de entrenamiento, trabajo, cuidado de perros y un paulatino ascenso a la esfera pública. Pasa de delincuente a estrella.
Los vídeos de ese peculiar 'club de la lucha' se viralizan. Presenta a sus "cachorros", narra sin impostura sus días de pandillero o de preso, le fichan para un formato de Mediaset y cualquier publicación donde aparece es jaleada con miles de comentarios.
Hasta que llega el vacío y regresamos a este rincón de Sant Adriá de Besos donde pega sin tregua un sol otoñal. García Roche se sienta en estas aceras periféricas o camina por ellas con un polo amarillo y arrastrando a Morrut, un enorme bull terrier de nueve años. "Su dueño vive en la calle y me estoy haciendo cargo", dice mientras lo levanta a horcajadas y repasa su trayectoria.
"Yo era un subnormal que me apoyaba mucho en la validación de la gente. Antes tenía que ir con un Porsche y fardar, con una mujer... Ahora he aprendido que no me gusta mandar, que no necesito a nadie. Me he comprado una camper y he hecho el Camino de Santiago: ¡Me he vuelto un perroflauta!", suelta con voz erosionada y acompañándose de una risa que brilla gracias a dos fundas metálicas en su dentadura.
Según cuenta, en ese cambio han ayudado los psicotrópicos. García Roche lleva tres años haciendo ceremonias de ayahuasca, kambó o sapo bufo. Con la liana amazónica y los ungüentos de estos batracios ha despertado unas emociones "muy bonitas".
"Yo era muy terrenal y venía de la parte oscura. Vi que tenía mucho ego y que era subnormal. Ahora valoro otras cosas, pero nunca he dejado de vivir a lo chuleta", confiesa mientras cierra los ojos y gira la cabeza hacia el sol: "Ves, esto no lo cambio por nada. Que te dé así la luz del día es mejor que cualquier noche de fiesta", sostiene en una especie de revelación mística.
Hay un momento, incide, en que pierdes el norte. "Yo siempre he sido un cabeza de chorlito, pero si eres un chuleta y encima estás rodeado de aplausos, lo normal es que te vuelvas gilipollas. Tienes tanto poder que te come el personaje", admite, desplegando una máxima que intenta cumplir a rajatabla: "Si hacen una película de tu vida no puedes ser tú el protagonista".
A él, ese rodaje le quedó grande. "Me di una hostia de humildad tremenda y es lo mejor que me ha pasado", cavila entre máquinas que aplastan quincalla, entre cubos de PVC o latón y en medio de una coreografía de camiones y grúas que salen y entran con el material del que se nutre su imperio.
"A mí no se me caen los anillos. Lo que menos me gusta es estar con gestiones. Yo cojo la furgoneta y voy a buscar, o me pongo aquí a cargar. Me pego unas curradas tremendas", esgrime ante la mirada de Said, uno de los encargados, y Vladimir, un joven dominicano de 23 años que le pide recuperar las peleas para participar.
"Con esto mantengo a mi familia y a los perros", arguye, haciendo una de sus múltiples digresiones: en estos momentos, sus hermanos tienen problemas mentales y de adicción. Él les ayuda, a la vez que trata de atender a su madre. También cobija a cinco perros y coordina rescates con varias asociaciones de la zona.
Cumple una rutina escrupulosa, según indica. A las siete de la mañana ya está abriendo esta nave. Luego se pasa hasta las cuatro de la tarde resolviendo tareas o visitando otro local que tiene cerca, con otros diez empleados. Se va a entrenar y vuelve a su casa, que ya no está ni en su barrio ni en la ciudad, sino en Cardedeu, una localidad del interior, hacia la montaña.
"Contrato a una persona, Mayra, que se encarga de dar de comer y pasear a los perros, porque antes lo hacían mis parejas, pero llevo tiempo soltero", explica.
Sólo modifica este orden cuando, en lugar de darle al saco, hace "descanso activo" probando con el 'skate' o el 'paddle surf': "Estoy haciendo deportes de equilibrio para aprender a surfear, porque en un viaje de ayahuasca me visioné con mi niña en una ola", apunta, elucubrando sobre la posibilidad de tener una hija y, así, "sanar una herida del universo" y hacer feliz a su madre, a quien no quiere dar más disgustos.
"Me la como a besos cada vez que la veo", cuenta, preocupado por la deriva de la chatarrería y enumerando los diferentes negocios en los que anda metido. "Mi política es el dinero: trabajar, pagar impuestos y que me dejen en paz", zanja.
"Invertí en una tienda de productos cannábicos en Madrid, en otra en Tailandia y en un hotel en Koh Lipe, una isla de allí", detalla, enseñando fotos de sus escapadas al país asiático, donde no le importaría mudarse. "Llevo ocho navidades tomando las uvas fuera, pero no me voy por responsabilidad moral", puntualiza.
Lo que sí hace a menudo, con esa furgoneta camperizada que ha suplantado a los coches de alta gama con los que se pavoneaba, es irse a dormir en medio de la nada. "Me tumbo, leo y me echo unos cacharros por la noche que me dejan planchado", ríe, refiriéndose a los canutos de marihuana que aún consume, como único vicio preservado de ese pasado tenebroso.
Un pasado del que asevera haberse desprendido. Le quedan las marcas en la piel y en los ficheros policiales. Para recordarlo se ha tatuado junto a la ceja la palabra 'satiro' (sin tilde). "Era en lo que me convertía cada vez que salía y consumía. Cada vez que me falto al respeto, me convierto en algo oscuro", aduce, convencido de que el hombre debe ser como un perro de presa: "Leal, cariñoso y que sepa pelear".
Si echa la vista atrás, ni se asusta ni se sorprende: "Era un irresponsable, pero como cualquier joven. Si volviera, haría todo igual. Todo el mundo tiene derecho a aprender".
¿Se podría hablar, en su caso, de reinserción? "No sé lo que significa eso, porque lo que para unos es un delito, para otros es un derecho. Veo gente que lo pasa muy mal y claro que va a robar. Lo importante es no hacer daño gratuito", reflexiona antes de despedirse de Luis Jiménez, un antiguo cliente de 46 años que también ha paladeado el polvo de celda y con el que mantiene un diálogo difuso:
—Él también peleaba.
—Me llamabas el pulpo humano, porque levantaba 100 kilos con un brazo.
—Yo pensaba que estabas preso, como no venías…
—No, qué va. Bueno, lo estuve porque le di una patada a un funcionario y me sacaron más cosas.
Es que una vez te pillan por algo, tiran de otras mil historias.
García Roche zanja así la conversación con este visitante, pasando inmediatamente a otro asunto. Porque, siguiendo los consejos del principio, es complicado obtener un relato nítido de sus múltiples aventuras. Obviando esas recomendaciones, sin embargo, se acabará disfrutando con alguien que, a pesar de sus tropiezos, no se amilana.
"¿Quieres saber quién soy? Soy un puto 'rocknrolla", suelta con fanfarronería, en alusión a la película de Guy Ritchie donde personajes al margen de la ley no se conforman con las migajas, sino que anhelan el lote completo: sexo, drogas y fama. Lo mismo que, al menos hasta hace unos años, caracterizaba a El Rey Chatarrero.