El sueño de Carlos es la pesadilla de sus padres. Hace poco que ha amanecido y María se acerca a la cama de su hijo. El dormitorio está a oscuras. De fondo suena una respiración honda, estremecedora en mitad del silencio. “Despierta, Carlos”, dice con voz templada. Pero él duerme. Apenas atina a mover los párpados. Una mascarilla tapa su nariz y, con una frecuencia fija, una burbuja de aire atraviesa el tubo al que está conectado y llena sus pulmones. Respira. “Carlos, vamos”, insiste. Vuelve a respirar. Por fin reacciona. Abre los ojos. Y ahora la que resopla tranquila es María. Su hijo le ha ganado el pulso a una nueva noche.
La vida de María y su marido Juan Carlos cambió cuando sin saber porqué su hijo, un recién nacido de 45 días, entró en parada cardiorrespiratoria de forma súbita. Fue durante la noche, mientras dormía. Cuatro meses después de un sinfín de pruebas médicas llegó el diagnóstico: síndrome de Ondine, una enfermedad de las llamadas raras que afecta a uno de cada 200.000 nacidos en todo el mundo. En España, unas 40 personas ya han sido diagnosticadas. “Se olvidan de respirar mientras duermen”, explican. Y si no se pone remedio, mueren.
“Esto me ha tocado y me ha tocado”, acierta a decir Juan Carlos, padre de Carlos, quien confiesa no haber asimilado la situación aun pasados cinco años de la diagnosis. “¿Por qué me ha tocado?”, repetía en el hospital sin hallar respuesta. Ni siquiera los médicos que atienden a su hijo la tienen. El síndrome de Ondine tiene un origen genético pero su caso es diferente. Es un ‘novo’, lo padece sin que sus progenitores la manifiesten o sean portadores. “Ahora sé lo que es una enfermedad rara, solo lo sabes cuando te toca”, asegura.
Al despertar, Carlos es una maraña de cables. El tubo del respirador, el hilo del pulsioxímetro (que mide su frecuencia cardiaca y el nivel de oxígeno en sangre) y los elásticos de la mascarilla comparten espacio con Willy, un cochinito de peluche que acompaña los sueños de este niño de El Cuervo, un pequeño municipio situado en el límite de las provincias de Sevilla y Cádiz. “A donde va, siempre lleva a Willy”, explica María. “Por si me duermo”, puntualiza Carlos, un niño tranquilo, obediente, muy perfeccionista y besucón con los suyos.
Willy vigila los sueños de Carlos. También sus padres, que a duras penas descansan mientras su hijo duerme. “Siempre hay algún pitido, porque se mueva el pulsioxímetro o se quite la mascarilla de un manotazo sin querer”, cuenta María. Con el paso de los años se han ido disipando los primeros miedos que acompañan al Ondine, que asalta cuando cae la noche.
El Ondine, o síndrome de hipoventilación central congénita secundario, es un trastorno del sistema nervioso central que afecta al control autonómico de la respiración, que rige las necesidades de aumentar o no las respiraciones o lo profundas que estas deben ser. Ese fallo, un mal funcionamiento del sistema respiratorio que hace que se dispare el porcentaje de anhídrido carbónico en sangre y se desplome la presencia de oxígeno, puede derivar si no se actúa a tiempo en una parada cardiorrespiratoria. Proceso que se da durante el sueño.
En resumen: su cuerpo deja de respirar adecuadamente durante el sueño o cuando pierdan la consciencia. Después experimentan una situación análoga a una intoxicación por humo, la muerte dulce. Durante el resto del día hacen vida normal.
Quienes lo padecen no pueden quedarse dormidos sin conectarse a un respirador. Ya sea mediante una mascarilla en los adultos o, en el caso de los más pequeños, mediante una traqueotomía para que el aire le entre a los pulmones a través de una cánula. “En los niños no es viable una mascarilla para dormir, porque se mueven mucho, manotean y se la pueden quitar de forma inconsciente”, explica María, la madre de Carlos.
“Ahora ya se ha adaptado a la mascarilla pero los primeros días luchaba mucho y se levantaba asustado”, añade. “La burbuja de aire que entra en los pulmones es grandísima”, detalla María. “Nosotros lo hemos probado y es incómodo. Pero una vez que se adapta y se deja respirar no le molesta”, concreta.
Una maldición mitológica
El origen del nombre del síndrome se encuentra en la mitología germánica. Ondina, ninfa del agua, se enamoró de un mortal. En sus votos, el marido dijo: “Que cada aliento que dé mientras estoy despierto sea mi compromiso de amor y fidelidad hacia ti”. Pero fue infiel y sobre él cayó una maldición. “Me juraste fidelidad por cada aliento que dieras mientras estuvieras despierto y acepté tu promesa. Así sea. Mientras te mantengas despierto, podrás respirar, pero si alguna vez llegas a dormirte, ¡te quedarás sin aliento y morirás!”, maldijo Ondina.
La curiosidad acerca del origen del nombre ha jugado a favor de los diagnosticados. Esta peculiaridad ha hecho que el síndrome sea conocido entre la comunidad médica. “Aunque la inmensa mayoría de los pediatras no han visto ningún Ondine en toda su carrera”, confirma el doctor Arturo Hernández González, intensivista pediátrico del Hospital Puerta del Mar de Cádiz. “Pese a ser una enfermedad rara es bastante conocida”, añade el galeno, que lleva el caso de Carlos.
Sin embargo, el diagnóstico es difícil de alcanzar a corto plazo. “Más en los casos menos graves”, detalla el pediatra. “Hay pacientes que aguantan más tiempo de sueño sin el respirador pero en otros la evolución es rápida y la saturación de oxígeno en sangre se desploma”, detalla. “Hay niños que fallecen de pequeñitos y no sabemos si se tratan de casos de Ondine porque no han sido diagnosticados”, añade.
La única forma de confirmar un caso de Ondine es mediante pruebas genéticas, que llegan después de comprobar todo tipo de patologías, ya sean infecciosas, obstructivas o cerebrales. “No ves ninguna alteración anatómica, solo que no funciona bien el sistema respiratorio”, comenta el doctor Hernández.
En el caso de Carlos, el segundo Ondine que diagnostica en su carrera, fue especialmente complejo porque aguantaba horas, incluso días, sin necesidad de conectarse a la respiración asistida. “Cuando ingresó era un niño muy decaído. Los altos niveles de carbónico no se correspondían con una infección, eran muy altos”, recuerda. “Y cada vez que se desentubaba se repetía el cuadro”, confirma. Hasta que se confirmó la diagnosis.
Los primeros casos en España
El de Carlos es el caso número 37 diagnosticado en España, donde se estima que hay unos cuarenta afectados. Uno de los primeros fue Óscar Casanova Mata, el cuarto en registrarse en el país. Fue hace 22 años, a las pocas semanas de nacer, y desde entonces convive con el síndrome.
“Es una situación jodida”, sintetiza. “Pero estoy convencido de que el Ondine me ha hecho ser más fuerte, más maduro”, asegura Óscar, natural de Malagón, un pequeño pueblo de la provincia de Ciudad Real. “Supe pronto dónde estaban mis límites y que el primero que debía cuidar de mí era yo mismo”, confiesa.
Ni en la escuela, ni en el instituto. Nunca tuvo problemas con los compañeros. Todos eran conscientes del síndrome que padecía. “Me trataban bien”, recuerda. “Al tener la traqueotomía, te miraban, te preguntan... pero nunca le di importancia, no más de la que realmente tiene”, explica. “No he tenido complejo”, añade. “Pero me costaba socializar con la gente, era muy tímido”, detalla.
Los años de niñez “fueron duros” para los padres de Óscar, que a lo largo de los años han prestado especial atención al joven. “Me han sobreprotegido, siempre han tenido miedo a que me pasara algo”, asegura. Un temor justificado. A los diez años le dio un síncope y los médicos se vieron obligados a ponerle un marcapasos. “Si me desmayo no respiro”, aclara. “Menos mal que estaba acompañado”, dice.
Óscar estudió bachiller de artes y diseño gráfico en Ciudad Real y por unos meses pudo demostrar lo aprendido en una empresa. Ahora está en paro. Tiene una pequeña ayuda del Estado y reconocida una minusvalía del 93%.
Le gustaría poder viajar al extranjero para conocer las tendencias en cuanto al diseño gráfico. Pero vivir fuera, de momento, está descartado. “No puedo dar a otros la responsabilidad de cuidar de mí, solo mis padres y mi hermana saben qué deben hacer cuando pita el respirador. Y si hay algún problema, saben actuar”, explica.
Sin embargo, en su sector, el trabajo está en ciudades como Madrid o Barcelona. “Pero no puedo irme y vivir solo”, insiste. Tampoco viajar con sus amigos. Al menos como él querría. El año pasado, con 21 años, fue con cinco colegas a Gandía. Y en su equipaje iba el respirador, las mascarillas y el pulsioxímetro. Y las consignas claras, después de explicar a los compañeros de aventuras qué debían hacer en caso de que hubiese algún contratiempo.
Las relaciones de pareja también son complicadas. “Todavía no he encontrado a nadie a quien contarle el problema que padezco”, explica. “Se necesita mucha confianza”, aclara. “Y mucho me tiene que querer esa persona para acompañarme con el Ondine”, subraya. “Es complicado”, insiste.
El apoyo de la asociación
A pesar de la complejidad que rodea al síndrome de Ondine, los avances han hecho más fácil la vida a quienes lo padecen. También a sus familias. María acaba de recibir un mensaje en su teléfono móvil. Llega a través del grupo de Whatsapp que comparten los miembros de la Asociación Ondine, fundada en el año 2001. “Nos consultamos cosas”, explica la madre de Carlos. “Preguntas médicas, educativas, de ayudas… Cuando llegas a casa los primeros días estás perdida, porque todo es raro. Nos ayudamos mucho unas a otras”, concreta.
Este servicio de mensajería instantánea ha ayudado mucho a los miembros de la asociación, que aúna a casi todos los afectados por el síndrome en España, que se reparten por todo el territorio.
“Las primeras familias lo tuvimos muy difícil”, recuerda la presidenta de la asociación, María Dolores Arrebola, madre de Sara, una joven de 22 años con síndrome de Ondine. Ella fue el primer caso diagnosticado en Málaga y el sexto de España. “Estuvo diez meses hospitalizada hasta que dieron con la tecla”, detalla. “Ahora se reconocen más rápido pero ella se tragó todas las pruebas”, explica.
Además del Ondine, Sara también tiene un retraso madurativo producto de una falta de oxígeno en el cerebro. “Está marcada de por vida”, lamenta María Dolores. Los viajes al hospital cesaron cuando le quitaron la traqueotomía. Ahí se acabaron las infecciones, los resfriados que derivaban en bronquitis o neumonías. “Fueron muchos sustos, malos ratos y otros tantos ingresos”, relata. “Pero han merecido la pena”, concreta.
La falta de información de los primeros años hizo a María Dolores recurrir a otras asociaciones internacionales, como la de Francia o Estados Unidos, las más adelantadas en lo referente al síndrome de hipoventilación central congénita secundario. “Menos mal que mi sobrina sabía inglés y gracias a ella podía hablar con ellos”, recuerda. “Nos decían qué aparatos debíamos usar, cosas del día a día”, narra la presidenta, que asegura que en los últimos años se han registrado más diagnosis. “Quizás es porque ahora se conoce más”, esgrime. “Pero, ¿cuántos Ondine habrán muerto sin ser diagnosticados?”, se pregunta.
Uno de las demandas tradicionales de la asociación es pedir más investigación a las Administraciones. “Me gustaría que España estuviese a la altura de Francia o Estados Unidos, sobre todo porque tenemos potencial con nuestros maravillosos investigadores”, argumenta. También pide apoyo al Estado y a las Comunidades Autónomas para que asista a las familias mediante la contratación de personal sanitario que vigile el sueño de los diagnosticados. “Los padres necesitamos descansar aunque sea un par de días a la semana”, reclama.
Otra de las súplicas más repetidas por la asociación es la unificación de criterios por parte de las comunidades autónomas con respecto a la escolarización de los diagnosticados. “Pedimos que haya enfermeros o auxiliares de enfermería en los colegios donde hay casos de Ondine”, apela la presidenta. “Hay que pedir, rogar y suplicar para que los pongan; y en algunas comunidades lo conseguimos, en otras no”, asegura. “Algunos niños están escolarizados a costa de que los padres estén de guardia a las puertas del colegio por si pudiera surgir algún inconveniente”, recalca.
Es el caso de María, la madre de Carlos, que ha dejado el trabajo porque es incompatible con la escolarización de su hijo. La Junta de Andalucía, a través de la Consejería de Educación, no ha concedido un monitor sanitario a Carlos y esto obliga a sus padres a estar vigilantes durante el horario lectivo. Atentos a que se puedan producir “desde tapones de mocos en la tráquea a que alguien le tire de la cánula y se la saque”, enumera.
El colegio está a escasos metros de su casa. “Le he explicado muchas veces a la monitora que si se le palidece la boca, las uñas se ponen moradas o si lo ve decaído… es síntoma de que no oxigena bien. Y entonces deben llamarme”, detalla María mientras que Carlos da capotazos en mitad de su habitación de los juguetes.
Quiere ser torero. Cada tarde se sienta junto a su abuelo a ver las corridas de toros. “Si Dios quiere, lo voy a llevar a ver una corrida”, confirma su padre. “Ojalá”, dice. “Pero no sé si aguantará”, precisa. Carlos dibuja una media verónica con el capote. “Oooooole”, le grita. Y así sueña despierto con ser torero. Ya llegará la noche para lidiar con ella.