Cuando el sevillano Manuel Murga y el barcelonés Sergio Marsal pisaron por primera vez el matadero de la ciudad Columbus, Texas, para explicar cómo se debían despiezar sus cerdos, los operarios los miraron como a locos. Querían 22 piezas por animal, cortadas manualmente a cuchillo, separando músculo a músculo. Nada que ver con el proceso habitual americano de trocearlos en sólo ocho partes a golpe de sierra eléctrica. Artesanía española frente a la industria cárnica estadounidense, donde priman rapidez y cantidad, especialmente en plena temporada de barbacoas. Pero esta pareja de emprendedores, dos quijotes que volaron hace un año al Nuevo Mundo acompañados por sus familias y por 150 cochinos ibéricos vivos, tenían claro que "las cosas había que hacerlas como en casa". Ya comercializan carne fresca "de primera calidad" y cuentan los días para que llegue 2018, cuando de su flamante secadero saldrán los primeros 600 jamones producidos a este lado del Atlántico. Aquí ya se empieza a pronunciar con acento yanqui el término "ibericus".
La hazaña de estos aventureros tiene pocos antecedentes históricos. El único documentado es el segundo viaje a las Indias de Cristóbal Colón en 1493, que transportaba en sus naves cerdos de raza de la baja Andalucía para criarlos en las nuevas posesiones castellanas de ultramar. Y como pasó entonces, el "sueño americano" de estos dos colonos del siglo XXI también arranca en el sur, en Sevilla, hace una década.
Manuel tenía 39 años y vivía en pleno centro de la capital hispalense. Era director de marketing de una multinacional belga y, de forma particular, se dedicaba a la cría del cerdo ibérico en una finca en el Castillo de las Guardas, un pueblo de la provincia. "Tenía esta paranoia en la cabeza. Estaba convencido de que si encontraba encinas similares a las españolas en Estados Unidos, no merecía la pena pelearse con las autoridades federales para exportar jamón. Así que contacté con un experto que me dijo que la zona con mayor presencia de estos árboles estaba en Texas, cerca de un pueblecito perdido llamado Flatonia. Analizamos las bellotas y eran iguales. La idea tenía sentido".
Animado por este descubrimiento, viajó a conocer aquel paraíso. "No había visto encinas tan grandes en España", explica este sevillano, que pronto se dio de bruces con el primer obstáculo. En aquellos años no existía un protocolo sanitario entre Estados Unidos y la Unión Europea que permitiera el traslado de animales vivos de un continente a otro. Manuel tuvo que volver a su tierra, junto a su esposa Lucía, dejando por el momento objetivo en barbecho.
En Florida residía Sergio, un consultor del barcelonés del barrio de San Gervasio, experto en marketing, al que una empresa tecnológica que fabricaba adaptadores para la TDT había mandado en misión comercial a buscar nuevos mercados en América Latina. "Habíamos vivido una burbuja con el apagón analógico. Se ganó muchísimo pero en 2010 vino el bajón de ventas y la crisis. Vi la oportunidad de cambiar de aires. Los destinos eran Colombia y México, pero me instalé en Miami, que parecía un lugar más seguro desde el que moverme". Sergio se llevó consigo a su esposa Rozy, española de origen brasileño, y dos de sus tres hijos, de 5 años y 11 meses —el mayor se quedó en Barcelona estudiando la carrera—.
La estancia americana de este consultor tenía fecha de caducidad, y a medida que se acercaba el retorno, Sergio no paraba de darle vueltas a otras opciones mejores que regresar a una España hundida. Entonces, se dio una ducha, "una de esas en las que te llega la inspiración". "No paraba de pensar en lo que hicieron los franceses en California, cuando trajeron los viñedos al Valle de Napa. España tiene una joya gastronómica, el jamón ibérico, que aquí encanta. Así que me dije: '¿Por qué en vez de importar jamones de España no traemos a los cerdos aquí?'".
La idea ya estaba esbozada. Pero más allá del bosquejo, este catalán experto en marketing era un completo desconocedor del mundo porcino, así que dejó reposar su plan un tiempo, hasta que el destino lo llevó a conocer a su futuro socio, Manuel, en lo que Sergio define como un "momento mágico". "Mi hija iba a un colegio de Miami y los padres de su mejor amiga eran un argentino y una española. Un día cenamos juntos y le pregunté a ella, que era de Sevilla, si conocía a alguien que entendiera del ibérico. Le conté la idea y me dijo que su primo segundo había viajado a Texas intentando eso mismo cinco años atrás".
Sin dudarlo, telefoneó a aquel desconocido. "Le pregunté si seguía con ese proyecto vivo". "Y yo le respondí [tercia Manuel en la conversación] que seguía soñando todos los días con él". Concertaron una cita y Sergio se compró un billete a la capital andaluza.
El encuentro se produjo en un bar del centro. "Nos pedimos una Cruzcampo y no tuvimos tiempo ni de acabarla. En 30 segundos estábamos de acuerdo", rememora el ganadero. Así nació Acornseekers —buscador de bellotas en inglés—, la empresa que ambos fundaron para convertir su sueño americano en realidad.
Manuel no tardó en comunicarle la noticia a su familia. "Les dije que me las piraba a Estados Unidos. Lucía me apoyó en todo. Ella es de Valencia y me dijo que si había que mudarse, no le importaba, que una vez fuera de su tierra, le daban igual 700 kilómetros de distancia que 10.000".
Pero el traslado no fue inmediato. "Hasta que hicimos las maletas pasó un año. Existía la posibilidad de que el negocio se truncara, como me pasó la primera vez. Pero en 2011, Obama firmó con la UE el protocolo que nos abrió las puertas. Teníamos que preparar los animales y ponernos en marcha. Fui yendo y viniendo a Texas frecuentemente, hasta que hace dos años nos mudamos todos. Primero me traje a la familia: mi esposa y mis 4 niños de 13, 9, 4 y 5 años. Y al mes siguiente, a los cerdos".
La odisea del traslado
Poner rumbo a Texas con 150 cerdos desde España seguramente no fue más duro que la expedición colombina, pero sí más burocrático. "Tuvimos problemas críticos, hasta el punto de que creíamos que los animales no llegaban. Pero nunca en rendirnos. Soy catalán y aquí no se tiran ni las toallas", suelta entre risas Sergio.
Un camión llevó por carretera a los animales hasta Ámsterdam, donde un vuelo de la compañía KLM, experta en estos traslados, los esperaba para acomodar al peculiar pasaje en la bodega. "Los ibéricos viajaban en primera, y nosotros, en turista. Tenían más espacio que nosotros para las piernas", asevera el barcelonés.
"El billete de cada cerdo, sólo de ida, costó 1.500 dólares. Pero Estados Unidos exigía que volaran en una jaula de madera con unas medidas especiales, y en Europa sólo hay un fabricante autorizado en Irlanda del Norte. Las tuvimos que encargar y traerlas. Luego colocarlas como un puzle en el avión. Al final, transportar cada animal salió por 3.500 dólares", detalla.
Y no acabaron ahí los escollos. Durante el trayecto, la aeronave sufrió una avería y tuvo que regresar a Holanda. Finalmente, con diez horas de retraso, la noche del 4 de agosto de 2014 aterrizaban en Nueva York. Es un recuerdo imborrable para Manuel: "Cuando pisamos tierra y empezaron a descargar a esos 150 bichos, que no paraban de gruñir en medio de la terminal principal, miré a Sergio y le dije: '¿Qué hemos hecho?'".
Tras 30 días de preceptiva cuarentena, volvieron a enfilar la carretera. Tenían por delante 28 horas hasta Texas y nuevos pasajeros. Algunas hembras habían parido en Nueva York. "Los primeros cochinillos ibéricos nacidos en Estados Unidos son neoyorkinos. La camada media del ibérico puro es de seis o siete crías, pero los nuestros empezaron a tener ocho. Los veterinarios nos dijeron que es un efecto natural cuando se llega a otro medio. De alguna forma, su instinto les dice que su especie está sola en este lugar y se vuelven más productivos. Quizá también afecta que hay mucho pasto", opinan.
Dos años después, aquellos 150 cerdos iniciales (145 eran hembras) se han convertido en más de 2.000. De hecho, Acornseekers ha empezado su expansión y ya ha abierto dos nuevas fincas en Texas y en Florida, para aprovechar el clima y la vegetación del Golfo de México. Precisamente, a lo largo de esa ruta que va desde San Agustín hasta San Diego, en lo que se conoce como el viejo camino español (the old Spanish trail), se extienden los más densos encinares de todo el país. "Puede que los misioneros castellanos que recorrían esa vía, la primera obra de ingeniería estadounidense, trajeran consigo la preciada bellota con la que alimentar a los cerdos. Nos gustaría investigar esto a fondo", reconocen.
Aunque antes de embarcarse en nuevos proyectos quieren culminar la producción del jamón. "Los 600 primeros salen en dos años. Ya tenemos el 20% reservados para restaurantes de lujo. El precio será similar al de primera calidad importado, entre 1.200 a 1.400 dólares".
En Estados Unidos adquirir el preciado manjar ibérico no es fácil. El precio dobla al de España, apenas se encuentra en las tiendas y está prohibido introducirlo de forma particular. "Si no eres Obama, que trajo el que le regaló Rajoy en el Air Force One, meterlo en la maleta te puede suponer un problema gordo", apunta con guasa Manuel.
Si todo sale bien, Acornseekers podría ampliar a otros productos curados, si bien de momento quieren echar a andar, sin miedo a competir con España. "Incluso nos gustaría que hubiera un poco de pique para ver cuál es mejor jamón", reta Sergio, que no ha encontrado reparos a su proyecto entre los criadores españoles: "Todo lo contrario, nos han animado".
De momento, a ellos no les va mal. Tras una inversión de seis millones, en la que implicaron a cinco socios capitalistas, han facturado 300.000 dólares sólo de la venta de carne fresca de los primeros tres meses.
Flatonia, el jabugo de América
Para estos españoles producir en Texas les facilita las cosas. "Un ibérico made in USA supone un plus, porque aquí son patrióticos también en eso". Por ello, en esta historia, tan importante son los protagonistas como el escenario: Flatonia. Llamada a convertirse en el jabugo americano, nació en la década de 1870, cuando el mercader alemán Friedrich W. Flato llegó con su familia a Texas en plena reconstrucción del sur tras la Guerra de Secesión. Posiblemente no esperaba hallar el encinar más impresionante que había vista nunca, aunque poco uso le dieron a estos árboles los pobladores de la villa, que se volcó en el algodón.
En Flatonia, con más cerdos ya que habitantes (1.300), saben que ésta puede ser su oportunidad para salir del anonimato tejano. "Estos cerdos representan unos potenciales beneficios para nuestra economía local. Estamos estudiando cómo aprovechar el negocio de esta carne", explica su alcalde, Bryan Milson.
El ayuntamiento es consciente de que puede convertirse en la capital del jamón de América, y que esto acapara la atención local e internacional. "Sabemos de la cobertura mediática que estamos captando", admite el gobernante, quien además no descarta sacarle más jugo a este invento del black hoof (pata negra). Ni la idea de un Museo del jamón le parece descabellada. "No excluimos realizar un esfuerzo conjunto para explorar esa posibilidad", deja en el aire.
Sergio y Manuel agradecen la disposición del pueblo. "Al principio nos miraban raro, pero ahora nos aprecian". Pese a lo que le deben a América, quieren regresar algún día a Sevilla y Barcelona a disfrutar del retiro. Aunque antes animan a exportar algo de Estados Unidos a España. "Me gustaría que aprendiéramos de este país el desbloqueo mental que tienen, la falta de prejuicios y la concepción del fracaso como una posibilidad de seguir intentándolo. Aquí todo es posible. Y eso se puede exportar sin pagar aranceles".