El maestro en cortar jamón en Melilla, un musulmán inmigrante
El saharaui Mohamed es el mejor ‘jamonero’ de la ciudad autónoma. Vivió en las calles de Marruecos desde los ocho hasta los 11 años. Cruzó a España como si fuera el hijo de una melillense.
14 agosto, 2016 02:38Noticias relacionadas
Mohamed desliza con delicadeza sobre la pata de jamón la afilada mordedura de su cuchillo. Con esmero, va obteniendo lonchas tan finas como la seda, lustrosas, brillantes. Al cabo de unos segundos se detiene un instante, mira con deleite una de ellas y la posa a menos de un centímetro de su nariz. La observa, la olfatea… Pero no se la echa a la boca. “Es un muy buen jamón”, dice. “Con sólo verlo y olerlo lo sé. No me hace falta comerlo”.
Cualquier cortador de jamón español sucumbiría ante este manjar del cerdo y se echaría a la boca la loncha que ha cortado. Pero no Mohamed Hammoui, un musulmán saharaui de 26 años que cada día trabaja rodeado de patas de puerco en el restaurante La Posada, en Melilla. En la ciudad autónoma todo el mundo lo conoce por su destreza con el cuchillo. Es el número uno.
(VÍDEO: Fernando Ruso)
“Me llaman para que corte jamones en bodas, y al trabajo viene gente adrede para que le prepare yo su plato de jamón”, explica Mohamed, el mejor cortador de toda Melilla. Pero la biografía del chico no termina en esta anécdota. Su vida hasta llegar aquí ha transcurrido por los renglones de la adversidad.
Desde bien temprano la tragedia marcó la vida de Mohamed. El chico fue testigo de cómo su padre se electrocutaba cuando manipulaba unos cables cerca de un cubo con agua. El mayor de sus cinco hijos tenía sólo seis años. Desde entonces, tras enterrar a su progenitor, Mohamed le prometió una y mil veces a su madre que sacaría a la familia adelante. “Lucharé por ti, mamá”, le repetía una y mil veces.
“Después de la muerte de mi padre siempre le decía a mi madre que cualquier día me iría para ganarme la vida y tratar de mandarle algo de dinero con el que sobrevivir”, explica Mohamed. “Nunca me creyó, hasta que me fui sin avisar para no verla llorar”.
1.200 KILÓMETROS EN AUTOBÚS
Y aquel día llegó. Mohamed marchó del Sáhara a los ocho años. Un turista le dio diez euros a cambio de un réplica de un coche hecho con caña de palmera con sus propias manos. Con ese dinero, una mañana, cuando comenzaba a despertar el sol, se subió a un desvencijado autobús atiborrado de gente. Mohamed no sabía dónde iba. Sólo le importaba que lo llevara bien lejos. Al fin y al cabo, pensaba, cualquier lugar sería mejor que el desierto.
Subido en aquel autobús, Mohamed no se apeó hasta la última parada del trayecto. Tras 1.200 kilómetros de viaje, aquel niño de ocho años se bajó en Nador, la provincia marroquí fronteriza con Melilla. “Llegué allí como podía haber llegado a cualquier otro sitio”.
En Nador, Mohamed vivió durante tres años en la calle. Al poco de llegar, se fue a pie hasta Beni Enzar, un pueblo pegado a la valla que separa África de Europa. Allí, durante todo ese tiempo, en un callejón. En invierno se resguardaba del frío con las mantas que le daba una mujer a la que ayudaba a acarrear las bolsas de la compra. El niño comía de lo que encontraba por la basura, de las limosnas y de vender caramelos y tabaco en el zoco.
“Pasé mucho miedo. En la calle no hay nada bueno”, explica Mohamed, que por aquel tiempo no tenía dinero para llamar a su madre ni tampoco forma de ponerse en contacto con ella.
Fue en la calle cuando le hablaron de Melilla. Le dijeron que al otro lado de aquella valla coronada por concertinas estaba España y que había un centro donde acogían a niños como él, donde podría comer, dormir sobre un colchón, ducharse con agua caliente y estudiar. Desde entonces, Mohamed decidió que algún día cruzaría a aquel ‘oasis’.
Primero, este saharaui trató de colarse entre el bullicio de personas y coches que cada día cruza la frontera de Beni Enzar, la más transitada del continente africano. Después, por la de Farhana. Pero no conseguía burlar el control de los gendarmes marroquíes. “Me dieron muchos palos”, recuerda ahora entre risas Mohamed.
"PONTE UNA GORRA Y PASA CONMIGO DE LA MANO"
Sin embargo, cuando tenía 11 años, una mañana se acercó hasta el paso fronterizo de Haddú, conocido en Melilla como el de Barrio Chino. Allí, en el lado marroquí, una mujer de la ciudad autónoma española que lo conocía de vista porque solía cruzar a Marruecos a hacer la compra en un zoco de verduras y pescados próximo, le dijo: “Ponte una gorra y pasas conmigo de la mano. A ver si hay suerte... ”. Y la hubo.
Nadie, ni los gendarmes marroquíes ni los policías españoles repararon en aquel niño. Como la mujer era una rostro conocido no sospecharon de ella. “Debieron de pensar que era su hijo”, dice Mohamed, que nada más pisar suelo español se despidió de aquella señora, su “ángel de la guarda”, y se fue directo a la jefatura de la Policía Local. Desde allí lo trasladaron hasta el centro de menores La Purísima, donde vivió durante seis años y medio, hasta que cumplió la mayoría de edad.
“Apenas tuve problemas allí. La gente del centro me ayudó mucho”, explica Mohamed. Sólo una vez tuvo un conflicto. Un chico le robó el teléfono móvil que una mujer le había regalado en el cementerio musulmán de Melilla, donde el chaval ayudaba a limpiar tumbas para ganarse algo de dinero. “Es un tío estupendo”, reconoce el subdirector del centro de menores, José Manuel Espinosa.
Mientras Mohamed trataba de salir adelante en Melilla, en el Sáhara daban por muerto al chico que una mañana partió de su casa sin despedirse de su madre. Hasta que un día, a los seis años de salir de su poblado, telefoneó a su casa y le dijo: “Mamá, soy Mohamed. Estoy bien. Vivo en Melilla”. La madre se puso a llorar al escuchar a su hijo ‘renacido’. Nunca más volvieron a perder el contacto, aunque aún tardarían años en volver a verse.
Instalado en el centro de menores, Mohamed empezó a cursar distintos talleres formativos a partir de los 16 años: carpintería, pastelería, hostelería… En uno de ellos descubrió su gran vocación: quería ser camarero.
Cuando faltaban cuatro meses para terminar el curso en la Escuela de Hostelería de Melilla, los profesores invitaron a un cortador de jamón procedente de Málaga. Se llamaba Miguel. Durante su clase magistral, Mohamed se quedó fascinado con la destreza de aquel hombre y su virtuosismo con el cuchillo a la hora de deslizarlo por una pata de cochino.
Desde entonces, este saharaui musulmán afincado en Melilla no ha dejado de perfeccionar su técnica a la hora de cortar un jamón tras otro. Al salir de La Purísima, pronto encontró trabajo en un restaurante. Con 18 años, su jefe le empujó a participar en un concurso de cortadores organizado por el gremio de hosteleros de la ciudad. ¿Quién se llevó el primer premio? Sí, fue Mohamed.
Tras aquel trofeo, hace ahora ocho años, el chico ha seguido cultivando su fama como mejor cortador de jamones de la ciudad. Ahora que trabaja en otro restaurante, La Posada, sigue aprendiendo de su dueño, “don Miguel Benítez”. “Ya está jubilado y le lleva el negocio uno de sus hijos, pero sigue siendo el mejor”, dice Mohamed con modestia. “Aunque digan que su sucesor ya lo ha sobrepasado”, añade con ironía y soltando una carcajada.
Mohamed y don Miguel son ahora grandes amigos. Cada año, ambos imparten un curso de corte de jamón en la Escuela de Hostelería de Melilla. Durante los talleres, el chico se encuentra con algunos menores del centro La Purísima, donde él creció tras cruzar la frontera de la mano de aquella mujer. “Siempre les digo que se fijen en mí, que luchen y se ganen su futuro. No soy ejemplo de nada, pero puedo servir para que vean en mí un modelo a seguir para salir adelante”.
Mohamed ahora es uno más en Melilla. Con un permiso de residencia a nivel europeo, espera que dentro de un año se le conceda la nacionalidad español. Cree -y espera- no tener problemas para obtenerla. El día que se cita con EL ESPAÑOL es fiesta en Melilla (se celebra la Pascua musulmana; final del Ramadán) y tiene jornada libre en el trabajo. Sin embargo, le pide a su jefe las llaves del restaurante para poder hablar con tranquilidad y demostrar su destreza con el cuchillo.
"AGRADECIDO A ESTA TIERRA"
Antes de llegar a La Posada, Mohamed conduce por las calles de la ciudad autónoma española con su Mercedes E300. Luce un reloj de oro en su mano derecha. Viste camisa blanca y unos chinos marrones claro. Lleva el pelo recortado al milímetro y un flequillo engominado. Habla perfectamente el castellano y nunca abandona su eterna sonrisa. “Le estoy agradecido a esta tierra”, dice al subir la persiana del negocio de su jefe.
El chico, pese a que siempre tuvo presente la dureza de su pasado, en ningún momento se refiere a él con un halo de tristeza. Su tono de voz es como él: derrocha optimismo. Cuando se pone a cortar jamón, Mohamed reconoce que “trabajar con un pata negra es una tentación, claro”, pero explica que su religión le impide comerlo y que él siempre va a cumplir con su fe.
Ahora Mohamed está conociendo a una chica de Melilla. Hasta que pueda comprarse una casa, vive en una de alquiler. El chico viaja durante sus vacaciones de verano hasta La Garganta del Todra, donde hace unos años levantó una casa de tres pisos en la que viven su madre, su abuela y una de sus hermanas. “Luché por esto y lo he conseguido”, dice Mohamed, que cada mes envía también entre 400 y 450 euros a su familia para que “no les falte de nada”.
Tras el encuentro, Mohamed recoge a su amigo Karim en el paseo marítimo de Melilla. Como él, este melillense también trabaja de camarero. Ambos se conocen desde adolescentes y Karim le ha invitado a la fiesta que su familia celebra en una casa que tienen en Marruecos.
“Es una bestia. Con lo que ha sufrido, nunca le he visto quejarse”, dice de él Karim.“Las ha pasado ‘putas’ y fíjate, siempre con una sonrisa en la cara”. Así es Mohamed, el musulmán que dejó a su madre en el Sáhara y hoy corta jamones en Melilla tras colarse por la frontera.