El de Hokman siempre fue un zapato incómodo. Era grande, de piel, un 44 de color negro que había comprado en El Corte Inglés después de aflojar sesenta euros. Más le costó domarlo. Siempre fue molesto. Mucho más cuando en la tarde del 22 de febrero de 2010, con el cuero todavía caliente, lo descalzó con sigilo de su pie derecho, lo tomó con discreción con su diestra y lo lanzó violentamente al primer ministro de Turquía, Recep Tayyip Erdogan. Erró en el disparo y el zapato sobrevoló la cabeza del líder turco. “Viva el Kurdistán libre”, “asesino”, acertó a gritar poco antes de que le taparan la boca y notase cómo le aplastaban su cara contra el frío suelo. Todo fue rápido. Lo siguiente que recuerda es el sonido de la sirena del coche de policía que lo llevaba a comisaría. Y cómo el frío calaba su pie derecho, descalzo del zapato que jamás olvidará.
Hokman Joma, nacido en el Kurdistán sirio en 1983, llegó a España como refugiado político huyendo de la represión que el gobierno de Bashar al-Ásad imponía en las calles. La tensión había enrarecido la ya de por sí complicada convivencia en la región siria de Hasake, en el noreste, una zona de mayoría kurda en la que en 2004 murieron varios aficionados indígenas en el transcurso de un partido de fútbol entre el equipo local de Qamishli y el Al-Fotuwa Sport Club. Los enfrentamientos entre hinchas kurdos y árabes se trasladó a la calle, donde los militares sirios intervinieron con tanques y helicópteros para calmar las revueltas.
Hokman no estuvo en el estadio de Qamishli pero sí participó en las manifestaciones. “Quemamos banderas sirias y tiramos la estatua de Hafez al-Ásad, lo que enfadó mucho a su hijo, que armó a los árabes con la colaboración de la Policía y los servicios secretos”, recuerda el kurdo. “Hubo más de 5.000 detenidos y los que pudimos escapar lo hicimos”. Los que se quedaban y eran capturados se exponían a las palizas de los militares para que señalaran a nuevos detenidos.
La noche de febrero que Hokman pasó en la comisaría de Policía de Sevilla esperando a que le pusieran a disposición judicial después de lanzarle el zapato a Erdogan le dio para pensar en los tres mil euros que su padre le entregó para salir de Siria. Su modesta familia había logrado reunir esa suma explotando las tierras de cultivo que posee en Kobani, ciudad situada en la frontera con Turquía. Algodón, comino y garbanzos que con su venta se habían traducido en un pase a Europa en manos de traficantes de personas.
De Siria pasó a Turquía, de ahí a Argelia y después a Marruecos. En Tetuán cruzó a Ceuta con un pasaporte falso y dinero, diez dírham, para sobornar a la policía marroquí. Ya en España, se dirigió a la primera comisaria que vio y solicitó asilo político. Y consiguió la tarjeta roja de refugiado, de seis meses de duración que no le permitía trabajar pero sí quedarse.
Con el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Ceuta lleno, trasladaron a Hokman a Sevilla, donde después de aprender el idioma pudo trabajar de operario de mantenimiento de caravanas, donde también dormía, de soldador, de cocinero de kebab y hasta de montar su propio negocio, un locutorio que regentó durante un año después de pagar 8.000 euros a su antiguo dueño. Lo vendió por 9.000 y se dedicó a montar muebles en otra empresa. Hasta que el 22 de febrero de 2010 cambió su vida.
De Zapatero al zapatazo
El por aquel entonces presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero promovía su Alianza de Civilizaciones y el Ayuntamiento de Sevilla, con el también socialista Alfredo Sánchez Monteseirín a la cabeza, decidió galardonar a Erdogan con el premio Entre Culturas, con el que reconocía las prácticas del líder turco a favor del entendimiento entre civilizaciones.
El joven Hokman asegura que pasó por casualidad por el Ayuntamiento. Había quedado con un amigo, un kurdo al que hacía tiempo que no veía. Cuenta que las banderas rojas de Turquía en el coche oficial llamaron su atención. Sabía que Erdogan estaba en Madrid con Zapatero y se acercó para confirmar sus sospechas. En efecto, el primer ministro bajaba los escasos tres escalones de la casa consistorial cuando un cúmulo de pensamientos aturullaron la mente del kurdo.
Rápidamente pensó que debía hacer algo. Lo más fácil, lanzarle un zapato. Para protestar por el tratamiento que el líder turco brinda al pueblo kurdo. “Nos trataba como ciudadanos de tercera. La zona kurda está muerta. Con detenciones de periodistas…”, enumera Hokman. “Pensé en lanzar el zapato. Total, estamos en un país europeo, a lo mejor me cae una multa, 500 euros, o tres meses de cárcel… Es un zapato, no es un arma”, recuerda. Y puso en marcha el improvisado plan.
“Lo vi de lejos, en la escalera del Ayuntamiento. Me fui acercando a la zona donde estaban los periodistas. Nadie me decía nada. Me seguí acercando hasta que me topé con los guardaespaldas. Con sigilo me quité el zapato para burlar el control de la policía”, narra. Con su pie izquierdo se descalzó el derecho. Despacito y disimuladamente. Ríe mientras recuerda la hazaña. Cuando Erdogan estaba a una distancia de unos cuatro metros, agarró el zapato y lo lanzó con “tan mala suerte” que uno de los guardaespaldas alzó la mano y desvió el disparo. Erró. “Si no fuese por el guardaespaldas –detalla– le hubiese dado seguro, a él o a su mujer. Estaban juntos”.
Rápido, la Policía y los guardaespaldas de Erdogan se le echaron encima. Apenas acertaba a gritar: “Asesino”, “respeta los derechos humanos”, “viva Kurdistán”, “Kurdistán libre”. Hasta que le taparon la boca y le hunden dos dedos contra sus ojos. Y lo llevaron hasta comisaría, donde el jefe de Policía le expuso los hechos: “Como poco te mando a Ceuta”. Hokman ríe ahora pero recuerda cómo pasó la noche en el calabozo solo con un zapato. “El que tiré se quedó allí. Después supe que lo conservaban como prueba. Cuando salí de la cárcel fui a pedirlo varias veces, me dijeron que era una prueba del delito y que no me lo podían dar. Tiempo después leí en los periódicos que la Justicia había ordenado destruir el zapato de Hokman Joma”, relata sonriente.
Ni la presión de más de cuarenta asociaciones pro derechos humanos ni las labores de su abogado, el experto Luis Ocaña, pudieron salvarlo de una condena de tres años de cárcel por un delito contra la comunidad internacional en su modalidad de atentado contra una autoridad. El juez de lo Penal que llevó el caso explicaba que la sentencia “podría llegar a considerarse excesiva” pero defendía que era “la pena mínima” que podía imponer, al tiempo que señalaba al indulto.
En la prisión aprendió el idioma, a escribir y leer, hizo un curso de cocina... Dos años, ocho meses y 15 días después, el 20 noviembre de 2012, el BOE publica su indulto firmado por el ministro de Justicia.
—¿Se arrepiente?
—Nunca, porque lo veía algo injusto. Un presidente que discrimina a su pueblo se merece eso. Pero ¿tres años por lanzar un zapato? Lo veo injusto, pero lo entiendo. España estaba en crisis, Zapatero se llevaba bien con Erdogan. No podían romper relaciones por mi culpa.
—¿Y lo volvería a hacer?
—Hay muchos kurdos, que se lo tire otro. (Risas). Si lo hiciera otra vez, me caería más condena, por tener antecedentes. Lo mismo me imponen una orden de alejamiento del zapato. Y voy a tener que ir cuatro o cinco años descalzo. (Risas).
—¿Qué le dijo su familia?
—Hablé con mi padre desde la cárcel. Intenté engañarlo, asegurándole que estaba en la calle. Pero ellos ya lo sabían. La noticia había salido en Al Jazeera. Mi madre lloraba porque pensaba que la cárcel era dura como en Siria. Mi padre me preguntó que por qué lo había hecho. Le expliqué que lo hice por responsabilidad. Hay mucha gente que ha muerto por nuestros derechos, para que pudiésemos hablar nuestro idioma, tener un trabajo digno... Era lo que tenía que hacer.
Durante su estancia en la cárcel, el gobierno sirio, aliado por aquel entonces de su homólogo turco, hostigó a la familia de Hokman. El régimen exigió a los padres del kurdo a ir varias veces a Alepo, un duro viaje dado el estado de las carreteras. “Los incordiaron hasta que empezó la revuelta en Siria y Erdogan apoyó a la oposición”, narra. Hoy mide las palabras. Teme que, como en otras ocasiones que ha concedido entrevistas, vuelvan a molestar a su familia.
Recientemente contrajo matrimonio con una siria del gusto de su familia, Elham, de 23 años, y ya prepara los papeles para que le concedan la autorización de residencia temporal por reagrupación familiar. “Esta calle –donde vive, un bonito piso de hermosos balcones en el centro de Sevilla– necesita cinco o seis niños correteando”, comenta sonriente Hokman. Para casarse evitó ir a Turquía y Siria por miedo a Erdogan y Al-Ásad. No veía a su familia desde 2004. No dudó en pagar 300 euros más por su billete de avión para esquivar hacer escala en el aeropuerto Atatürk de Estambul, uno de los grandes intercambiadores entre Europa y Asia. “No me quise arriesgar. Fui de Madrid a Egipto y de ahí al Kurdistán iraquí. No confío en Erdogan. Te pueden buscar un problema. No tiene mucho respeto por los derechos humanos”.
—¿Qué sintió cuando vio el golpe de Estado en Turquía?
—Pues pensé que lo empecé yo. (Risas). Yo creo que estaba planificado. A raíz de eso ha cambiado los jueces, la policía, militares... Ahora Erdogan es todo. Tiene una excusa para quitarse de en medio a quien no le interese. Ha acumulado mucho poder.
—¿Cómo lo vivió?
—Seguí el golpe de Estado en directo por la televisión. Y la gente que pasaba por el bar, como me conocen, me daba la enhorabuena.
El intento de derrocar a Erdogan le pilló trabajando en uno de los dos bares que regenta en las inmediaciones de la Alameda de Hércules de Sevilla. A uno lo llamó El Zapatazo, por razones obvias, y en él sirve comida rápida, en su mayoría kebab y pizzas. Justo en la cera de enfrente está situado El Alcázar, un remodelado bar de cocina con inspiración andalusí. Hokman da trabajo a diez personas en Sevilla y reparte alimentos entre los refugiados sirios que recalan en la ciudad gracias a un acuerdo con la Comisión Española de Ayuda al Refugiado.
—¿Cómo ve la postura de Europa frente a los refugiados?
—Si comparamos lo que ha hecho Europa con lo que han hecho los países árabes, la verdad es que ha hecho mucho. Arabia Saudí, uno de los países más ricos, no ha acogido ni un solo refugiado. Sin embargo, muchos sirios han llegado a Alemania o España. Ahora bien, el que llega ha de agradecer y comportarse. Muchos tienen odio en la mirada por las cosas que han visto. Algunos vienen de ciudades tomadas por los yihadistas. A más de uno he llegado a decirles que si no les gusta el tratamiento que se les da en España, que se monten en el autobús más cercano y se vayan a su pueblo.
Hokman conoce bien el terror que infunde el Estado Islámico. Su pueblo, Kobani, fue tomado y su familia se vio obligada a guarecerse en campos de refugiados de Turquía. Su familia le iba enviando los vídeos del avance de los yihadistas. “Salieron rápido de casa porque venían los tanques disparando”. Ahora, los kurdos han tomado de nuevo su pueblo. A su vuelta, su casa seguía en pie.
“Cuando entraron vieron que había muchos colchones y mantas con sangre, de meter ahí a los heridos. Incluso había mucha ropa interior de mujer. Allí se llevaban a las mujeres”, asegura Hokman. “El EI ha violado a muchas mujeres kurdas, ha sido una catástrofe. Las vendían en el mercado. Las trataban como animales”.
—¿Qué hará cuando caiga Bashar al-Ásad?
—Me gustaría tener una casa en el campo, con un jardín, para irme uno o dos meses de vacaciones. Poder estar con la familia, los amigos... Pero Bashar al-Ásad está fuerte. Antes se hablaba mucho de que le quedaban meses, semanas, lo atacaban por más sitios, pero ahora no se escucha que nadie ataca a Bashar al-Ásad. De momento, me quedo en Sevilla, donde me encuentro como en casa.