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—¿Es usted la abogada blanca, verdad?
Una sombra de preocupación cruzó por mi cabeza cuando aquel tipo musculoso de aspecto inquietantemente limpio, con una camiseta naranja en la que ponía 'Organización del Territorio', me abordó en el bar Faro del puerto de Buenaventura. Yo estaba sentada en una mesa solitaria de la terraza, esperando un desayuno a base de almojábanas y zumo de guanábana. Él iba acompañado de una mujer corpulenta. Me dijo que era su esposa. Ninguno de los dos era negro, como es habitual en ese lugar del Pacífico colombiano. Aún recuerdo la mirada indagatoria que acompañó su enigmático mensaje.
—Soy de la Empresa. No se olvide de que lo sabemos.
No comenté con nadie el incidente. Algún tiempo después en una conversación casual me enteré de que la Empresa es uno de los dos clanes mafiosos -el otro es el de los Urabeños- que controla el puerto de Buenaventura y, lo que es peor, según dicen, de las 'casas de pique' que aún funcionan en sus alrededores.
No sabía lo que eran las 'casas de pique' hasta que la vida me llevó a ese lugar de pesadilla en el que trata de abrirse paso la esperanza. En la ciudad se habla de ellas entre susurros. Son rudimentarias chabolas con paredes de caña y techo de uralita apuntaladas sobre la bajamar en las que se descuartiza a seres humanos –dicen que, en ocasiones, vivos- para poder tirarlos al mar o enterrar los cuerpos despedazados en lugares estratégicamente ubicados.
Human Rights Watch explica el funcionamiento de estas 'casas' en uno de sus informes: “… Salían llevando bolsas de plástico que, según creían los vecinos, contenían los cuerpos desmembrados de las víctimas. En algunas ocasiones, debido a los gritos que provenían de la casa, los testigos suponían que las víctimas estaban siendo descuartizadas vivas. Miembros del grupo fueron vistos por residentes cuando llevaban restos de varias de las víctimas a una isla cercana en la bahía”.
La brujería, que forma parte de la vida cotidiana de los bonaverenses, parece estar en el origen de esta práctica. Cuentan en la ciudad que las familias de los asesinados utilizaban los cadáveres de sus seres queridos para hacer hechizos y conjuros contra los criminales. Varios asesinos murieron en extrañas circunstancias tras haber cometido sus crímenes y el terror se extendió entre los violentos. Las 'casas de pique' se convirtieron en la forma de hacer desaparecer los cadáveres y cercenar así cualquier represalia de los espíritus y cualquier investigación policial.
Hace dos años la suerte de Tatiana Parra, torturada, ahorcada y desmembrada en una de estas 'casas de pique', mientras uno de los sicarios del clan de los Urabeños lo grababa todo con su móvil, conmocionó a Colombia. El mar devolvió parte de sus restos distribuidos en bolsas de plástico. Su 'delito' había sido colaborar con la Empresa. Cuando uno de los implicados confesó, la Policía detuvo a individuos siniestros, apodados 'Cabezón', 'La Rata', 'Cocoliso' o 'Pillito'. Era la última expresión de cómo las mujeres de Buenaventura siempre fueron las principales víctimas directas o indirectas de estas sangrientas guerras cruzadas entre los narcos, los paramilitares, la guerrilla y los clanes mafiosos del puerto.
La situación se volvió de tal gravedad en 2014 que el presidente Santos convocó un Consejo de Ministros en Buenaventura para buscar soluciones frente a esa variedad de violencia extrema. Dos años después, el problema persiste. Estremece leer y escuchar que menores de edad, niños de solo doce años, están siendo contratados para descuartizar cuerpos por míseras cantidades con las que satisfacer sus necesidades básicas. Al menos tres menores intervinieron en la muerte de Tatiana.
Buenaventura es el primer puerto de Colombia sobre el Pacífico y está habitado en un 90% por población afrodescendiente. Al problema de la violencia extrema y la peligrosidad, de la que las 'casas de pique' son solo un exponente, se suma el desplazamiento forzado interno, por el que los lugareños son obligados a abandonar sus hogares, en cifras de hasta 20.000 personas al año. Alguien se convierte allí en desplazado cuando un día 'llegan' a tu casa y 'te avisan' de que tienes 24 horas para irte. Y te vas, te vas con tu familia y lo que puedas sacar. No sabes a dónde, pero sabes que es la única forma de conservar la vida.
El contraste económico en la ciudad es sobrecogedor. En su puerto, se concentra el 60% del comercio marítimo del país -dos billones de dólares al año- pero cualquiera diría que existe un puente invisible que saca el dinero de Buenaventura. Los ingresos no se quedan en la ciudad y el 66,5% de sus habitantes vive en la indigencia.
Al hablar del proceso de paz, a veces parece que la firma del acuerdo con las FARC supondrá el fin de la violencia y el comienzo de una era pacífica en Colombia. La magia no existe en la guerra. Erradicar las consecuencias del conflicto hasta llegar a la 'normalidad' es un camino difícil y sería tremendo que la comunidad internacional y la sociedad civil tuvieran la creencia limitadora de que los actores armados han estado todos sentados en la mesa de negociación.
En Buenaventura no esperan efectos milagrosos de los acuerdos de La Habana. De hecho, quienes conocen y trabajan en la zona, prevén la posibilidad de un repunte de la violencia al repartirse los clanes locales el vacío que dejen las FARC sobre el terreno.
La primera vez que vi Buenaventura desde el aire, me advirtieron de que tenía que vivir con intensidad ese viaje porque no era una experiencia accesible para todo el mundo. Sabias palabras. También me advirtieron de que no hiciera fotos de paisajes o de lugares públicos porque fotografiar algo o alguien inconveniente podía suponer un alto riesgo.
Esa primera vez llegué para trabajar como parte de una de las tres empresas españolas que participaban en el programa piloto de Voluntariado Corporativo de la Oficina de Ayuda Humanitaria de la Unión Europea (ECHO).
El equipo de una organización española en el terreno trabaja intensamente por la mejora de la vida de los habitantes del Valle del Cauca. En las horas de descanso de mis actividades, me sumaba a las suyas. La emoción de preparar, con todo el grupo, las mochilas con todo el material escolar, un uniforme y los zapatos para que niños bonaverenses en situación de pobreza extrema puedan ir a la escuela, te hace ser consciente del privilegio de nuestras vidas en el mundo desarrollado.
Uno de mis días allí, mientras impartía un taller en uno de los barrios más peligrosos, un niño me preguntó de dónde venía. Era tan pequeño que no sabía cómo explicárselo y le pregunté si le gustaba el fútbol. Cuando me dijo que sí, le comenté que yo vivía en la ciudad donde estaba el Real Madrid. El pequeño se agarró a mi pierna, con los ojos llenos de ilusión, y no me soltó en mucho rato. Era como si hubiera visto a James. Lo primero que pensé fue mandarle una equipación del Real Madrid. Más calmada, reflexioné y supe que no podía hacerlo. Supondría un grave riesgo para él. Allí un balón o una camiseta tienen más valor que una vida, que para algunos no significa nada.
En mi primer viaje, conocí a las integrantes de la Asociación 'Mariposas de Alas Nuevas Construyendo Futuro'. Se trata de un grupo de mujeres a las que el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) había otorgado su máximo premio galardón: el Premio Nansen entregado en Suiza en 2014. El premio tenía una dotación económica que les servía de base para comenzar a soñar con lo que querían tener en Buenaventura: un centro de acogida para atender a víctimas del conflicto armado en los cuarenta y dos municipios del Valle del Cauca.
No puedo contar detalles de dónde nos reunimos por seguridad. Pero es un lugar muy especial. Una especie de Cripta de la Memoria o Capilla del Recuerdo. Las paredes están llenas de fotos de sus familiares muertos o desaparecidos y la energía del lugar es muy intensa. Me enseñaron tanto con sus lágrimas y sus sonrisas...
—Mira, aquel de ahí arriba era mi hijo.
Los ojos de una madre se licuan cuando te cuenta cómo vio asesinar a su hijo. El amor de una esposa sale por la boca cuando explica que su marido nunca volvió y que no volverá, pese a que no pudo llorar sobre su cuerpo. Todas han perdido a alguien.
Las Mariposas dedican su vida a ayudar a quienes dentro de sus comunidades están en situación de peligro, han sido víctimas directas o indirectas de la violencia y tienen necesidades y riesgos extremos. Una semana antes de mi último viaje, una niña de once meses había muerto como consecuencia de una violación de un familiar. Han leído bien: once meses.
Muchas de las Mariposas están amenazadas y en situación de riesgo. Pero no se permiten el lujo de la tristeza. Sonríen y dicen: “Comare, somos patidescalzas, no somos licenciadas, pero sabemos ayudar a las personas que sufren y somos valientes”. Cuentan que saben salir adelante porque han pasado por lo peor. Su fuerza es contagiosa. Cuando estás con ellas, sientes que nada podrá con la revolución de la solidaridad y el pacifismo. Pero el choque con su vida diaria asusta a cualquier idealista.
Al salir de nuestro primer encuentro, una cadena de supermercados había regalado a las Mariposas una sesión fotográfica para la difusión de su trabajo. Estaban contentas y bromeaban coquetamente sobre lo guapas que iban a salir. Cuando planeaban su itinerario se dieron cuenta de que debían pasar por una de las calles más peligrosas de Buenaventura. En ella y sus aledaños habían desaparecido algunos de sus familiares.
Unas dijeron que no irían. Otras, las más valientes, alegaron que si iban todas juntas y no atravesaban la zona de mayor riesgo, no pasaría nada. Sus expresiones de empuje, arrojo y valentía toparon con la realidad. Y no fueron. No se pudieron hacer la foto porque el mero trayecto podría haber supuesto que no todas aparecieran en ella.
Hay temas y nombres tabú en Buenaventura. Una madre, en uno de los barrios más peligrosos, me dijo que sabía quién había matado a su hija, pero que era "uno de esos de quienes no se puede hablar".
Desde el día en que las conocí, yo ya era la 'mariposa blanca'. O la 'abogada blanca', como me llamó en el puerto el hombre inquietantemente limpio de la Empresa. Vine con el compromiso de ayudarlas. Montamos un ejército de pequeños soldados y trabajamos para que ese centro fuera una realidad. Pedí dinero a mis amigos y a los amigos de mis amigos: organizamos una cena benéfica, subastas... todo lo que se me ocurría. Para ello, involucré a las personas que colaboran con THRibune (Tribune for Human Rights), la organización que presido y que se sumaron a las de la ONG que, según mi criterio, le da mayor apoyo a las Mariposas.
Ellos cubrieron todas las necesidades de logística, trabajo en el terreno, gestión, asesoramiento y personal. Gracias a eso, se pudo garantizar a los donantes que cada céntimo que me dieron fue destinado a la compra de la casa. La caída del peso nos ayudó mucho. Encontramos un inmueble que reunía todas las características necesarias y se pudo adquirir un centro que superaba las expectativas del proyectado.
Cuando he ido la última vez a entregar el centro de acogida, vi la placa con mi nombre (que será instalada en las paredes de la casa) y escuchamos a las autoridades locales y a las organizaciones humanitarias decir que esa casa supondría un cambio para las víctimas de violencia extrema que se quedan sin cobertura. Sentí el agradecimiento eterno que, cada vez, me posiciona con una deuda mayor con la vida. Cuando quieres ayudar, siempre recibes más.
Las Mariposas son conscientes de su responsabilidad en el sostenimiento del proyecto y están trabajando mucho. Tienen la fuerza, la vocación, la resiliencia y el empuje. Por eso las admiro. Por eso, en la ciudad donde sobran las 'casas de pique', donde faltan las casas de acogida y donde miles de desplazados lloran por sus casas perdidas, se ha quedado para siempre una parte de mi alma.
***Cruz Sánchez de Lara Sorzano es presidenta de Tribune for Human Rights y miembro del Consejo de Administración de EL ESPAÑOL.