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Alfonso Jesús Cabezuelo Entrena siempre llevaba presente ese lema que escuchaba tan a menudo desde que en 2008, a los 20 años, ingresó en el Ejército del Aire y se le destinó a la base aérea de Torrejón de Ardoz (Madrid). Era aquel de “nosce te ipsum” (conoce tu medida, conócete a ti mismo). Él, más que nadie, conocía lo que había hecho. Pero hoy es su madre, Matilde, quien no reconoce a su Alfonsito, el menor de sus dos hijos, el chico al que sus vecinos del barrio sevillano de Amate describen como un chaval “encantador” pero que, de vez en cuando, “pierde los papeles”.
Cada mañana, la mujer que lo trajo al mundo, quien desde hace años se desloma trabajando a destajo como limpiadora, se levanta con el corazón en un puño temiendo que los medios de comunicación sigan aireando conversaciones por redes sociales o imágenes de su niño. “Este verano me dio un infarto. Estuve un mes en un hospital. Es muy duro ver todo lo que se dice de él”.
El hijo de Matilde es uno los cinco encarcelados -entre ellos un guardia civil- por la presunta violación de una chica de 18 años en los pasados Sanfermines. Ahora, junto a tres de esos amigos, también se le investiga por los abusos sexuales cometidos dos meses antes, durante la madrugada del 1 de mayo, sobre una chica de 21 años de Pozoblanco (Córdoba). Se piensa que a la joven cordobesa la drogaron para actuar sin impedimento alguno.
En ambas ocasiones él y su manada (así llaman a uno de sus grupos de Whatsapp) grabaron vídeos y luego los distribuyeron y se mofaron de las chicas a través de mensajes por móvil. El juez los mandó directamente a prisión y se encuentran a la espera de juicio. En el segundo de los casos, el de la chica cordobesa, los cuatro implicados aún tienen que prestar declaración ante la magistrada del juzgado de Pozoblanco que recientemente ha asumido el proceso.
“Los periodistas no habéis respetado la presunción de inocencia ni de mi hijo ni del resto de chicos”, se queja amargamente Matilde durante una conversación telefónica con este periodista. “Sólo espero que cuando se publique lo siguiente no me tengan que volver a ingresar”, añade. “No quiero hablar más. Estoy mal”, comenta la afligida madre.
Tanto en Pamplona como en Pozoblanco, el hijo de Matilde debió de olvidar aquel otro lema que un día quiso grabarse a fuego en el corazón. Después de pasar tres años en la base madrileña de Torrejón de Ardoz, a Alfonso Jesús Cabezuelo Entrena se le destinó a la base de Morón de la Frontera (Sevilla). Allí, en 2011, ingresó en la Unidad Militar de Emergencias (UME), donde sus miembros siempre gritan: “¡La UME, para seeervir!”. Pero Alfonso se saltó ese cometido. Al menos, en dos ocasiones, salvo que su disposición por servir fuera la de ayudar a Prenda y los suyos.
CERCA DE SU 'MANADA'
En Morón de la Frontera, Alfonsito había conseguido lo que siempre ansió al acceder al Ejército: estar cerca de su familia y de sus íntimos amigos del barrio, en su mayoría esos que hoy también están entre rejas, como José Ángel Prenda, el guardia civil Antonio Manuel Escudero Guerrero, Jesús Escudero y Ángel Boza (el único que no estuvo presente en Pozoblanco).
Los cinco se conocieron de adolescentes por las calles de los barrios de Amate, Santa Aurelia y Los Pajaritos, el triángulo más pobre de España, donde recorrían sus avenidas y sus parques haciendo pequeñas trastadas y fumando sus primeros pitillos. Por aquel entonces, Alfonso, al que no le gustaba estudiar, ya soñaba con ser militar y ganarse la vida uniformado.
Tras su retorno a tierras sevillanas, el militar Alfonso Cabezuelo iba cada día desde la casa de sus padres, en la calle Amor de Sevilla, hasta la base de Morón. Era un trayecto de 70 kilómetros que duraba apenas 45 minutos en coche. Muchos días se iban juntos varios compañeros de la UME.
Allí, hasta el día de su detención, el 7 de julio, Alfonsito trabajó codo con codo con alrededor de medio millar de otros salvavidas del Ejército. Mucha gente conoce así a los miembros de la UME, que aglutina soldados de los tres ejércitos y que acude, en España o en el extranjero, a zonas que han sufrido terremotos, graves incendios, riadas…
De nuevo en casa, Alfonso Jesús Cabezuelo Entrena también pudo volver a disfrutar del equipo de sus amores, el Sevilla FC. Este militar es miembro de la peña ultra Biris Norte, una de las más radicales y violentas del fútbol español.
Cada domingo que el conjunto hispalense jugaba en su estadio, él estaba allí. Es tan fanático que hasta lleva tatuado en la espalda el escudo del conjunto sevillista. Lo que nunca imaginó es que la chica a la que presuntamente violaron en grupo en Pamplona describiría ante la Policía que varios de ellos llevaban tatuajes en el cuerpo. El otro era José Ángel Prenda, también biri. La trampa que les hizo caer fueron sus propios dibujos corporales.
La militancia extrema, su hooliganismo, le ha traído problemas en más de una ocasión. Cabezuelo Entrena tiene tres antecedentes por lesiones, riña tumultuaria y desorden público. Se debe a que participó en varias peleas con hinchas de otros clubes.
Hasta que entró en prisión, compaginó su trabajo en el Ejército con el deporte. Le gustaba ir al gimnasio, salir a correr de vez en cuando, participar en alguna que otra carrera popular y jugar a fútbol con sus amigos.
Precisamente, este año se había inscrito en una liga de fútbol-7 junto a varios compañeros. A la espalda llevaba el número cinco y su equipo se llamaba Novo United. En las primeras jornadas del torneo Alfonso marcó ocho goles y recibió dos tarjetas amarillas. Por ese entonces vivía tranquilo planeando el viaje a Pamplona con cuatro amigos y pensando que el caso de Pozoblanco nunca saldría a la luz.
Sin embargo, cuatro meses después de poner los pies en la cárcel, cada detalle que se conoce de lo sucedido en Sanfermines y en la feria de un pueblo vecino de Pozoblanco los responsabiliza más.
Le pegó en la cara y en el brazo
A finales de abril de este año, Alfonso Jesús Cabezuelo Entrena recibió un mensaje de Whatssap en un grupo en el que había más de una veintena de miembros. Lo había enviado su amigo el guardia civil, Antonio Manuel Guerrero Escudero, que estaba realizando su año de prácticas en el cuartel de Pozoblanco. “Venid a la feria de Torrecampo, el pueblo de aquí al lao. Aquí hay fiesta seguro”, decía el agente de la Benemérita.
Y allá que se plantó Alfonsito el sábado 30 de abril. En coche, él, José Ángel Prenda y Jesús Escudero recorrieron los 217 kilómetros que separan Sevilla de este pueblo de la comarca del valle de Los Pedroches. Al llegar y reencontrarse con el guardia civil, los cuatro amigos se fundieron en un abrazo. Sabían que por la noche la manada saldría de caza: dos biris -uno de ellos militar- un agente de la Benemérita y otro amigo más.
Desde Pozoblanco, los amigos se desplazaron hasta Torrecampo, un pueblo vecino a 20 kilómetros de distancia que por esos días celebraba su feria. Durante aquella noche de juerga y alcohol que acabaría a la mañana siguiente, la de 1 de mayo, los cuatro amigos conocieron a una chica de 21 años que era rubia, guapa y simpática. Ella fue su objetivo. Cuando la joven quiso volverse a casa, el miembro de la UME se ofreció a llevarla en coche hasta Pozoblanco. La joven accedió.
Pero cuando la chica entró en la parte trasera del vehículo cayó “en un estado de profunda inconsciencia”, probablemente por efecto de burundanga (droga que le quita la voluntad a quien la ingiere).
Al volante iba el guardia civil. Mientras, en los asientos traseros del coche, sus tres amigos, entre ellos el militar, la desnudaban y le tocaban los pechos. Cabezuelo no dudó en besarla en la boca mientras la manada se reía y José Ángel Prenda, con el móvil del guardia civil, grababa dos vídeos -de 46 y de 32 segundos- que más tarde enviaría a dos grupos de Whatsapp.
En ese instante, nada quedaba de la imagen impoluta que debía mantener el militar, cuyo campo de acción abarcaba toda Andalucía, Canarias, Extremadura, Ceuta y Melilla. En ese momento no pensaba ni en el lema del Ejército del Aire ni tampoco en el de la UME. Sólo se dejaba llevar por sus más bajos instintos.
Los abusos a la chica habrían continuado durante más tiempo, pero se desconoce cuánto. Sólo los agresores lo saben. Pudieron ser minutos o, quizás, horas. Los cuatro amigos y la joven abusada, ajena totalmente a lo que estaba sufriendo, realizaron luego el trayecto entre Torrecampo y Pozoblanco. Al llegar a su pueblo, la chica comenzó a recobrar la consciencia. Al poco se encontró completamente desnuda, con el mono quitado y las medias rotas.
En ese momento, la chica se vistió y se colocó en el asiento del copiloto. Acto seguido, el miltiar le pidió que le practicara una felación allí mismo. La chica se negó y él, que había entrado en cólera, la golpeó dos veces en la cara y otra en el brazo. Luego, la insultó y la empujó fuera del coche en las inmediaciones de un descampado a la entrada de Pozoblanco.
La chica, sola y todavía aturdida, llamó a cuatro amigos, uno de ellos policía local. Sólo se lo cogió uno -no el agente- aunque no llegó a explicarle con claridad qué le había ocurrido. Luego, se marchó a casa desconsolada y no denunció porque no sabía bien qué explicar y qué pruebas presentar. Los chicos dejaron pasar el tiempo y pensaron que aquello nunca se descubriría. Pero algo les salió mal. El tiempo acabaría sacando a la luz su secreto inconfesable.
La investigación de Pamplona, clave
Dos meses después, los cuatro amigos que estuvieron en Pozoblanco, junto a un quinto, Ángel Boza, se desplazaron hasta Pamplona para vivir el comienzo de los Sanfermines. Antes, habían pasado por Barcelona, donde visitaron a un amigo sevillano afincado allí. A primera hora de la madrugada del 7 de julio, en la capital navarra conocieron a una joven madrileña de 18 años que estaba sentada en un banco de la plaza del Castillo, donde se había celebrado un concierto. El amigo con el que había llegado desde Madrid estaba cansado y se había ido a dormir al coche que habían usado para desplazarse.
Fue entonces cuando los cinco sevillanos le propusieron a la chica acompañarla hasta donde estaba estacionado el vehículo para que no fuera sola. Durante el trayecto, los ahora presos intentaron entrar con la chica hasta en cuatro hoteles de la ciudad. Sin embargo, la joven, que este mes cumple los 19 años, fue introducida de forma sorpresiva en un portal.
Allí, en un espacio reducido y rodeada por aquellos cinco hombres, de entre 25 y 28 años, fue sometida a la práctica de abusos sexuales por todos ellos. Con los ojos cerrados y en actitud pasiva por la superioridad física de sus abusadores, la chica tuvo que ver cómo, mientras grababan todo aquello, la agarraban del pelo, se mofaban de ella y, presuntamente, la violaban. Un militar y un guardia civil formaron parte de aquello. Como en Pozoblanco, ninguno hizo nada. Alfonso olvidó que entró a la UME para servir a los damnificados.
Después de la denuncia de la chica, las investigaciones llevadas a cabo por la Policía Local de Pamplona, la Policía Foral y la Guardia Civil sacaron a la luz, a través del análisis de los teléfonos móviles de los presos, que dos meses antes de la violación de Sanfermines otra chica, esta vez de Pozoblanco, había sufrido los abusos de cuatro de aquellos chicos.
Los investigadores se pusieron en contacto con la chica a principios de octubre y ella, esta vez sí, denunció los hechos. A finales de la semana pasada el Juzgado número 1 de la localidad cordobesa abrió diligencias de este primer caso. Mientras tanto, los cinco sevillanos siguen en prisión provisional y, sólo por el caso de Pamplona y según uno de los últimos autos del juez de Navarra, podrían pasarse los próximos 16 años sin salir a la calle.
El próximo 20 de noviembre, cuando el Sevilla CF visite el estadio de Riazor para medirse al Deportivo de la Coruña, Alfonso Jesús cumplirá 28 años. Celebrará su cumpleaños, si es que lo hace, estando en prisión. Lejos de sus seres queridos. Lejos de su padre y de su hermana. Pero, sobre todo, lejos de la madre que tanto lo quiere y que sigue pensando que sí, que su hijo se equivocó de amigos pero que, “tarde o temprano”, se demostrará que su Alfonsito, como lo llamaban de niño, “es inocente”.