—Cuando me tocaba colocar minas que mataban muchachos lo hacía por miedo. Ahora que me toca retirarlas lo hago con gusto.
Es un hombre menudo de rostro enjuto y ojos hundidos. Andará por los cuarenta. Mira a la vez a quien le habla y al horizonte. Fue guerrillero de las FARC y de su anonimato puede depender su vida. Le llamaré 'Rafael' en honor a este paradisíaco municipio montañoso de San Rafael en donde está el campamento de desminado de Falditas, al que he llegado como parte de mi colaboración de Naciones Unidas. Es parte del departamento colombiano de Antioquia, el más castigado por las minas antipersonal sembradas, a modo de sanguinarias trampas, durante décadas.
—¿Cómo que 'te tocaba' colocar minas?
—Yo no lo hice porque quise... Me dijeron que tenía que trabajar con ellos, que si no estaba del lado de los paramilitares. Yo tenía una niña de siete meses, un niño de dos años y medio y una niña de cinco...
La voz se le quiebra a 'Rafael' cuando menciona a sus hijos. Se le escapan los sollozos cuando recuerda que la guerrilla le separó de ellos. Le digo que es humano emocionarse. Pero también sus víctimas tenían hijos. De hecho, el 10% de los heridos y mutilados en Colombia por las minas han sido niños. La experiencia de 'Rafael' lo corrobora.
—Los jefes te decían: "Ya miné alrededor de tal escuela, de tal camino... necesito que vaya a minar ahí, a colocar 10 o 15 minas". Le tocaba a uno...
—¿Pero tú querías matar cuando lo hacías?
—No, nunca me ha gustado lo que se hacía allá... Una vez iban a matar a tres muchachos. Yo los cogí y les dije: "Vivir está en manos de ustedes, si ustedes la cagan, a mi me matan y a mi también". Los pelados me deben la vida.
—Pero las minas que ponías mataban gente...
—Sí, ibas a colocarlas y escuchabas el bombazo. Y ahí estaban los muchachos, los mochos, los pies... otros muertos del todo...
Algunos de los que comparten el desminado con 'Rafael' aquí en Falditas pudieron ser sus víctimas. Tienen padres, hijos o hermanos mutilados. La guerra está en todos ellos: víctimas y excombatientes tienen parte del alma en los surcos de sus rostros. Por primera vez han aceptado, a instancias de EL ESPAÑOL, compartir una grabación para trasmitir sus vivencias juntos.
'Rafael' detalla compungido su experiencia:
—Me obligaban a colocar minas 'quiebrapatas' y comprobar que estallaban al paso de las víctimas.
Me dice también que algunos de sus compañeros, cuando iban a colocar minas, no volvían: morían en el intento.
Habla del constante miedo a morir mientras formó parte del Frente 47, una de las facciones más sanguinarias de las FARC. La vida podía perderse de cualquier forma, ya fuera colocando un artefacto, si 'alguien' se enteraba de que su hermano estaba con los Paramilitares o si uno de ellos, “que tenía mucha rabia”, hacía el gesto de retorcer su barba y decidía, sin más, ordenar una 'ejecución'.
Muy cerca de 'Rafael' un joven desminador de pelo radiante al que llamaré 'El Rubio' me susurra que con trece años servía en las Autodefensas Campesinas (Paramilitares) para llevar el sustento a su casa. Ahora pasa las noches en vela y los recuerdos le roban el sueño.
Otro relata cómo su padre, cuando él tenía esos mismos trece años, llegó a su casa sin una pierna porque una mina se la voló a la altura del gemelo. Explica que su familia vivía con el pánico de que hubiera una segunda víctima. Ambos se convirtieron en niños marcados para el resto de sus vidas. Los desminadores intentan mantener el tipo pero lloran mientras hablan.
11.458 víctimas por 'accidentes' de minas
El Informe Landmine Monitor de 2015 sitúa a Colombia como el país con mayor número de víctimas militares por minas antipersonal -seguido de Mali y Pakistán- y el tercer país en número de víctimas en los últimos quince años, sólo precedido por Camboya y Afganistán.
Según informe del DAICMA (Dirección de Acción Integral contra Minas Antipersonal) de 31 de agosto de 2016, en los últimos dieciséis años, se han registrado 11.458 víctimas por 'accidentes' de minas antipersonal en Colombia. De los 4.433 civiles afectados, el 10% eran niños.
El paraje de Falditas (San Rafael) es un cantón del Paraíso. El cielo lo inunda todo, las nubes se desdibujan sobre los picos de las montañas y la frondosa vegetación hace sentir el estado más puro de la naturaleza. Cuando hablan sobre la zonas de 'contaminación', fruncen el ceño y el silencio se escucha.
Miro contrariada al cielo, buscando en vano un sombrero tóxico como si estuviera en Madrid.
Su 'contaminación' no está en el aire: está en el suelo. De los 1.122 municipios de Colombia, el 60% (673) tiene problemas de 'contaminación por minas' y el Departamento de Antioquia –donde se ubica San Rafael- es el que ha registrado el principal número de víctimas, que asciende a 2.524 en los últimos años.
El compromiso del presidente Juan Manuel Santos queda patente en sus recurrentes intervenciones: “La meta es que Colombia esté libre de sospecha de minas antipersonal en 2021”. Pero el proceso de desminado es toda una metáfora de los obstáculos que encuentra en Colombia el proceso de paz.
Yohn F. Medina-Vivancos, Director de UNMAS Colombia, un peruano afable y comprometido de pelo ensortijado, destaca la labor de Naciones Unidas en su asistencia técnica a la Autoridad Nacional. Es cierto. Tuve la oportunidad de comenzar a colaborar con UNMAS cuando Yohn tenía tres personas a su cargo. Hoy ya cuenta dieciséis. Este crecimiento es el síntoma evidente de la importancia del desminado en la agenda política pero necesitaría muchos más medios.
El desminado es la forma de asistencia humanitaria a las comunidades afectadas por las Minas Antipersonal (MAP), las Municiones sin Explotar (MUSE) y los Artefactos Explosivos Improvisados (AEI).
Existen cuatro organizaciones civiles que lo acometen en el país: HALO Trust, Ayuda Popular Noruega (APN), Handicap Internacional y Campaña Colombiana Contra Minas (CCCM). Junto a ellas, intervienen los cuerpos especializados del ejército colombiano (lo que antes se conocía como 'el Batallón' hasta que en agosto de 2016 se activara la Brigada de Desminado Humanitario que coopera con la Agrupación de Explosivos y Desminado de Infantería de Marina).
Colombia se distingue porque la práctica totalidad de sus minas son artesanales. Muchas se preparaban en botellas o pequeñas garrafas de uso doméstico. La reacción química actúa por presión. Pisar una pequeña jeringa puede activar el detonador. Incluyen un poco de ácido sulfúrico y, por describir alguna de las que he visto desactivadas, en la parte inferior incluyen un mezcla de abono, nitrato de amonio y metralla. A veces introducen hasta grapas.
Las minas más comunes son las químicas, las que tienen alambre “de tropiezo”, las que se activan con doble sistema (tensión y presión) y las grupales que pueden llegar a contener más de dos kilogramos de explosivos.
Halo Trust utiliza diversos métodos para desactivarlas. En Colombia, se entrenan perros para las labores de detección por olfateo de los artefactos. Las Herorats, ratas entrenadas para olfatear las sustancias químicas de las minas, en la actualidad solo se utilizan en Mozambique aunque se entrenan en Tanzania.
Los desminadores cortan la vegetación de arriba hacia abajo, pausadamente. Revisar un metro cuadrado puede llevarles más de dos horas. Utilizan el detector de metales y si emite algún sonido, delimitan la zona, excavando con sus manos el perímetro en una zanja de veinte centímetros de profundidad.
Gritos de júbilo al desactivar una mina
Mientras desminan están alejados entre sí por el riesgo de detonación. Cuando encuentran un explosivo interrumpen su actividad y avisan al oficial de operaciones. Él es quien lo desactiva utilizando un cañón disruptor de agua a presión.
Cuando se localiza una mina y se desactiva se escuchan gritos de júbilo. Es un logro conseguido. Se siente una meta alcanzada. Se señaliza el lugar donde se desactivó la mina y se coloca un indicador que incluye el nombre del desminador, la fecha y el tipo de mina.
Es espeluznante comprobar la desactivación de tres artefactos en cinco metros lineales de un camino. Si las víctimas no 'caían' en la primera, 'caían' en la segunda o en la tercera.
En el campamento que Halo tiene en Falditas las jornadas de trabajo son intensas. Los desminadores se levantan a las cinco y veinte de la mañana y a las seis comienzan la sesión con una puesta en común. Se valora el estado de ánimo, las posibles indisposiciones para trabajar y, una vez comprobada la ausencia de incidencias, marchan a la zona elegida.
El día que les acompañé, el área de desminado estaba relativamente cerca del campamento. Aunque a quienes no estamos acostumbrados nos faltaban las fuerzas para seguir subiendo por el monte, ellos bromeaban y contaban que, en emplazamientos anteriores, llegaron a tener que caminar cinco horas y media en cada trayecto.
A las siete de la mañana comienzan a rastrear. Se realizan sesiones de cincuenta minutos con intervalos de diez. Esos diez minutos de descanso tienen un merecido premio, que es poder deshacerse del visor. El casco con visor es muy pesado, demasiado pesado para realizar un trabajo meticuloso, lento, cuidadoso y estático.
Las agotadoras jornadas terminan a las cuatro de la tarde y descansan solo una semana por cada cuatro trabajadas. Por eso, los campamentos son sus casas y sus compañeros su familia. Allí no se valora en qué parte del conflicto les tocó estar. Ellos dicen que son todos amigos, familiares, a los que ven más que a sus esposas. En todo el grupo de desminado solamente hay tres mujeres además de la cocinera.
Apenas 130 metros separan el colegio donde estudian los niños de la zona donde se han desactivado diez artefactos en los últimos tiempos. En esa escuela estudia el hijo de don Orlando, uno de los beneficiarios del desminado. Vive a cincuenta metros. Hace unos años retornó a su casa, después de haberla abandonado dos veces preso del pánico.
La primera vez que se marchó tomó la decisión el día que una mina le arrancó la cabeza a una de sus vacas. Pensó que en lugar de a uno de sus animales podía haberle ocurrido a uno de sus hijos y se marchó con su familia a buscar un lugar donde establecerse. En esa época, el conflicto era insufrible en la zona.
Don Orlando es la representación de una de las aspiraciones del pueblo colombiano que se afronta con más dificultad. El retorno de los miles de desplazados a sus lugares de origen o su instalación en otros lugares, en los que se garantice su dignidad y seguridad, es una de las prioridades en el proceso de paz.
Él, que ha logrado lo que otros aún no se atreven a soñar, hace campaña por el proceso de paz y pide un 'sí' a la política de Santos. Dice que se llevó a sus hijos mayores del colegio por miedo a que los mataran y que envía al pequeño a la escuela con la tranquilidad de que la intervención de Halo Trust en la zona garantiza su seguridad.
Don Orlando me comenta que no sabía lo que era el Premio Nobel, pero que ahora sabe que “es algo muy bueno”.
Un chico muy joven, ya oficial de desminado, me cuenta que todos sus compañeros de la escuela murieron cuando quisieron huir de la guerrilla. Él tuvo que escapar para no pasar por el mismo trance que 'Rafael'. Es uno de los miles de desplazados de Colombia. Salvaron la vida mediante el éxodo pero a costa del desarraigo. Todos tienen el dolor impreso con marcas indelebles en sus manos, secas y ajadas por la tierra que desminan. Una historia con dos bandos o incluso tres, según se mire.
Sergio Bueno, Director de la Acción Integral contra Minas Antipersonal (DAICMA) es la máxima autoridad gubernamental en esta materia. Desde su llegada hace apenas cuatro meses se ha impulsado la asignación de tareas: “No puedo hacer una diferencia entre la Brigada de Colombia y las organizaciones”. Incide en la transversalidad con que se aborda el problema: habla del desminado como objetivo, pero también de educación, el retorno y la reparación a las víctimas.
Fui acompañada a San Rafael por una asesora del Defensor del Pueblo. La Defensoría es la institución encargada de garantizar los derechos humanos de los colombianos. Diana Sorzano lloraba, emocionada, escuchando los relatos de los desminadores. Las instituciones se ponen al servicio del pueblo con vocación y comprensión del momento histórico que vive Colombia.
Todos creen en la paz. Es el objetivo de todos los colombianos. El “no” de la mayoría que votó en el plebiscito no fue un “no” a la paz, sino al tenor literal de los acuerdos.
Las víctimas, que son todos los ciudadanos de un Estado agostado por cincuenta y dos años de conflicto armado, necesitan su final. El abrazo de víctimas y excombatientes, representado por el que al término de la jornada de desminado se dieron ante mis ojos 'Rafael' y 'El Rubio' bajo el cielo azul de Falditas, es la plegaria común por una redacción de los acuerdos de paz que todos sientan acorde con sus derechos y con la construcción de un futuro mejor para Colombia. Solo por conseguir este abrazo ha merecido la pena llegar hasta aquí.
***Cruz Sánchez de Lara Sorzano es presidenta de Tribune for Human Rights y miembro del Consejo de Administración de EL ESPAÑOL.