De bebé arrojado a la basura en China a niño feliz en Navarra
Daniel nació con una malformación congénita en las manos y su madre biológica lo tiró literalmente a la basura. Tras una vida plagada de calamidades, a los 12 años una familia navarra se cruzó en su camino. Contamos su historia hoy, Día Internacional del Niño.
20 noviembre, 2016 02:47Noticias relacionadas
Dicen que el nombre que llevamos nos marca para siempre. Hexiong, que significa 'el héroe del basurero', un adolescente chino de la ciudad de Wang Zhou adoptado desde hace cinco años por una familia de Mendigorría (Navarra), lo sabe bien. Vino al mundo, y en lugar de encontrar la paz y el calor de un hogar y unos padres que lo mecieran y arroparan en sus brazos, se topó con la inquietud y la frialdad del basurero al que fue arrojado por nacer con sindactilia (malformación congénita de las manos que afecta a 1 de cada 3.000 recién nacidos). La falta de las segundas y terceras falanges en varios dedos provocó que su madre le arrojase a un vertedero. “Por suerte por allí pasó uno de los trabajadores del orfanato en el que después me crié, oyó algo y me salvó de una muerte segura”, cuenta este joven de 17 años.
Tan triste principio hizo aprender a Hexiong, hoy españolizado con el nombre de Daniel (y en Twitter, @danielmendi99) por su nueva familia, que cuando nada se tiene, nada se pierde y todo se puede ganar. “Hay que continuar a pesar de todo, aceptar lo que te toca en la vida y seguir adelante, ¿Qué otra cosa puedes hacer si no? Mi falta en los dedos no me impedía hacer vida normal”, comenta con la sabiduría de un superviviente a EL ESPAÑOL.
Una aceptación que sin duda le ayudó a superar un segundo abandono de su madre biológica. “Fue a reclamarle y recuperarle al orfanato con unos regalos, pero le pidieron que pagara sus gastos de manutención desde el abandono. La mujer no tenía ese dinero y desistió de recuperar a su hijo. Y él lo sabe”, describe Ana Beasoain, su madre adoptiva.
UNA VIDA PLAGADA DE CALAMIDADES
La vida de Daniel durante sus años en China es pura penuria. “Mi orfanato era muy pobre. No había puertas ni ventanas, no teníamos camas, dormíamos sobre una madera en el suelo. Apenas llevábamos ropa. Si hacía frío te tenías que aguantar”, cuenta Daniel. Tales eran las bajas temperaturas que en muchas ocasiones salía a buscar cualquier madera para hacer un fuego dentro del orfanato y calentarse tanto él como sus compañeros. “Al menos ahí estábamos calentitos. Pasábamos el día alrededor de la lumbre hablando entre nosotros y acompañándonos”, dice. Tan insoportable cuenta que era ese frío que un buen día se le pasó la mano con la fogata. “La hice tan grande que estuve a punto de quemar la que era nuestra casa. Me echaron la bronca y no volvieron a dejarme hacer una”, añade.
La comida era un bien escaso y para beber y lavarse recogían el agua de lluvia. “Tampoco podíamos lavarnos mucho. La poca agua que conseguíamos la usábamos para asearnos. El primero que empezaba la tenía limpia pero si te tocaba el último, ¡imagínate! ¡No sabías si te estabas manchando aún más!”, recuerda y casi bromea este joven.
Esa falta de todo también se trasladaba a la ausencia de cuidadores. “Desde que era muy pequeño ayudaba a dar de comer a los bebés y a los que eran más pequeños que él. Cuando no querían más, los niños mayores se tomaban el biberón sobrante. "Imagínate, le darían un poco al bebé y se tomarían ellos el resto", cuenta Ana. “Cuando fue un poco mayor se encargó de ocho niños: les daba de comer, les vestía, les lavaba la ropa en un río cercano con un trozo de jabón, les llevaba a dormir”, cuenta. Con el pasar de los años Hexiong se convirtió en el mayor del orfanato. Nadie quería adoptarle. A pesar de ello, era el más dispuesto a todo. Tanto que los niños le llamaban lao shi, que significa profesor.
En el colegio las cosas no eran mejor: los de más edad iban a un centro público y eran marginados por sus compañeros porque eran pobres y huérfanos. “Éramos los últimos para todo. Incluso para las miradas. Nos miraban mal. A eso se sumaba nuestro aspecto”, rememora Daniel. Tampoco tenían lápices para escribir y recogían de las papeleras las puntitas que tiraban los otros a la papelera. “Llegábamos con los zapatos rotos, sin calcetines, tiritando de frío y ahí estábamos al final de la clase, los huérfanos, con los que no querían ni hablar”, dice.
LA VIDA Y LOS GRANDES REGALOS
Y de repente, al cumplir doce años, cuando Daniel casi había abandonado los sueños de ser adoptado, recibió una grata sorpresa. Ana y Serafín, un matrimonio español con dos hijas biológicas (Carla y Verónica, que por aquel entonces tenían 12 y 10 años), se cruzó en su camino.
La pareja, que llevaba cinco años esperando la llegada de una niña china, conoció una nueva vía de adopción denominada Pasaje Verde, es decir, solicitar a un niño mayor, y decidieron cambiar su expediente. El psicólogo que llevaba su caso les contó que al día siguiente iba a viajar a China con un grupo de pediatras y psicólogos de Madrid para buscar niños y a la semana siguiente les llamó. “Era un viernes a las tres de la tarde y yo estaba en mi tienda esperando a Serafín y a las niñas. El psicólogo nos dijo que había un niño llamado Hexiong con sindactilia y salimos corriendo como locos a conocerle en fotografías”, dice Ana.
La primera foto que les enseñaron fue de sus manos. “Mi marido dijo que eran preciosas y nos empezamos a reír. ¿Qué más nos daba si le faltaba algún dedico si tiene un corazón de oro? Cuando nos enseñó su carica, ¡qué momentazo! ¡Qué niño tan guapo! Si realmente quieres un hijo, ¿qué más da que no sea perfecto? Pienso que hasta se le ama más”, añade esta madre apasionada.
Su 'sí, quiero' provocó una adopción exprés en tan solo tres meses así como un tsunami en su propia vida. Él no sabía nada y de repente recibió la noticia. “Me quedé impresionado. Me dijeron que iba a tener una familia, que era occidental y que tan solo tenía 24 horas para despedirme de la que había sido mi familia hasta entonces. Comencé a llorar, a decir adiós a mi mamá y mi papá, (como llama a los cuidadores que le habían cuidado), a mis otros amigos. Era una sensación rara. Casi no quería irme”, cuenta Daniel.
Además, él, que no había visto un occidental en su vida, iba a coger un avión, recorrer 14.000 kilómetros y enfrentarse una nueva existencia junto a una familia de las de verdad. “Yo estaba preocupado porque me aceptaran y también por no haber visto nunca occidentales. Me subí al coche con mis padres y hasta llegar al aeropuerto me pasé llorando sin parar las cuatro horas que duró el viaje”, relata el joven. Y como no existe una cosa sin su contrario, su propio miedo también provocó la magia del amor y de la paz más absoluta. “Me agarré al brazo de mi padre en el coche y no le solté en todo el rato. Los nervios que tenía se mezclaban con una tranquilidad increíble. Nos reconocimos”, dice con su acento chino-español.
Hoy Daniel bromea echándole en cara a su familia que le sacaron de China para traerle a un pueblo que es una broma. “¡Solo tiene 1.000 habitantes! ¡Imagínate la diferencia con mi ciudad, que tiene millones de personas. Allí salías a la calle y te encontrabas gente, tráfico por todos los lados y aquí solo hay campo y vacas!”, se ríe mientras su madre le escucha divertida.
Daniel ya lleva cinco años en España y está estudiando en el instituto. “El primer año fue muy duro. Una nueva lengua, una nueva cultura. Me costó casi un año que no me doliera seguir hacia delante y dejar atrás mi pasado”, cuenta Daniel. Tanto era lo que llevaba marcado que su madre bromea con lo que su hijo les decía este primer período. “Se pasaba apagando los radiadores o la luz de las habitaciones porque le parecía un derroche. Me decía: '¡Mamá, esto cuesta mucho euro!' También nos llevaba los primeros días a la bañera, que le hacía mucha gracia porque no había visto ninguna, echaba un poquito de agua y nos decía que fuéramos pasando por ahí uno a uno para lavarnos”, se sonríe Ana.
Otra anécdota que no quiere dejar de contar Daniel es la extrañeza de la ropa interior. “Nunca había llevado un calzoncillo y me sentía muy raro. Allí no tenemos para esos lujos”, recuerda el joven. También le cuesta demostrar sentimientos y repartir besos o abrazos. “Por su cultura no hay manera de sacarle un beso. Él dice que somos unos pesados, que no hace falta demostrar que nos quiere de esa manera. Que las cosas, aunque no se digan o demuestren, se saben y punto” comenta Ana.
Ahora el sueño de Daniel es estudiar Empresariales porque, según dice, “quiero mandar”. También pretende que su caso inspire y anime a otros padres a adoptar. Pretende poner luz a esos “embarazos burocráticos” -tal y como describe dichos procesos la escritora Olvido Macías en Vidas Unidas, 22 experiencias de familias adoptivas-, que tantas lágrimas cuestan y de los que nada se sabe hasta el momento de llegar a casa con el nuevo hijo o hija.
Por eso Daniel anima a otras familias adoptantes a “no tener miedo. El miedo ya lo tenemos nosotros por tantas cosas a las que nos tenemos que enfrentar y adaptar. Pero es maravilloso sentirse querido”, dice Daniel. Su madre, para quien él es un regalo del cielo, se sigue sorprendiendo cuando la gente les llama valientes. “Valiente él, que tuvo que irse con unos desconocidos, físicamente tan diferentes. Valiente él, por dejar su tierra natal, por enfrentarse a una vida nueva y a un idioma distinto. Valiente, siempre él”.