El cantante de éxito que mató a su padre como a Drácula
Álvaro Bustos, que participó en el grupo Trébol, cuya canción 'Carmen' fue número uno en 1972, enloqueció tras triunfar. Clavó una estaca a su progenitor en un exorcismo.
24 diciembre, 2016 20:57Noticias relacionadas
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Un macabro asesinato que conmocionó a Córdoba en las Navidades de hace 30 años. La víctima había sido director del Conservatorio de Música y el agresor, su hijo, componente del famoso grupo pop Trébol. Pero lo que más impactó fue el modo en que cometió el crimen.
Montó un ritual en plan película de Drácula. Le atravesó el corazón y le cortó los tendones de los pies para evitar que resucitara. Pensaba que el demonio se había apoderado del cuerpo de su progenitor y quería salvarlo matando a Satanás.
DEL ÉXITO AL DESVARÍO
Álvaro Bustos había triunfado a los 18 años con la canción Carmen, que fue número uno en 1972. Era cantante del trío Trébol. El grupo lo fundaron Carlos Catalá y Jorge Crespo, y a él se unió después Álvaro Bustos. Aunque después colocaron en el mercado otros temas como Pajarillo, Música eres tú y María Rosa, que también sonaron bastante, tal éxito no volvió a repetirse.
Los contratos y las grabaciones discográficas empezaron a ir a menos y decidió probar fortuna como cantautor. Tras fracasar decidió abandonar los escenarios, y regresó a su ciudad junto a los suyos. Su vida sufrió un brusco giro. Cambió su afición de las partituras por libros de esoterismo y demonología. La enfermedad mental que padecía, una psicosis paranoide, hizo el resto. Una marcada transformación de la personalidad.
Durante las Navidades se estaba dedicando a su afición favorita, como era volcarse en la lectura de libros de magia negra y alquimia. El 4 de enero de 1987 regresó a casa por la noche, en la calle San Eulogio, 14, tras haber comprado unas chucherías y algo de leche para la cena.
Subió a su habitación y descolgó la barra de madera que sostenía las cortinas de la ventana. La partió sobre las rodillas y empezó a sacar punta con un alicate a una de las extremidades. Finalmente la afiló con una lima. La había convertido en un arma.
Tras esconderla entre el jersey y la cintura del pantalón, bajó al cuarto de su padre. Eran las once de la noche y dormía. Se despertó al oír cómo alguien forzaba la puerta, dado que acostumbraba a descansar con ella cerrada.
Nada más entrar en la estancia, su hijo empezó a derramar por los muebles y el suelo gran cantidad de sal y especias. Trataba de purificar el ambiente y debilitar a los demonios, según lo que había leído en textos de brujería. Después continuó con el ritual: descolgó los espejos y los colocó boca abajo. Así el diablo que habitaba en el cuerpo de su progenitor no podría cambiar de dimensión a través de ellos.
El padre contemplaba atónito cuanto ocurría. Al fin, Álvaro se sentó en la cama junto a él y empezó a someterle a una especie de juicio. Le exigía que reflexionara sobre si había hecho algo bueno en su vida. Una vez más le acusaba de la muerte de su madre, fallecida once años antes de cáncer.
Cuando el asustado hombre intentó huir, su vástago se lo impidió. Lo había sentenciado. Hubo un forcejeo y el joven lo arrojó al suelo no sin antes despojarle de la parte superior del pijama. Después se puso encima y, tras sacar la estaca que llevaba escondida, la clavó en el pecho de su progenitor utilizando con gran fuerza las dos manos, mientras gritaba vade retro Maligno, vade retro. El palo atravesó el corazón y los pulmones llegando hasta la columna vertebral.
INTENTÓ QUEMAR EL CADÁVER
Así fallecía Manuel Bustos, de 70 años de edad, reputado catedrático de violín y concertista. Había sido director del conservatorio de música de su ciudad durante décadas y pertenecía a la Real Academia Cordobesa. Toda una institución en el ambiente musical de la capital.
Su matrimonio había funcionado mal. La madre y el hijo formaron un frente contra él. Por eso cuando ella murió, Álvaro, en plan Edipo, decidió vengarla y anunció a su padre, al que denominaba el inicuo, que algún día lo mataría. Y lo que éste consideraba un desvarío de su hijo, a lo que ya estaba acostumbrado, fatalmente se cumplió.
Una vez cometido el crimen envolvió el cadáver en una manta y lo bajó a la cochera. Desmontó el asiento delantero de su Seat 127 y colocó el cuerpo sobre el mismo, ocultándolo con una manta sobre la que colocó cajas de libro y otros objetos.
A la mañana siguiente se desplazó a la sierra cordobesa con la intención de quemar el occiso y esparcir sus cenizas por el Guadalquivir. Llamó a un amigo que tenía una finca por la zona y lo citó allí con el fin de eliminar al diablo, pues necesitaba un lugar tranquilo para incinerarlo. El muchacho acudió, preocupado por lo que acababa de oír, para comprobar la situación. Al ver que asomaba un pie por el coche improvisó una excusa y volvió raudo a la capital. Visitó a un abogado para que le acompañara a comisaría a denunciar lo que había presenciado.
Mientras tanto la empleada del hogar, que todos los días acudía a casa de los Bustos para hacer labores domésticas, se encontraba una nota en la puerta de la casa: “Tómate el día de vacaciones y vuelve mañana”. Un tanto mosqueada fue a buscar al otro hijo de la familia, veterinario. De inmediato éste acudió al inmueble. Era consciente de las malas relaciones de su hermano con el padre y se temió lo peor. Al comprobar las manchas de sangre en el suelo y en la cama, avisó a la policía.
A las cuatro de la tarde el asesino continuaba rondando por las carreteras de la sierra en busca de un lugar adecuado para consumar el ritual. La niebla le dificultaba la localización del mismo. Cuando vio el rancho La Priorita, decidió entrar de modo clandestino. Cortó la alambrada e introdujo el vehículo, escondiéndolo adecuadamente.
Después la reparó para que nadie se apercibiera de su intrusión.
Fue apilando troncos de leña seca hasta crear una especie de cama en la que iba a acostar a su padre para proceder después a carbonizarlo todo. Pero cuando se encontraba terminando los preparativos, la paz se vio alterada por el sonido de una motocicleta. Eran dos muchachos, hijos del guarda de la finca. Estos fueron raudos en busca de su padre para comentarle el hecho.
"Voy a preparar un fuego porque esta noche vendremos aquí unos cuantos amigos a comer unas chuletas. No se preocupe por nada, tengo permiso del dueño", le explicó al encargado de la vigilancia de la finca. El trabajador le explicó que debía de haberse equivocado de lugar porque el propietario no le había avisado al respecto.
“En ningún momento me contestó mal, parecía muy educado. Vi que tenía las manos manchadas de sangre, pero supuse que se había arañado al cortar la alambrada. Cuando después me dijo la policía de dónde había salido la sangre por poco me da algo. No quiero ni pensar si tardo diez minutos más y me lo encuentro ya haciendo lo que iba a hacer”, contaba después a El Caso.
LE CORTÓ LOS TENDONES DE AQUILES
Para matar al diablo hay que quemarlo, después de clavarle la estaca en el corazón, dado que puede resucitar en las 24 horas siguientes. Era lo que había leído Álvaro y pensaba cumplirlo a rajatabla. Por eso, en cuanto abandonó la finca e ignorando cuándo podría proceder a la incineración, cortó al cadáver los tendones de Aquiles de ambos pies. Utilizó una daga de plata. Tenía que impedir que pudiera levantarse en caso de que resucitara.
Regresó a la ciudad y anduvo dando tumbos. Decidió aparcar en una callejuela del centro, con la intención de vigilarlo por si el cadáver revivía. Cada poco tiempo se acercaba al automóvil para comprobar que todo seguía igual. Vio el desfile de la cabalgata de Reyes y, transcurrido el citado plazo de 24 horas, consciente de que ya no había posibilidad de resurrección, se encaminó hacia la comisaría de policía. Por el camino fue interceptado por agentes que andaban buscándole por toda la urbe.
Se mostraba tranquilo. Como si no hubiera hecho nada malo. Al contrario. Declaró que el día de Navidad se reencarnó en Jesucristo. Ambos tenían 33 años. Y, al ser su padre el diablo, tenía la obligación de exterminarlo. Afirmaba que “el Maligno se había apoderado de él. Residía en su cuerpo”. Incluso el difunto le había reconocido que “soy Satanás y una estaca clavada en mi corazón será la única forma de acabar con mi vida”. Por eso su único propósito había sido liberar a la humanidad de este mal sacándolo de las entrañas de su progenitor.
A principios de diciembre había comentado a su hermano que con la llegada del nuevo año iba a ser iluminado por unas revelaciones y que llegarían a conocerle en todo el mundo. En efecto, numerosos periódicos de Europa se hicieron eco de tan macabro esoterismo.
Álvaro hasta entonces estaba considerado como una buena persona. Abierto, simpático, con don de gentes y carisma... No era bebedor, mujeriego ni juerguista. Se caracterizaba, según sus amigos, por ser un pacifista convencido; cuando se producía alguna pelea siempre mediaba intentando poner paz. Por eso extrañó tanto en la población cordobesa, sobre todo entre los que le conocían bien, tal cambio de personalidad. Precisamente su última composición fue Salve la paz, que la grabó en Alemania pero no llegó a comercializarse.
Desde su fracaso final como músico, convertido en un juguete roto, no tenía una ocupación fija. Seguía componiendo y grabando maquetas para casas discográficas y emisoras. Confiaba en retomar el camino artístico. De vez en cuando hacía alguna chapuza como electricista.
Poco a poco, al ver que no se reencontraba con el éxito musical, fue creando un mundo aparte, volcado en sus aficiones y libros de alquimia, hechicería, ciencias ocultas... Especialmente La Biblia Satánica, de Szandor LaVey, fundador de la Iglesia de Satán. Todo ello, junto a su trastorno mental y a los años de soledad que llevaba, terminaron mutando su personalidad. Existía una base patológica y con el transcurso del tiempo llegó a creerse el salvador del género humano. El elegido.
Residía en el primer piso de la casa familiar. Lo tenía todo pintado de negro: paredes, techos, incluso las ventanas tapadas con trapos de dicho color. Su padre, que no quería saber nada de él, ocupaba la planta baja. Se limitaba a darle diariamente mil pesetas para sus gastos.
RECOBRÓ PRONTO LA LIBERTAD
Juzgado medio año después, se mostró como una persona pacifista que había hecho un favor al mundo. “Se alegraba por la muerte del diablo, pero lloraba por la de su padre”, reconoció ante el tribunal. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, forense que se encargó de examinarlo, decía que "el procesado padecía una psicosis paranoica crónica de la que es imposible que se recupere". Reconoció que en su mente existía la necesidad de matar a Satanás y, sumido en este delirio, cometió el parricidio.
El ministerio público aplicó la eximente completa de enajenación mental, por lo que solicitó la absolución del acusado. Fue declarado inimputable del sangriento exorcismo.
Álvaro seguía insistiendo en que “su misión estaba ya completa y que había dado ya parte a Dios desde la capilla de un colegio de Córdoba”. Pero, según Narciso Ariza, fiscal jefe de Córdoba, “después de ser condenado dijo que el demonio habitaba en el cuerpo de su hermana”.
Fue ingresado en un centro psiquiátrico. Aunque el informe decía que “no debe salir de por vida ya que está en peligro la vida de esa niña”, a los pocos años fue puesto en libertad. No se ha vuelto a saber nada del llamado exorcista de Córdoba.
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