La inferioridad física, a veces, de las mujeres es sustituida por dosis de sagacidad a la hora de asesinar. Un principio criminológico dice que “a mayor grado de civilización de una sociedad, menor número de delitos producto de la violencia y mayor el de los debidos a la astucia”. Y ahí las féminas se imponen por goleada a los hombres. Al ser más listas saben esperar la ocasión, elegir la pócima idónea y administrársela a la víctima en el momento oportuno.
Nada de violencia. Simplemente sagacidad en la confianza de que no serán descubiertas. Ni improvisación ni arrebatos. Es lo que diferencia a las envenenadoras de otro tipo de criminales.
La crónica negra está llena de intoxicaciones letales provocadas a maridos o a señores a los que servían. Unas fueron descubiertas, algunas pagaron con la pena de muerta y otras, posiblemente muchas, resultaron indemnes tras cometer el crimen perfecto.
ARSÉNICO, EL VENENO PREFERIDO
Numerosas han sido las expertas en caldos y tisanas que, convenientemente aderezados con algún tipo de ponzoña, han acabado con la vida de sus semejantes. Bastante más de lo que la gente cree.
La más conocida en nuestro país ha sido Pilar Prades Expósito Santamaría, quizá por ser la última mujer ajusticiada. Una de tantas muchachas que abandonaron su pueblo en busca de un futuro mejor en la ciudad.
Tenía 12 años cuando salió de Begis (Castellón) para trasladarse a Valencia. Dejaba atrás una desgraciada infancia en la que se había dedicado a acarrear cubos de agua y sacos de estiércol. Era analfabeta y se tuvo que colocar en el servicio doméstico.
No muy agraciada físicamente, de poco más de metro y medio de estatura, introvertida, de gesto y mirada extraña, no duraba mucho en los hogares. Llegó a cambiar de trabajo tres veces en un año.
Se fue haciendo mujer en medio del rechazo de los hombres, aunque confiaba en conseguir uno para toda la vida. Pasaba las tardes de los jueves y los domingos, sus ratos libres, sentada en la sala El Farol, pero casi nadie se le acercaba para sacarla a bailar. Pese a ello iba preparando su ajuar con la ilusión de que un día pasaría por el altar.
Con 26 años entró a trabajar en casa del matrimonio formado por Enrique Villanova y Adela Pascual. Tenían una chacinería en la calle Sagunto. Pasó a ayudarles en el negocio dado que la señora sufría cólicos hepáticos y debía guardar cama. De pronto su estado empeoró: digería mal los alimentos, vomitaba, sufría pérdida de peso y debilidad en las extremidades.
A partir de aquel día Pilar se dedicó de lleno a la tocinería sin abandonar las tareas de la casa. Sobre todo de cuidar a la enferma, a la que le servía las habituales infusiones de boldo y otras tisanas que le preparaba de motu propio.
El médico de cabecera no acertaba a encontrar el origen de las dolencias. Al poco la mujer fallecía. Mayo de 1955.
El mismo día del entierro la criada le dijo al viudo que no era necesario cerrar el negocio, dado que ella se encargaría de seguir despachando. Cuando regresó del cementerio se la encontró toda sonriente y luciendo uno de los delantales almidonados de la difunta. Decidió echarla de inmediato por tal falta de respeto.
Los contactos que había hecho en el mercado le sirvieron para encontrar rápidamente una nueva colocación. Entró a trabajar en casa de la familia Alpere-Greus. No había transcurrido mucho tiempo en su nuevo empleo cuando a la señora le empezaron a salir unas manchas extrañas, sobre todo en los brazos. Aunque el médico diagnosticó alergia, Pilar decidió poner tierra por medio. Uno de los síntomas de envenenamiento por arsénico es la pigmentación negruzca de la piel en zonas descubiertas.
Prefirió evitar problemas. Pronto encontró otra casa donde servir. Una amiga que había hecho en El Farol, Aurelia Sanz, la recomendó para que trabajara en el hogar de Manuel Berenguer Terraza, médico militar, y Carmen Cid Dumas, en el que ella estaba de cocinera.
Un día surgió un problema entre las dos en la sala de baile. Un joven que le gustaba a Pilar sacó a bailar a la otra. Disimuló su enfado y al poco su compañera caía enferma. Al igual que en el caso de Adela, la atendió dándole bebedizos. Los síntomas fueron parecidos. Tuvo que ser ingresada en el hospital a causa de una parálisis generalizada en brazos y piernas. Internada en un centro médico le salvaron la vida, pero quedó imposibilitada con atrofia de manos y pies.
Mes y medio después era la esposa la que empezaba a mostrar señales de corte similar. Vómitos, diarreas, hinchazón y dolores en las extremidades. El marido consultó con un compañero suyo, catedrático de Medicina Legal, y decidieron realizar la prueba del Propatiol. Un inyectable que permite descubrir la presencia de un tóxico sin necesidad de realizar análisis alguno. El resultado fue definitivo: arsénico.
El militar despidió a Pilar sin levantar sospechas, con la excusa de que le era suficiente con el servicio de la cocinera. De inmediato contactó con la casa donde antes había servido para recabar informes. El chacinero le explicó la extraña muerte de su esposa y el motivo por el que prescindió de su empleada doméstica.
De inmediato el doctor Berenguer presentó denuncia en la comisaría y se procedió a la exhumación del cadáver de la chacinera. Se encontraba en pleno proceso de momificación, algo que sucede cuando en los restos hay presencia de alguna sustancia química. El hígado y los riñones presentaban cambios degenerativos. Los análisis confirmaron la causa: arsénico.
La policía procedió al registro de la habitación en la casa en que se hospedaba la sospechosa. Los agentes descubrieron entre la ropa de su ajuar, que guardaba en un baúl, una botellita de Diluvió. Un matahormigas compuesto de arsénico y melaza; sustancia ésta que le confería un sabor dulzón. En el envase figuraba una calavera con dos tibias cruzadas y, debajo, la palabra veneno. No había lugar a equivocación.
GRITABA PARA QUE NO LA EJECUTARAN
Durante día y medio, Pilar fue sometida a un duro interrogatorio. Lo negaba absolutamente todo. No ingirió ningún alimento. Tan sólo aspirinas.
Su abogado defensor le aconsejó que se declarara culpable, para obtener una condena que oscilaría entre los 12 y los 16 años. La acusada se negaba en redondo, proclamando vehemente su inocencia.
En la celda permanecía muy seria, erguida y con la mirada fija en un punto determinado. Así durante horas y horas. No se inmutó lo más mínimo cuando la acusaron repetidas veces de ser la autora de los envenenamientos.
—Se me acabó el azúcar una mañana y, buscando entre los tarros de la despensa, descubrí uno que sabía dulce. Después de probarlo decidí echarlo en el café para que no advirtiera la señorita que me había olvidado de encargar el azúcar.
Tras mostrarle distintos compuestos de arsénico, de los que se vendían en las droguerías, le pusieron delante un tubo de Diluvio.
—¿Era esto? Reconócelo.
Al fin, confesó. No podía seguir aguantando aquel intenso tercer grado.
—Sí... Eso es lo que les echaba. Lo compré para eliminar a la carnicera. Después a las otras...
Había envenenado a la chacinera para sustituirla en la tienda y en la casa. A su amiga Adela Pascual porque las dos se habían enamorado del mismo hombre y una sobraba. A la esposa del militar para, como en la casa anterior, ocupar su lugar. Y puede que lo intentara con más mujeres.
Fue considerada culpable de tres asesinatos, uno consumado y dos en grado de frustración. Pena de muerte por el primero y 40 años en total por los otros dos. Tras que el Tribunal Supremo confirmara la sentencia, como último recurso se solicitó el indulto al jefe del Estado.
Existía la esperanza de conseguirlo porque hacía una década que no se ejecutaba a ninguna mujer en España. En dicho periodo de tiempo varias envenenadoras habían visto conmutada la pena capital. No hubo piedad pese a que en el Consejo de Ministros había jóvenes tecnócratas pertenecientes al Opus Dei como Alberto Ullastres y Mariano Navarro Rubio.
La cita con la muerte fue el 19 de mayo de 1959 a prima hora de la mañana. La ejecución alcanzó tintes esperpénticos. El verdugo, Antonio López Sierra, El Corujo, no acertaba con el garrote vil y sufrió mareos. Tuvieron que emborracharlo para que cumpliera su cometido, algo habitual con los sayones antes de que giraran la palanca.
“¡Soy muy joven!, ¡no quiero que me maten!”, clamaba ella. Vuelta y media de manivela fue suficiente para romperle el cuello y acallar definitivamente sus gritos desesperados. Con 31 años fue la última mujer ejecutada en España.
El funcionario que accionó el torniquete se inició profesionalmente ajusticiando al Monchito. Dos meses más tarde de romper el cuello de Pilar acabaría con la vida de Jarabo y en 1974 con la de Salvador Puig Antich. Realizó 23 ejecuciones. El cineasta Luis García Berlanga se inspiró en él para su exitosa película El verdugo. La escena final de la cinta recrea cuando pone fin a la existencia de dicha envenenadora.
Un caso bastante parecido al protagonizado por la alemana Anna Schonleben en 1811. Mató a 80 personas. El móvil, como en el caso de Pilar, intentar convertirse en la señora de las casas en las que trabajaba como criada. Envenenó a todas las esposas.
Por la forma de actuar, la valenciana mostraba un egocentrismo afectivo dominado por la envidia y los celos. Quería atraer el cariño de los demás, algo que siempre había echado en falta. Por eso no dudaba en intentar quitarse de en medio a quienes entorpecieran su propósito. Una psicópata de libro, dado que no demostró remordimiento alguno por el daño causado.
ASESINAR POR EGOISMO
Numerosos casos de envenenamientos a cargo de mujeres se han producido en nuestro país. Los hombres matan más, pero las mujeres matan mejor. Nada de violencia. Cuando una fémina decide asesinar, la cocina se puede convertir en su armería: un auténtico laboratorio para la alquimia de los venenos. En sus alacenas ocultan tósigos destinados a acabar con la vida de gente próxima. Las viudas negras.
La famosa reportera de El Caso Margarita Landi, experta en intoxicaciones de este tipo, comentaba que ”las damas matan de otra manera, siempre con alevosía”. Advertía del riesgo de la sopita caliente, la tisana o el vaso de leche antes de acostarse. Con su habitual humor negro razonaba que “es verdad que muchos hombres fallecen de muerte natural, porque es natural que se mueran después de los bebedizos que les dan”.
En los últimos tiempos ha habido diversas envenenadoras. Destacan dos.
La primera, Margarita Sánchez Gutiérrez, conocida como “la viuda negra de L'Hospitalet”, intentó matar a varias personas. Una malagueña que se trasladó a la Barcelona con su familia y fue envenenando a gente de su entorno próximo. Una de las víctimas murió y otras cuatro, aunque fueron también intoxicadas, lograron sobrevivir.
Utilizaba Colme, un fármaco que tomaba su marido para combatir el alcoholismo. Contiene cianamida que, ingerida en gran cantidad, resulta muy peligrosa.
Con gran sorpresa de casi todos, fue condenada a tan sólo 34 años de prisión por tres delitos de lesiones, otros tantos de robo con violencia y un delito de falsedad. Resultó absuelta de los cinco asesinatos que le imputaba el fiscal –uno consumado y cuatro en grado de tentativa– porque su intención sólo era drogar a las víctimas para sustraerles dinero, joyas y objetos de valor. Año 1996.
Similar procedimiento empleaba Francisca Ballesteros, una valenciana residente en Melilla. La justicia le impuso en 2005 una pena de 84 años de cárcel por el asesinato de su marido, Antonio González, y dos de sus hijas, Sandra y Florinda, de 15 años y 5 meses respectivamente. Su otro hijo, Antonio, de 12, consiguió salvar la vida casi milagrosamente.
A través de Internet mantenía contactos con hombres utilizando el alias de Paquita la fogosa. Se desplazó a Tenerife para conocer a uno de ellos, con quien mantuvo relaciones íntimas y hablaron de proyecto matrimonial. A su regreso al hogar empezaron a producirse las defunciones por envenenamiento. Quería ser libre del todo para emprender una nueva vida sentimental.
Finalmente, en el recuerdo de muchos queda la muerte de cuatro niños pequeños en Murcia a manos de su hermana Piedad Martínez del Águila, de 12 años. En pocas semanas los fue eliminado uno a uno y pensaba seguir haciéndolo con el resto de la numerosa familia para quedar libre de obligaciones en el hogar.
Utilizaba una mezcla de limpiametales, que contenía cianuro, y matarratas, que se lo echaba en la leche. Al ser menor de edad no fue procesada, e ingresó en el convento de las Oblatas. Bolas de veneno en la casa del terror, tituló El Caso este dramático suceso. Ocurrió en 1965.
Larga historia y muchos nombres de mujeres que han cometido asesinatos de forma premeditada, fría, alevosa... En algunos casos han llegado a constituir crímenes perfectos, por lo que sus autoras han pasado desapercibidas y no forman parte de la crónica negra.
Lea aquí otros capítulos de esta serie.