Eran las tres y media de la tarde. A Mercedes Lamas, auxiliar de enfermería en un hospital de Tarragona, le extrañó que le avisaran de que tenía una visita particular. La invadió un mal presentimiento dado que su marido no había acudido a recogerla.
Apareció su cuñado, Ramón Laso, y le dijo que los dos acababan de ser abandonados por sus cónyuges. “No esperes a Mauri porque no va a venir. Se ha fugado con tu hermana Julia. Estaban liados”. La mujer no daba crédito a sus palabras. Acudieron a las casas de ambos y prácticamente no se habían llevado nada. Incluso apareció abandonado el coche de Julia.
Empezaron a surgirle las primeras sospechas. Dijo a su acompañante que fueran a comisaría para denunciar la posible desaparición. Aunque llegaron hasta la puerta, el hombre la convenció de que no era conveniente, dado que se habían marchado de modo voluntario.
A la mañana siguiente le comentó el hecho a una amiga y en compañía suya acudió de nuevo a la dependencia policial y denunció lo ocurrido. Manifestó que le extrañaba mucho la huida de su esposo, Mauricio Font, de 51 años, celador del hospital Joan XXIII, y de su hermana Julia, de 57, portera de un edificio. No veía ningún motivo para ello. Y apuntó que su cuñado Ramón podría tener algo que ver en el extraño hecho.
Los Mossos d'Esquadra contactaron con este y le expusieron que uno de los dos estaba mintiendo. “Piensen lo que quieran de mí, pero yo no he hecho nada. Ella cuenta lo que quiere y a su forma”.
Comenzaron a hacerle un seguimiento y a llamarle con frecuencia. Entonces explicó a la Policía que la pareja de fugitivos se había puesto en contacto con su madre. Le comunicaron que estaban liados y habían decidido emprender una nueva vida. Se habían asentado en un pueblo de Castellón, donde trabajaban cuidando a unas personas mayores. Que no se preocuparan por ellos.
En realidad nadie sabía nada desde el 27 de marzo de 2009 en que desaparecieron en Els Pallaresos. Los agentes decidieron intensificar la búsqueda.
UN PASADO SANGRIENTO
Ramón, originario de Jaén, sepulturero y conductor de ambulancias, de 61 años, tenía fama de seductor, obsesivo y gran manipulador. Con rasgos psicopáticos, según los especialistas que han estudiado su personalidad. Y una terrible mancha en su pasado: había estado en prisión por matar a su anterior esposa y a su hijo.
Por ello se empezó a sopesar la idea de que aquello más que un caso de desapariciones podía ser un nuevo doble asesinato. Hubo que dar cuenta al juzgado.
Estuvieron buscando los cuerpos con un georradar en un huerto que el sospechoso tenía en Riu Claro. Ni rastro. Se amplió el área geográfica de la investigación de campo. Lo más sencillo, para deshacerse de las víctimas, suele ser el enterramiento, dado que no hace falta descuartizarlo.
Por otro lado se imponía un seguimiento intenso. Había que vigilar uno a uno los pasos que daba el sospechoso. Día y noche. Le balizaron el coche e intervinieron su teléfono.
Así durante año y medio. Incluso la jueza, al ver que se alargaba en exceso la investigación, amenazó a los Mossos con pasar el caso al Cuerpo Nacional de Policía.
El único testimonio fiable, sobre la posibilidad de que hubieran huido, era el de una taquillera de la estación de tren, Marta. Creía reconocer en las fotos que le mostraron a la dos personas buscadas. Les había expedido un billete. Pero posteriormente, cuando le hicieron repasar de nuevo las imágenes, afirmó que no eran ellos.
Una compleja investigación policial que, pese a no encontrarse cadáveres ni restos biológicos, condujo a la detención del criminal. Una serie de indicios que le llevarían al banquillo, como haberse apropiado de la pensión del cuñado. A los dos meses de la desaparición en la Seguridad Social recibieron un fax emitido por Mauricio, con su DNI y una extraña firma. Solicitaba que el dinero que recibía mensualmente por invalidez se lo ingresaran en otra cuenta corriente.
A la par se recibía una llamada en Diari de Tarragona en donde alguien decía “soy Mauricio, de Pallaresos. Estamos bien, no queremos ningún problema. Mi mujer me ha engañado, va a estar sufriendo toda su vida”. El periodista que descolgó el teléfono, Àngel Juanpere, se quedó sorprendido y puso el hecho en conocimiento de la policía. Volvieron a contactar con el redactor de nuevo, y este aprovechó la llamada para alargar la conversación y solicitarle hablar con Julia. Pero el comunicante no accedió a ello.
Simulacro que se repitió con la madre del desaparecido, informándole de que se encontraba bien y dejasen de buscarle. Había emprendido una nueva vida lejos de toda la familia.
Durante año y medio, Ramón continuó en el punto de mira de las pesquisas. La clave para su detención fue la confluencia tecnológica de su posicionamiento, localizado mediante unas balizas con GPS, y el de sus teléfonos. Algo no cuadraba en sus declaraciones y movimientos. Había mentido incluso sobre lo que hizo el día de desaparición de Mauricio y Julia.
Cuando se contactó con Diari de Tarragona y también con la madre de Mauricio, haciéndose pasar por éste, el coche de Ramón se encontraba en las proximidades de donde se efectuó la llamada. Lo mismo ocurrió con el lugar desde el que se envió el fax a la Seguridad Social.
LA FAMILIA DESCUBRIÓ LA VERDAD
Su carrera criminal la inició el 9 de junio de 1988. Un tren decapitó a su esposa, Lolita Camacho, de 25 años, y madre de sus dos hijos. Poco antes de la medianoche su cabeza aparecía un metro más allá del cuerpo. El suceso ocurrió en la localidad tarraconense de Amposta. Todo apuntaba a un suicidio.
La aparente desgracia de Ramón se agigantaba cuando nueve meses después su niño mayor, Daniel, de 6 años, moría en un accidente de tráfico. El coche que conducía se precipitaba por un barranco de 25 metros y ardía. Él resultaba casi ileso.
Su familia política sospechó desde el primer momento del viudo. Además, un hermano de la difunta, Miguel, estaba muy enfrentado con Ramón, tras su ruptura como socios de un puticlub. Habían convertido un corral en bar de alterne, con cuatro habitaciones y un patio de uso público. Ramón se encargaba de captar a las prostitutas y realizar la labor de proxenetismo. Un día se enfadó y destrozó espejos, iluminación y cuanto se le puso al alcance en el establecimiento.
“Este nos matará a toda la familia, aquí hay que hacer algo. Tiró el coche por el barranco, con el niño dentro. En cambio, él no se hizo nada, pese a que la caída fue de 25 o 30 metros. Es imposible que una persona salga de allí sin romperse nada”, razonaba Miguel.
Contrataron al detective Jorge Colomar, un gran especialista en personas desaparecidas, y tras una intensa labor de rastreo se consiguió reabrir la investigación. Los forenses pudieron demostrar que había estrangulado a su mujer. Ésta no se había movido ni un milímetro cuando vio llegar al tren, pese a que todos los suicidas levantan la cabeza de modo instintivo cuando se acerca la locomotora.
Estaba ya muerta. Ramón tenía una amante y su cónyuge, que estaba muy celosa por sus andanzas, sobraba.
En cuanto al accidente en el que pereció el niño, había pegado fuego al coche con el chaval dentro para cobrar el seguro. Recibió 3’5 millones de pesetas con los que montó un videoclub.
Al igual que hace en la actualidad, el criminal nunca reconoció los hechos. Incluso iba cambiando la versión. El juez instructor y Diari de Tarragona recibieron cartas anónimas de un conductor que decía haber visto el accidente y afirmaba que Ramón era completamente inocente. Sobraba pensar quién era el autor de las mismas.
Fue condenado por las dos muertes a 57 años de prisión. Pero a los ocho ya salía en libertad condicional, acogiéndose a los beneficios penitenciarios del antiguo Código Penal. Aprendió que en un crimen no hay que dejar cadáver. Los muertos no mienten.
Cuando salió de prisión rehizo su vida con aparente normalidad. Ocultó su pasado y retornó a su vida de seductor. Tras formar pareja con Julia Lamas, prosiguió teniendo amantes. Incluso se comentó que se veía con su cuñada Mercedes. Y una vez más su actual compañera estaba de más.
CONTINÚA PROCLAMANDO SU INOCENCIA
En prisión seguía insistiendo en que era ajeno a todas las acusaciones, como la vez anterior. Deseaba que el juicio tuviera lugar cuanto antes porque confiaba en ser absuelto. "Si no hay cuerpo, dígame usted, ¿dónde está el delito?", repetía una y otra vez.
Cuando le preguntaban sobre el paradero de su mujer y su cuñado decía que “me los imagino estupendamente. Haciendo sus deberes. Claro, Julia está cuidando a unas personas y trabajando, se encontrará bien”.
El fiscal, en su escrito de calificación, consideró que el acusado tenía "conciencia y voluntad de causarles la muerte", creando falsas pruebas de vida tras la desaparición de sus víctimas. El jurado popular emitió un veredicto de culpabilidad. Cinco años y medio después del suceso la Audiencia de Tarragona lo condenaba a 30 años de prisión por dos delitos de homicidio.
La jueza destacó “la frialdad en la invención y el fingimiento con la familia de las víctimas, especialmente con Mercedes el mismo día que muy probablemente les dio muerte, intentando hacerle creer que había visto cómo Julia y Mauricio se fugaban juntos”. La magistrada recalcaba el hecho de que trató de usurpar el puesto de trabajo de ella, una vez fallecida, e intentó cobrar la pensión de incapacidad laboral de él. La sentencia fue ratificada por el Tribunal Supremo.
Cuando se hizo público el veredicto se arrodilló ante el tribunal clamando por su inocencia: "Yo ya pagué por lo que hice. Soy una buena persona". Teatrero, como siempre.
Postura que sigue manteniendo en la actualidad. “Es mentira. Lo que se tiene que hacer es demostrar las cosas y no hablar tanto. Me han mirado con lupa y no han encontrado ni una gota de nada”, manifiesta tajante. Y redondea, sin rubor alguno, con que “soy de una forma que a veces no sé si soy demasiado bueno”.
OTROS CONDENADOS SIN CADÁVER
Desde el famoso crimen de Cuenca la justicia ha sido muy reacia a condenar por homicidio sin que aparezca el cuerpo del muerto, para evitar el tremendo error cometido entonces con dos inocentes.
La publicación del libro Sin cadáver, de Fàtima Llambrich, saca a la palestra tan controvertido tema aduciendo que es el primer caso que se produce en nuestro país. Aunque con anterioridad los tribunales de justicia ya han fallado contra asesinos aunque no aparecieran los restos de sus víctimas.
El elemento clave siempre es el muerto. La ausencia del corpus delicti dificulta enormemente la reconstrucción de los hechos y, por tanto, su calificación. Se necesitan los restos de la víctima para saber de qué modo ha perdido la vida. Las penas son de 15 años como máximo para el homicidio y de 30 para el asesinato con agravantes.
La desaparición del Nani ha sido una de las más polémicas de la democracia española, tal como recordamos en este periódico. Santiago Corella Ruiz, un joven delincuente de poca monta, fue reclutado por un confidente que formaba parte de una trama delictiva en la que estaban inmersos más de un treintena de funcionarios.
Lo detuvieron en 1983 tras su presunta participación en el atraco a una joyería en Madrid. Fue interrogado duramente en la DGS (Dirección General de Seguridad) y después trasladado a otro lugar. Su cuerpo jamás ha aparecido.
El comisario Fernández Álvarez y los inspectores Gutiérrez Lobo y Aguilar González fueron sentenciados a penas superiores a 29 años. Se les consideraba autores de delitos continuados de falsedad y detención ilegal con desaparición forzada, amén de otras penas menores por torturas a su mujer y a un compinche. Era la primera condena sin cadáver.
Una década después, un expolicía, José Gilart Navarra, era arrestado en Barcelona por el asesinato del propietario del local en el que regentaba un bar-restaurante en Barcelona y de un inspector de la Seguridad Social. De 37 años de edad, estaba en libertad provisional bajo fianza por venta de drogas y otros graves delitos.
Dejó de pagar el alquiler y las cotizaciones. Las continuas reclamaciones del propietario y de un representante de la Administración Central del Estado le llevaron a tramar un maquiavélico plan.
Les engañó para que le acompañaran a los bajos del local, donde los mató. Después desmembró los cuerpos y se los llevó sigilosamente. Nunca se volvió a saber de ellos.
El sótano desprendía un insano efluvio de muerte. En el suelo quedaban marcas de las rodadas de la maleta en las que transportó los cadáveres despedazados. Los restos de sangre y la fauna cadavérica delataron al asesino. En su vehículo también se descubrieron residuos. Una rueda de la maleta que portó la siniestra carga apareció en un contenedor. De los restos humanos, nada.
En una grabación realizada por la Guardia Civil explicaba de modo distendido a un sargento que los había matado propinándoles un fuerte golpe en el cuello. Luego los troceó, metiéndolos en bolsas de plástico. Finalmente trasladó en el coche los occisos hasta un depósito de basura. Incluso planeaba un tercer crimen.
El fiscal solicitó 71 años de condena, al considerar probado que Gilart los mató y seguidamente despiezó los cuerpos para ocultar ambos crímenes. El juez dejó libre al encausado argumentando que, cuando los policías descubrieron restos de sangre en el establecimiento, el funcionario judicial no estaba presente porque había salido para comer algo en un restaurante próximo.
El Supremo anuló el fallo absolutorio del tribunal por actuación incorrecta. Precisamente había estado presidido por Santiago Raposo, apartado ulteriormente del cargo por prevaricación cuando archivó un presunto fraude fiscal cometido por el exdirector de Casinos de Cataluña, Jaime Sentís. El alto tribunal consideraba que no se había producido ninguna irregularidad en la obtención de muestras de sangre.
Gilart sabía que iba a ser condenado en el nuevo juicio. Pero ignoraba que no llegaría con vida al mismo. Un gánster entró en su bar y le metió un tiro en la columna vertebral. El herido fue ingresado en estado muy grave en el Hospital del Valle Hebrón de la Ciudad Condal donde otro sujeto intentó rematarle. Le salvó que la habitación estaba sometida a estricta vigilancia.
El proceso por el doble asesinato se fue aplazando dado que Gilart quedó en estado vegetativo, y falleció en el año 2000. El jurado ya no pudo emitir el veredicto de condena. Los cadáveres siguen sin aparecer.
Otro caso, que tuvo resonancia internacional, ocurrió en la localidad alicantina de Calpe. En 2003 llegó una bella divorciada inglesa, Karen Durrell, de 41 años y madre de dos hijos, dispuesta a iniciar una nueva vida. Entabló amistad con un paisano suyo, Paul L. Durant, del que ignoraba que estaba huido de la acción de la justicia británica; sobre él pesaban acusaciones por dos homicidios y un atraco. Inesperadamente ella desapareció para siempre.
Los vecinos del inmueble donde vivía la pareja declararon que en los últimos días se habían producido altercados en su vivienda. En el registro policial descubrieron un cuchillo y una sierra ensangrentados. ¿Y el cadáver?
Existían pruebas que incriminaban directamente al inglés, como el hecho de que tuviera en su poder el móvil y una tarjeta de crédito de la mujer, que había intentado utilizar. Se emprendió una intensa búsqueda por los contenedores de la zona, sin resultado alguno.
El tema adquiría mayor truculencia con la publicación de una carta del presidiario en The Daily Mirror. “Yo creo que Dios me envió a Karen. Después de matarla, la corté en pequeños pedazos y lo que era digerible... me lo comí”, reconocía en su declaración.
Fue portada de los tabloides sensacionalista británicos, que lo denominaban el Caníbal de la Costa. En cartas posteriores enviadas a otro editor, intentando un acuerdo económico para contar la historia de su vida, reconocía haber matado a otras dos personas en Inglaterra. A una de ellas por haber abusado de él cuando era pequeño.
En 2007 se sentó en el banquillo de la Audiencia Provincial de Alicante. Aunque su defensa argumentaba que “sangre no implica muerte”, se llegó a un acuerdo con la acusación y el fiscal por el que la sentencia fue de 12 años por homicidio y 9 meses por otras causas.
Desde entonces los tribunales de justicia han emitido varias condenas aunque no se haya descubierto el cadáver.
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