Cuando te acomodas en el asiento del copiloto de un coche cuyo propietario te dice que lleva 150 gramos de cocaína distribuidos por distintos recovecos del vehículo, uno no puede más que rogarle al Señor, a los astros o a su mismísima abuela que está en los cielos que la Policía o la Guardia Civil no nos dé el alto.
Eso hago yo: me encomiendo hasta a la Santísima Trinidad. No soy creyente, pero sí relativista.
Al instante de emprender la marcha pienso en lo largo que se me va a hacer el día si son las 10.30 de la mañana y él, el camello de gente adinerada de la Costa del Sol, me explica que tendré que acompañarlo hasta bien entrada la madrugada para, como le he pedido, pasar una jornada de trabajo con él.
Junto a Jona, mi guía por el mundo de la coca durante 17 horas, constato que el polvo blanco que cruza el Atlántico y acaba en la nariz de cualquiera vuelve adictas a multitud de personas corrientes. A su lado vivo de cerca lo que todo el mundo supone pero casi nadie llega a ver.
Al final de la jornada soy más consciente de que la droga que nace de una hoja en Perú, Bolivia o Colombia está mucho más presente a nuestro alrededor de lo que imaginamos. Padres de familia, prostitutas de lujo, abogados, médicos, strippers, políticos, empleados de banca…
A su lado también veo que para hacer lo que hace Jona, repartir coca a domicilio, el nivel de escrúpulos es inversamente proporcional al dinero que entra en su bolsillo. Porque cuando su teléfono suena, crece su euforia y se dice a sí mismo que ha nacido para esto. Pero cuando las llamadas escasean, este camello se plantea dejarlo: que a sus 42 años, “con 15 en el sector”, ya está bien de vivir con el miedo en el cuerpo. Que dos veces en la cárcel, aunque fueran pocos meses, “no son plato de buen gusto para nadie”.
Un empleado de banca, el primero que llama
Pero ¡qué narices! El día que me veo con él le suena el teléfono desde muy temprano. A las 11 de la mañana, mientras tomamos café en una venta de carretera de la autovía que une Jerez de la Frontera (Cádiz) con la provincia de Málaga, uno de los tres móviles de Jona empieza a vibrar y a canturrear el himno del Barça. Porque sí, Jona es aficionado del FC Barcelona y adora a Messi.
En su pantalla observo que quien llama es un tal ‘Prestamista’, sin más señas, al que le coge el teléfono.
- Buenos días, necesito siete porciones.
- ¿A qué hora nos vemos?- responde Jona.
- A la una menos cuarto. En el bar de enfrente de la sucursal. Estaré tomando un café en cualquier mesa.
- Muy bien, ahí estaré.
Cuando termina la llamada, Jona me cuenta que el hombre con el que acaba de hablar es empleado de banca, que las siete porciones en realidad son siete gramos, que por lo que sabe de él cobra 3.500 euros al mes, que tiene dos hijos y una mujer que es profesora en un colegio privado de Marbella. Suele hacerle pedidos de cantidades similares cada semana y media o dos.
Pero de pronto, Jona me dice: “Venga, acábate pronto ese té de mierda que tomas, que a las 12.45 tenemos que estar clavados [en el bar de enfrente al banco en el que trabaja su cliente]”.
De nuevo en su coche, un deportivo azul oscuro de gran cilindrada, en algunos tramos de la autovía Jona aprieta hasta el fondo el pedal del acelerador. Sabe dónde están los radares fijos. Está harto de hacer este recorrido un par de veces en semana, unas ocho o diez veces al mes. Siempre el mismo trayecto: desde donde nació y aún vive junto a su madre, en un pueblo blanco de la sierra de Cádiz, hasta la glamurosa Costa del Sol.
Jona se convirtió en camello después de convertirse en adicto. Un amigo, cuando tenía 27 años más o menos, le ofreció mover de aquí para allá unos gramitos de coca, apenas diez o doce de vez en cuando. Sin trabajo, decidió probar. Como vio que ganaba dinero rápido y que los tiritos se los costeaba con lo que le rentaba su nuevo empleo, empezó a moverse por el mundo de la noche en Marbella, en Torremolinos, en Fuengirola…
Allí, entre copas, prostitutas y otros cocainómanos como él, conoció a abogados, a médicos, a ingenieros, pero también a miembros de la Camorra italiana con restaurantes tapaderas o a rusas que preferían hacer eyacular a hombres ricos con sus bailes sensuales a tener que acostarse con ellos a cambio de un pedacito de sus chequeras.
Eso me lo cuenta durante la hora y veinte minutos que necesitamos para llegar al centro de Marbella, la ciudad que un día Jesús Gil convirtió en no se sabe muy bien qué. Durante el trayecto, el cuerpo se me tensó cada vez que nos cruzamos con un coche de la Guardia Civil o de la Policía Nacional. [Un amigo abogado me dijo días después de verme con Jona que podrían habernos condenado a unos cuatro años de cárcel si nos llegan a cazar con 150 gramos de cocaína dentro del coche].
Cuando llegamos a Marbella, antes de bajarnos de su vehículo Jona me da una serie de indicaciones: primero me apearé yo, entraré solo en el bar y me pediré cualquier cosa en la barra.
- Puedes ver, pero no dirigirte a mí en ningún momento. Sé un poco disimulado.
Y eso hago. Bajo del coche antes que mi acompañante, entro en un bar que al otro lado de la acera tiene una sucursal bancaria y al camarero le pido lo primero que me viene a la cabeza. Un café cortado, creo recordar ahora.
Un par de minutos más tarde entra Jona, que se sienta a una mesa en la que espera un tipo canoso, de unos 50 años, con bolsas en los ojos y un sobre encima de la mesa. A unos 10 metros de distancia observo que durante el encuentro, de apenas cinco minutos, el camello suelta unas risas, que coge el sobre y que al empleado de banca le estrecha la mano derecha, la misma que tenía metida unos segundos antes en el bolsillo también derecho de su chaqueta vaquera.
Luego, de vuelta ya a su deportivo, Jona cuenta delante de mí el dinero que contiene aquel sobre. 490 euros. El montante de vender cada gramo a 70 euros.
La stripper que necesita Red Bull
Cuando se hace la hora de comer, Jona decide ir a la pizzería de un amigo italiano en Puerto Banús. Llegamos allí sobre las 2.15 de la tarde. Además de porque sirven una buena pasta, el camello ha quedado en este local con otro cliente. Hablaron el día anterior y quedaron en verse en el restaurante.
Antes de que su cliente llegue, Jona continúa contándome quién es. El hombre que tengo frente a mí sentado a la mesa y dando cuenta de una pizza con salmón y queso bien podría pasar por mi hermano o mi tío. No tiene pinta de nada: es, simplemente, un hombre corriente. Con entradas, con gafas, con la barba afeitada esa misma mañana. Y también, claro, con otro nombre que no es Jona.
A sus 42 años, Jona tiene un hijo y está divorciado. Su exmujer lo dejó cuando supo que tenía una adicción que aún hoy no ha abandonado. Al chico apenas lo ve. “Es una pena, lo reconozco. Pero tengo lo que me merezco. Soy consciente de ello. Sé convivir con esa realidad”, me cuenta este camello, quien a cambio de permitir adentrarme en su mundo exige no dar a conocer algunos pasajes de su vida que le comprometerían.
- Mira, ahí está- dice de repente mirando a la puerta.
Acaba de llegar su segundo cliente del día. Es una mujer. A simple vista no llega a treinta años. Es rusa, rubia, guapa. Viste elegante. A su vestido negro que le llega por la rodilla le suma un bolso de Prada color ocre. Tras presentármela –dice de mí que soy un simple amigo-, Jona y ella se ausentan durante unos minutos.
A la vuelta, Jona me cuenta quién era aquella mujer. La chica, de 29 años, trabaja como stripper a domicilio. Nada de despedidas de solteros. Nada de sexo. El camello me cuenta que sólo baila, que tiene un espectáculo que lleva a donde le piden sus clientes, siempre gente de bolsillos rotos.
No pienses, me dice Jona, que la chica sólo se contonea sensualmente delante de hombres hasta quedarse desnuda. También hay mujeres que la reclaman. Incluso, la contratan esposas de ricos indios, alemanes o italianos que viven en la Costa del Sol y quieren darles una sorpresa a sus maridos. O parejas que se ponen a tono viéndola moverse. “Luego, follan mientras ella se viste y se marcha”, me cuenta Jona. “Gana 750 euros por espectáculo. Y el trabajo no le falta. Pero está enganchada a la farla. Se acaba de llevar 15 gramos (1.050 euros). Le duran bastante, pero se los come ella solita. Es el red bull que tú te tomas cuando necesitas estar despierto. Pero ella, para bailar”.
Mientras tomamos un café en la sobremesa, le planteo una duda a Jona:
- Siempre pensé que la gente acudía a su camello de turno en busca de un gramo, incluso medio… Y cuando necesitaba más, lo volvía a buscar.
- La gente normal, con un sueldo de 1.500 euros, sí. Esta gente, no. Para qué estar llamando a diario a un tipo si pueden almacenar coca para un tiempo prudencial. Esta gente lo necesita en su día a día, para poder levantarse e ir al trabajo, para salir a cenar con alguien, para no dormirse mientras llevan a sus hijos al cine. Tienen dinero, es lógico. A veces también la comparten… Igual que comen langostas, se meten rayas en grupo. Un día ponen unos la coca; al siguiente, el otro.
- ¿De dónde traes tú la droga?
- Yo no la traigo.
- Bueno, ya, pero alguien la introduce en España para que tú puedas trabajar su menudeo.
- Sí, pero eso no te importa. Y si te importa, no pienso contártelo aquí. Además, no eres gilipollas. Sólo te puedo decir que viene vía Costa Rica. Y es una buena mierda. Otros, cuando la tienen aquí en España, la mezclan con aspirinas, con tiza, con medicamentos, con cualquier cosa que sea blanco. Yo, dentro del veneno que es esto, trato de cuidar a mis clientes. Si les vendo mala mierda, los pierdo.
- ¿Cuánto le sacas tú a cada gramo?
- Casi 30 euros. Otros, mucho menos, apenas unos cuantos euros. Pero hacer pedidos cada poco tiempo, ser solvente en los pagos y fiable con quien te hace llegar la coca hace que se reduzcan los costes y que mi rentabilidad sea mayor. Es pura economía de mercado, no te engañes.
- ¿Y tu hijo? ¿Y si un día el que consume es tu hijo?
- Si no la vendo yo, lo hará otro. Mientras haya demanda, habrá quien la ofrezca. Sea mi hijo o sea mi madre, que tiene más de 80 años.
Un abogado y un nefrólogo: 10 gramos por cabeza
Tras comer en el restaurante italiano, Jona vuelve a su tajo. Dentro de su coche, y en mi presencia, llama a dos hombres, dos clientes habituales con los que se ha mandado mensajes por Whatsapp durante la comida. Uno es una abogado con despacho en Marbella. Otro, un médico nefrólogo también con consulta en la ciudad del desenfreno y el lujo.
- Estos dos son fijos. Cada vez que traigo material, cuento con sus pedidos. Dame unos minutos y hablo con ellos.
Durante la conversación con ambos, los dos hombres no imaginan que un periodista escucha lo que hablan con su camello. El abogado, altanero, jovial, le cuenta a Jona que esa misma noche ha quedado para cenar con un cliente inglés al que le blanquea dinero, que éste llevará a cuatro amigos y que quería invitarlos a todos, no sólo a la comida, también a unas rayas de cocaína.
El nefrólogo, en cambio, tiene voz de hombre cabal, tranquilo, incluso parece ruborizado al quedar con Jona. “Me lo subes a mi consulta, por favor. Voy a estar solo, no te preocupes. Entre las seis y media y las siete no tengo visita. Y hoy no está mi secretaria".
Ambos, abogado y médico, coinciden en algo: los dos quieren diez gramos de cocaína. “Primero iremos a ver al médico”, dice Jona. Luego, sobre las ocho, “nos veremos con el abogado”.
A simple vista, el trabajo de Jona parece sencillo. Pero es obvio que el camello corre muchos riesgos, aunque intente minimizarlos al máximo. Una de las formas que tiene para que en caso de que le pillen con droga, llevar la mínima cantidad encima, es dividir su mercancía en distintos lugares. Para ello, Jona tiene una casa antigua, vieja, sin muebles, en Alhaurín de la Torre (Málaga), a unos 30 kilómetros de Marbella. La alquila por 200 euros al mes. Sin contrato, sin luz, sin agua. No necesita nada de ello.
Pero Jona explica que a él le sirve: allí, por ejemplo, en ocasiones deja la mitad de su mercancía y va y viene a recoger la que le va haciendo falta para sus pedidos. “Si los guardias me pillan con 100 gramos no es lo mismo que con 15 ni con 10. La condena va a en función de la cantidad que a uno le pillan a cuestas. Salvo que te metan cargos por pertenecer a una banda organizada. Yo intento protegerme las espaldas todo lo que puedo”.
42 gramos en seis horas
El día que me vi con Jona, en apenas seis horas ya había vendido 42 gramos de cocaína. Empezó a las 12.45 horas con siete gramos para el empleado de banca. Después del almuerzo continuó con 15 más para la stripper rusa. Siguió, a mitad de tarde, con diez más al nefrólogo y otros diez al abogado. De madrugada la cifra se disparó hasta alcanzar los 82 gramos.
A las ocho y media la tarde el camello ya ha visitado dos horas antes al médico, al que le ha entregado sus diez gramos (700 euros) en su propia consulta, a la que no me permite acceder con él. Con el abogado ha quedado en un polígono industrial cercano a Marbella. La noche ya ha caído, aunque la ciudad se divisa imponente y a su vez caduca desde una cierta altura. Luces de neón, letreros de caros restaurantes, coches relucientes…
El abogado, un chico joven de treinta y pocos años, llega a bordo de su coche al lugar donde se va a hacer la entrega. Jona y yo no necesitamos salir de su deportivo. Ambos, cliente y camello, ponen sus respectivas ventanillas de forma paralela pero con los vehículos en sentido contrario. Al bajar los cristales, uno le entrega la coca y el otro, el dinero (700 euros más). El intercambio es rápido. Pero da para una breve conservación.
- ¿Ese quién es?- pregunta el chico.
- No es nadie. Sólo un amigo- responde Jona.
- Será de fiar, ¿no?
- En realidad, es periodista. Pero yo me fío.
- Ya… Periodista (risas). Y yo soy Tiger Woods- dice el abogado un segundo antes de dar un acelerón a su coche y perderse en la oscuridad de la noche. Desde el retrovisor del vehículo de Jona veo que llevaba un bólido de un fabricante italiano.
“Es un niño de papá. Se las mete dobladas con sus amigos pijos. Es un adicto desde los 20 años. Una pena…”.
Coca para mantener despiertos a sus ‘chicos’
Cuando son las diez de la noche y Jona ya tiene hambre de nuevo, uno de sus tres teléfonos vuelve a sonar. “Me cago en la puta, ¿quién es ahora?”, dice antes de cogerlo.
Es un “ruso” al que Jona llama Cheryshev porque, según me cuenta tras colgarle, él tiene una teoría: todos los rubios, grandes, borrachos y con dinero que viven en la Costa del Sol se llaman así: Cheryshev.
Pero realmente el camello no sabe el nombre real ni el país de nacimiento de este supuesto Cheryshev. Lo mismo es ruso, o ucranio, o uzbeko, o moldavo… “A mí me da igual. El tipo es mi cliente desde hace cuatro años y yo siempre cumplo”.
- ¿Y qué te ha pedido?
- Nos ha redondeado la noche, me estás dando suerte. 30 gramos. El ruso gestiona la seguridad de varios locales de fiestas, puticlubs y pubs de la zona con una legión de bestias como él. Además, le tiene puestos escoltas a varios capos del hachís marroquíes. Tiene unos 20 o 25 hombres trabajando para él. Son moles que pegan hostias que duelen. Les lleva alimento para que se mantengan despiertos.
“Vamos, necesita la coca ya”.
Con Cheryshev el ruso quedamos a las puertas de un puticlub de Fuengirola. Por el tráfico, tardamos unos 30 minutos en cruzar Marbella y llegar hasta el lugar. En realidad, queda Jona tan solo porque a mí me pide que me quede dentro del coche, en un aparcamiento cercano. Aunque es noche cerrada y está bastante lejos, a unos 60 metros de distancia, desde mi asiento alcanzo a ver al cliente de Jona.
Se trata de un armario empotrado con la espalda de un campeón de culturismo. El perímetro de sus bíceps puede ser mayor al grosor de mis muslos. Tiene unos 40 años. Apenas habla con Jona, que le entrega un pequeño paquete de color marrón en el que va envuelta la cocaína.
Luego, Cheryshev se mete en el local de alterne. Al cabo de unos segundos, otro hombre le de a Jona un jersey que parece envolver algo. Cuando Jona vuelve a su coche, ve que hay un sobre de tamaño cuartilla. Dentro, 2.100 euros. El reloj no marca aún las 11 de la noche y ya ha hecho una caja de 5.040 euros. De beneficio, 2.160.
Y aún falta un último pedido. Sin duda, el más sorprendente.
Un concejal socialista
Jona se muestra eufórico. El día está saliendo redondo para él. Aunque suele vender entre 1.500 euros y 2.000 cada vez que se deja ver por la Costa del Sol, el pedido del ruso Cheryshev le hace venirse arriba. Sin rubor alguno, se prepara una raya de coca en un pequeño cristal que saca de la guantera. Se ayuda de una tarjeta de visita del joven abogado que ha visto horas antes. No sabe muy bien cómo ha llegado a su coche.
La droga la saca de un pequeño compartimento de apenas cinco centímetros cuadrados que un amigo dueño de un taller le ha confeccionado debajo de la esterilla de su asiento, justo a la altura de los pedales del coche. “Es el único lugar que te permito contar que has visto. El único, no me jodas luego”.
- ¿No tienes miedo a que te vuelvan a coger?
- Todos los días me levanto con miedo. A que me pillen en un control, a que lleguen a mi casa y me lleven ante los ojos de mi madre. Pero ya no tengo elección. A mi edad, sin haber trabajado una mierda, ¿quién me va a contratar? Nadie. ¡Na-di-e! Además, me gusta esto.
- ¿Te han parado llevando droga encima?
- Claro, pero si no llevan perros y no tienen muchas ganas de trabajar, los agentes me dejan ir. Sudo tinta china, pero salgo airoso. Aunque cualquier día…
- Cualquier día ¿qué?
Pero Jona ya no responde más. Se mete un tiro largo por el orificio izquierdo de la nariz. Acto seguido, dirige su coche hacia otro restaurante, esta vez uno de comida india. Sin embargo, no le da tiempo a llegar al local cuando le llama un nuevo cliente. De nuevo pone el altavoz para que pueda escuchar la conversación.
- Hola, … ¿qué tal?- dice Jona.
- Tío, estoy donde siempre nos vemos. ¿Me puedes hacer el favor? Somos diez. Uno por cabeza. ¿Puedes?
- Sí, claro, iba ahora a cenar, pero…
- Nos da igual que tardes, la fiesta acaba de empezar.
- Da igual, tranquilo. Te lo acerco en tres cuartos de hora.
La persona que le llama es un joven concejal socialista de un pueblo cercano a Marbella. El tipo está en un prostíbulo próximo a Sotogrande (Cádiz), a 88 kilómetros de donde estamos nosotros, en Fuengirola. “Con este vamos a ponerle la guinda a la noche. Quieren un gramo por cabeza. Se lo dejamos y te devuelvo al lugar en el que tienes aparcado tu coche”.
Mientras conduce camino de la provincia de Cádiz, Jona hace un repaso a su día de trabajo en la Costa del Sol. Si le suma los 10 gramos que va a venderles al político y a sus amigos, cifra en 82 la venta total del día. En apenas 350 kilómetros, 5.740 euros. De ellos, 2.460 euros para su bolsillo.
“¿Sabes prepararme un tirito?”, pregunta de repente. “No”, le digo. “Ah, disculpa, entonces paro el coche en la próxima gasolinera. La noche lo merece”.
Luego, ya saben cómo termina esto: un joven concejal de putas y hasta arriba de coca junto a sus amigos; matones a sueldo encocados por su jefe; una stripper necesitada de farlopa mientras baila encima de un ricachón italiano; un abogado que acude al baño durante la cena con unos padres que lo idolatran; un médico que mañana tiene que atender a un enfermo con insuficiencia renal; un empleado de banca que ha llevado al cine a sus hijos…
La coca, aunque no la vean, está donde menos se lo esperan. Se lo prometo.