Pepe Barahona Fernando Ruso

Lo miro a la cara y trato de escudriñar el torero que un día fue. Mentalmente le pongo pelo, le quito los tatuajes de la cara, trato de adelgazarle el ancho cuello, corrijo su nariz chata de boxeador y le pinto un traje de luces. Pero nada en él recuerda a quien tomó la alternativa con Fran Rivera y Javier Conde delante de Naranjito, un morlaco de 575 kilos de la ganadería de Ramón Sánchez Ybargüen. Lo imagino en el patio de cuadrillas, colocándose bien el capote para iniciar el paseíllo, rozando con la punta de sus manoletinas el amarillo albero, ajustándose la montera con esa liturgia aprendida en años. Pero abro los ojos y no es eso lo que veo.

El extorero que fue nazi

Está ahí, es él, andando despreocupado entre mancuernas, con un holgado chándal negro y un cuerpo bruto, contundente, fuerte. Intuyéndole algún que otro tatuaje neonazi en el rostro. Rodeado de púgiles, sigo sin ver a Álvaro Ortega, el matador de toros que se paseó por Las Ventas, la Maestranza, Aguascalientes, Nimes

Conocí a Álvaro Ortega hace unos tres años, en el gimnasio de Antonio ‘El Bigotes, un entrenador de boxeo cercano a los setena años que usa el deporte para sacar a jóvenes de sus vidas turbulentas. Álvaro ya estaba ahí, como uno más, corrigiendo a los combatientes en el cuadrilátero y arengando a los nuevos valores del pugilato sevillano.

En mis breves visitas a ese templo del boxeo sevillano nunca adiviné que el gran proyecto de El Bigotes era él. Antonio llevaba ya años trabajándose a quien fue matador de toros y skinhead, por ese orden y nunca al mismo tiempo.

Porque antes de que Álvaro Ortega paseara por Madrid su cabeza calva y su estética neonazi, de meterse en mil y una peleas, de que lo encontraran con la cabeza abierta y solo en la calle, ese mismo Álvaro había pisado el ruedo de Las Ventas. Y cortado orejas. Llenando de ceros su cuenta corriente.

El torero Álvaro Ortega, de 35 años y natural del sevillano pueblo de Alcalá de Guadaíra, fraguó en su pueblo su amor por la tauromaquia. Dio los primeros capotazos en la escuela taurina local y tanteó a su primera becerrita en la antigua plaza, donde mataba Curro Romero. El diestro de Camas fue el primero que advirtió un talento destacado y pronto, a los 16 años, el niño Ortega se hizo profesional.

Álvaro Ortega por la barriada Tiro de Línea de Sevilla. Fernando Ruso

—¿Cuándo tuvo la certeza de que podía vivir del toro?

—En el 98 toreé 64 tardes de novillero. Muchas de ellas junto a El Juli. Para los dos fue nuestro primer año de novilleros. De hecho, en la primera corrida televisada de El Juli yo estaba con él. Fue en Pamplona, en los Sanfermines. Coincidíamos en muchos carteles. Ahí empecé a ver que se movía la cosa, que me llamaban, que salían contratos… Y supe que iba a vivir del toro. Tenía maneras y cualidades, y mi vida cogió nivel. Pero el toreo es, como cualquier profesión del mundo del arte, muy cambiante y hay que regarla con muchos triunfos…

Tomó la alternativa en 2006, en Ciudad Real, de mano de Fran Rivera y Javier Conde. “El día que sueña todo el mundo”, recuerda Álvaro a EL ESPAÑOL. “Hay mucha gente que sueña con ser torero, pero pocos consiguen ser matador de toros. Y yo lo hice”, subraya.

Ambos estamos subidos al ring. Álvaro, literalmente, próximo a las cuerdas. Y el pitido que anuncia el principio y el final de casa asalto suena puntual cada tres minutos. Sigo buscando al torero y no lo consigo.

Foto: Fernando Ruso

COMPAÑERO DE MORANTE, EL JULI, EL FANDI, PADILLA…

Pero lo cierto es que lo fue. El torero Álvaro Ortega tuvo la suerte de competir durante cuatro años con los mejores matadores. Morante de la Puebla —para él es José Antonio, y todavía coinciden—, El Juli, Padilla, el Fandi o, en festivales benéficos, con Espartaco, Curro Romero, el maestro Paula o Pepe Luis Vázquez padre. Ha confirmado la alternativa en Madrid, en Sevilla, Pamplona, Bilbao, Tarragona, Gerona, Zaragoza, Valencia o Alicante. Y en Francia, en Arlés, Nimes, Bayona, Mont-de-Marsan… También en Latinoamérica, cuatro años de temporada, en Colombia, Bogotá; después Méjico, en Aguascalientes, Texcoco, Texcalyacac…

De vez en cuando, muy de vez en cuando, alguno de sus antiguos compañeros de cartel lo llama en el aniversario de alguna buena corrida. “Y lo entiendo, es un modo de vida, cuando sales de ahí, sales para siempre”, advierte Ortega.

—¿Se sigue sintiendo torero?

—Sí. Porque el torero nace y después se hace. Sin la cabeza tatuada y con el pelo largo, me miro al espejo y sale ahí el personaje. Cuando tengo algún paño en la mano, o una toalla, siempre pego algún muletazo. Algo queda. Pero no es como antes, que me sentía torero las 24 horas del día. Olía torero, respiraba torero, andaba torero… hasta para tomarme un café, me lo tomaba en torero. Y algo queda.

Álvaro Ortega volviéndose a vestir de matador tras la interrupción de su carrera hace más de siete años. Fernando Ruso

—¿Cómo entiende el toreo?

—Muy puro, despacito, enganchando muy adelante, llevándolo muy atrás y muy toreado. Un toreo de la escuela sevillana, más artista, lo que mamamos aquí, muy distinto del toreo castellano. El sevillano tiene otra pinturería, otra forma de andar…

Y ahí sale el torero. Álvaro habla como torero y se mueve con la armonía y las formas de un matador de toros. Elegante, templando el movimiento de sus manos, corrigiendo su postura y buscando las respuestas en lo que queda del que tantas tardes de gloria dio a la afición. No hay tatuaje que emborrone su imagen de torero.

Álvaro Ortega volviéndose a vestir de matador tras la interrupción de su carrera hace más de siete años. Fernando Ruso

—¿Le gustan los toros?

—Me gustan. Ha sido mi vida y lo respeto. Estoy a favor de ellos. Pero pasaron a segundo plano. Por fuerza, por ley de vida. Porque mi prioridad es ahora el boxeo, mi trabajo y la casa de Antonio El Bigotes.

2010, EL AÑO DE LA RETIRADA

Su carrera como matador de toros duró cuatro temporadas. En la de su retirada, en el año 2010, participó en una treintena de corridas. Y bien elegidas. Pero sus problemas conyugales apartaron al diestro de los ruedos. Llegó el divorcio de su mujer y también del que había sido su apoderado, Luciano Núñez. Y decidió tomarse un año sabático para ordenar su vida. “No tenía la cabeza para torear y preferí parar antes que tener tres malas tardes, lo que me hubiese pasado factura profesionalmente”.

Foto: Fernando Ruso

—¿No supo digerir el éxito?

—Me llegó el triunfo muy joven. Y a toro pasado, nunca mejor dicho, sí veo mis errores. Creí que los éxitos nunca se acabarían, que los amigos siempre iban a estar ahí… pero se acaba, hasta tal punto que te ves solo, solo, solo, solo. En esas tardes malas de hoteles vacíos. Cuando nadie va a verte. Y te duele esa hipocresía y te da un pellizco en el corazón. Y empiezas a crearte una coraza, y tú mismo te vas cerrando las puertas. Y no dejas que nadie entre. Desconfías. Y ahí empezó la otra vida.

—¿Y a dónde llegó esa otra vida?

—Al polo opuesto. De ser un matador de toros con una proyección envidiable, toreando en carteles buenos, a pasar a lo que no quiere nadie estar. Así de radical.

Un descando entre muletazo y muletazo en el ring de El Bigotes. Fernando Ruso

—¿Qué es ‘donde nadie quiere estar’?

—Me cogió una época dura de mi vida. No me quería nadie porque no me quería ni yo. Y llené el calor humano que iba buscando con una banda. Ellos fueron los únicos que me dieron un poco de calor. Nunca estaba solo. Siempre había 25 o 30 personas a mi alrededor. No fue lo que buscaba, pero en ese momento me sirvió. Pero lo que gané con eso fue agrandar más la bola. Y entrar en un mundo de delincuencia.

Cuando Álvaro habla de una banda se refiere a una de ideología neonazi. Y en su día, cuando ya no compraba casas y coches de lujo con el dinero de las corridas, cuando se vio en la calle solo y sin un duro, el torero Álvaro Ortega dejó de serlo para convertirse en un skinhead. De esos que van por ahí dándole palizas a la gente. Llegó a cobrar nueve millones de pesetas por una tarde en Pamplona; ahora se dedicaba a cobrar deudas por encargo.

“Si había algo que cobrar, ahí iba yo. Y pagaban. Sí o sí. Y cobraba quien me mandaba y también yo”, recuerda.

Seguimos sobre el cuadrilátero. Y Álvaro ha dejado de ser el torero y se parece al matón que fue. Ha perdido la pinturería de su mano izquierda y sus gestos son vehementes. Ahora veo sus tatuajes.

Foto: Fernando Ruso

TATUARSE PARA NO VOLVER A LOS TOROS

El 88 junto a su ojo izquierdo. Ochenta y ocho, la duplicada correspondencia con la octava letra del alfabeto latino, la H. HH, o lo que es lo mismo, Heil Hitler. O, junto al derecho, el número 14, en referencia a las catorce palabras pronunciadas por David Lane, creador de los Nacionalistas Blancos: “Debemos asegurar la existencia de nuestro pueblo y un futuro para los niños blancos”. En el cuello, una runa Odal, vinculado a ejército nazi y a la grupo terrorista de supremacía blanca Boeremag de Sudáfrica. Y en el torso, una esvástica del tamaño de una mano.

Los tatuajes significaron el punto y aparte, el adiós al mundo del toro. “Necesitaba cortar de forma radical con mi vida de antes, con el toreo, y se me ocurrió la brillante idea —ironiza— de tatuarme la cara y el cuello. Y ahí ya no había marcha atrás. Siempre dejaba puertas abiertas para volver a ser matador de toros. Y con los tatuajes logré cerrarla para siempre. Porque no quería nada de mi pasado”.

Álvaro era uno de esos ‘pelones’ el apelativo que reciben los skinhead. Y había roto con su profesión, su mujer e hijos, sus padres… Su familia era otra.

“La gente dice que no se arrepiente de lo que hace en la vida. Yo sí. Y mucho. Muchísimo. He hecho mucho daño. Primero a mí, después a los míos. Ojalá pudiese echar atrás en el tiempo y cambiar las cosas”, confiesa Álvaro, que se echa a las cuerdas pidiendo un respiro. Pero al reloj todavía le quedan algunos segundos para cambiar de asalto.

Álvaro Ortega estrechando la mano de Antonio El Bigotes. Fernando Ruso

—¿Le costó salir de ahí?

—Fue difícil. Porque me hice un nombre y me creé una fama. Y tuve a más de veinte personas a mi cargo. Y no me dejaban salir. Pero salí.

—¿Cómo le llamaban?

—Me llamaban ‘ Calvo o el Torero. Lo escondía, hasta que supieron de mi pasado. Renegaba de mi condición. No lograba asumir que había sido torero y que mi realidad era la que era. De verme llevando diez casas de familia adelante, la del picados, los mozos de espada, los banderilleros... que comían por mí; a verme en lo más bajo de la sociedad. Era complicado.

En sus años de oscuridad, Álvaro, el Torero, rehuía del mundo del toro. No podía ver revistas taurinas, tampoco corridas por la tele. Porque veía triunfando a quienes habían compartido cartel con él y se lo llevaban los demonios. Hoy, en pleno mes de mayo, con muchos de esos compañeros toreando en la feria de San Isidro de Madrid, a kilómetros, en el gimnasio de Antonio El Bigotes, Álvaro Ortega, ex torero y ex skinhead, se vuelve a poner la chaquetilla de uno de sus trajes de luces. No lo hacía desde que se retiró en 2010.

Doming, Marcos, los hijos de Antonio, junto a su padre El Bigotes y Álvaro Ortega. Fernando Ruso

Álvaro ha llegado al gimnasio donde trabaja con los trastos de matar al hombro, como un simple maletilla en busca de una oportunidad. Sobre el ring, con zapatillas deportivas, duda y se grita a sí mismo para decidirse a enfundarse la chaquetilla azul marino y oro. Le cuesta. Con ella puesta, toma el capote y repasa el repertorio de lances. Una media verónica a pies juntos, una chicuelina, otra media belmontina y, de nuevo, una gallosina. Y vuelta a empezar.

Es otro. Sus ojos brillan. Hay ilusión en él.

“Esto era impensable”, reconoce el torero. “Y se lo debo a Antonio El Bigotes y a sus hijos, Marcos y Domi, y a sus mujeres”, confirma Álvaro visiblemente emocionado. “Porque me rescataron en ese momento en el que iba perdido. Y en estos seis años que llevo con ellos, he vuelto con mi mujer, he recuperado a mis hijos, a mis padres, a mis tías, a todos”.

Álvaro Ortega entrenando su faceta de boxeador junto a Antonio El Bigotes. Fernando Ruso

ANTONIO, ‘EL BIGOTES’, EL SALVADOR

El responsable del cambio es un hombre enjuto de pelo y bigote cano. Fuma tabaco negro y guarda la cajetilla en el calcetín. Hace de psicólogo sin serlo, aunque tampoco lo necesita. Tiene un don cultivado en la calle, el semillero en el que germinan chavales que pegan a sus padres, adictos a la droga, cabezas rapadas, seguidores de extrema izquierda y un largo etcétera. Y a todos los entiende. También a los abogados, notarios, actores, policías, directores de cine, ingenieros, economistas y universitarios de toda calaña, que comparten espacio con una ecléctica fauna en el gimnasio de ‘El Bigotes’. Porque de puertas para adentro todos son iguales.

Allí empezó a entrenar el torero Álvaro Ortega sin que nadie le cuestionase ni le reprochase nada sobre su pasado. Y poco a poco El Bigotes lo llevó por el buen camino. Le dio afición, trabajo y familia. Y lo subió al cuadrilátero para competir en la categoría de semipesados.

Pero como boxeador nunca logró igualar a lo que cosechó como matador de toros.

—¿Qué queda en el Álvaro Ortega boxeador del Álvaro Ortega torero?

—Algo queda. La mentalización. También alguna postura torera.

Antonio El Bigotes fumando un cigarrillo en la entrada a su centro de boxeo. Fernando Ruso

Y las cicatrices de tres grandes cornadas. Una de 33 centímetros en el cuádriceps derecho, otra de 21 y 18 centímetros en el triángulo de escarpa y, por último, una de doce centímetros en el gemelo izquierdo.

“Aunque más cornadas da la vida”, le recuerda El Bigotes’ “Él sabe mejor que nadie de dónde viene y lo que ha conseguido, y él sabe que solo él puede seguir por el camino que le hemos dado en estos seis años”, apunta. “Creo que tiene ilusión y argumentos suficientes como para seguir por ahí, demostrando con su trabajo diario que es posible cambiar de vida, por muy mal que se haya estado”, zanja el entrenador.

—Álvaro, ¿cuál es la medicina de ‘El Bigotes’?

—No tiene una pastilla milagrosa. Son muchas cosas. La forma en la que te habla, cómo te mira… Te entiende porque él es de la escuela de la calle. Y sin hablarle sabe qué te ocurre. Su talante, su sabiduría, el saber estar… Yo se lo tengo que agradecer todo. Todo.

Doming, uno de los hijos de Antonio El Bigotes entrenando como boxeador a Álvaro Ortega. Fernando Ruso

A fin de cuentas, después de conocer las tres versiones de Álvaro Ortega, la de ex torero, ex skinhead y ex boxeador, comprendo que es un joven de 35 años que se ha equivocado. Y trata de enmendar su error.

—Álvaro, ¿le gustaría volver a los ruedos?

—Sí, ojalá me diera alguien la oportunidad. Porque torero se nace, no se hace. Y yo todavía tengo mucho que ofrecer.

Álvaro Ortega sale al exterior a coger aire tras entrenar en el saco junto a Antonio El Bigotes. Fernando Ruso