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—¿Sabe que cualquiera que lea esta entrevista pensará que usted está loco?
—[Ríe]. Estoy tan acostumbrado a que me digan loco, que ya me da igual. Es más, me gusta que la gente crea que lo estoy. Me da una ventaja sobre ellos. Además, hacerse el loco es lo mejor en este mundo.
Juan Carlos Arniz Sanz, nacido el 4 de mayo de 1970 en El Puerto de Santa María, Cádiz, está loco. Aunque no tiene papeles que lo demuestren. Su madre, con 85 años y viuda, se afana en conseguir que la Junta de Andalucía le dé una paguita de por vida para que el menor de sus ocho hijos se las apañe cuando ella falte. Pero Juan Carlos, conocido como el Tuerto de Santa María, no está loco. Al menos oficialmente. Solo tiene un 49% de discapacidad reconocida. Una parte, mínima, por el trastorno de la personalidad que le diagnosticaron hasta tres psiquiatras; otra, por el ojo que él mismo se amputó siendo soldado para salir de los boinas verdes.
Seguro que ya lo ha pensado: loco. Tanto como para tatuarse toda la cara de azul y verde. Y hay más.
Se describe narcisista, bipolar, sociópata, dipsómano, egocéntrico, egotista y, sobre todo, tuerto, “pero por voluntad propia”, aclara. La suya es una personalidad compleja fruto de una vida compleja. Sufrió enuresis nocturna, se orinaba de forma involuntaria en la cama hasta los 17 años. No pudo dormir con amigos, chicas, tampoco viajar, ir a campamentos… y sus padres le culpaban. Le decían vago por las micciones incontroladas. Amenazaban con ponerle las sábanas en la ventana para escarnio público. Algo que le fraguó un carácter distinto al del resto. O eso justifica él.
La enuresis paró a los 17 años de forma súbita y sin un porqué. La enfermedad le hubiese servido como eximente para librarse del servicio militar. Pero, oportuna, desapareció. Juró bandera en Cáceres después de dos meses de instrucción. Y eligió acabar la mili en los boinas verdes, el Grupo de Operaciones Especiales, los GOES, la ultraélite del Ejército español. Le gustaba la aventura, el riesgo, la dureza del entrenamiento físico… No duró ni cinco días.
CINCO DÍAS “INSOPORTABLES” EN LOS BOINAS VERDES
“Allí me encontré malos tratos desde el principio. Puñetazos, patadas, agarrones, insultos, nos metían las cabezas en el barro. No soporto el maltrato y menos sin una razón. Y allí me pegaban, nos humillaban. Y no porque yo me cagara en su puta madre. No. Nos pegaban injustificadamente. En formación, si movías un poco la cabeza, te daban un puñetazo. Era insoportable. Nos decían que para ganar la boina verde teníamos que sufrir”, relata acelerado el Tuerto de Santa María. “Estuve cinco días y me quedaban diez meses. ¿Te parece poco? Soportar eso cada día, cada día... Al final me hubiese pegado un tiro —recuerda— y lo pensé”.
La locura, llámese desesperación, brotó estando de permiso en su casa. La mente del soldado Arniz urdió una estratagema para salir de los GOES. Su plan pasaba por romperse intencionadamente un brazo. Esa noche se emborrachó con un amigo, “para que no doliera”, y se liaron a estacazos. Pero no hubo suerte. El brazo no se quebró.
Dolorido y resacoso, ya a la mañana siguiente, Juan Carlos se juró que no volvería al cuartel de Colmenar Viejo, en Madrid. Y si lo hacía sería en ambulancia. “Pensé en cortarme una oreja, pero leí que duele y sangra abundantemente, así que lo descarté; la siguiente ocurrencia fue punzarme el ojo izquierdo”, relata con normalidad. “Me documenté —comenta con ligereza— y leí que no dolía, porque no hay tantas terminaciones nerviosas”.
Y provisto de un pequeño espejo sobre los muslos y un alambre en su mano derecha, Juan Carlos empezó a ejecutar su plan. Era 28 de enero de 1990.
“La mano me temblaba. Con los dedos de la mano izquierda me sujetaba los párpados, porque se me cerraban por instinto. Con el ojo derecho me miraba para centrar el alambre justo en el centro de la pupila. Seguía temblando. Respiré, apreté y empezó a salir el humor vítreo”, narra. “Empecé a ver borroso por mi ojo izquierdo —asegura—, solo veía el resplandor del sol y llamé rápido a mi padre”.
No dolió. O eso recuerda. Solo las molestias de los arañazos, fruto de la indecisión, previos al punzamiento. “Notas la presión en el globo ocular —confirma—, pero poco más”.
Atropelladamente le dijo a sus padres que había sido un accidente. Que preparaba unos anzuelos para una práctica de supervivencia en el Ejército. “Y se lo creyeron”, recuerda.
“PERDÍ EL OJO PORQUE SOY UN GILIPOLLAS”
En la ambulancia, Juan Carlos lloró. Fue la única vez que lo hizo. “Pensé: ‘La tontería que he hecho’. Lloré por rabia. No perdí el ojo en una pelea, ni en un accidente de tráfico, lo perdí porque soy un gilipollas”.
Del hospital civil en el que lo atendieron por primera vez fue trasladado al militar de San Fernando, Cádiz, y de ahí al Hospital Central de la Defensa Gómez Ulla de Madrid, donde le confirmaron que había perdido el ojo. Y por poco pierde el otro por una infección. “El tribunal militar me mandó a casa, me había librado”.
“Perdí el ojo pero conservé la vida”, resuelve el Tuerto de Santa María. “Puse todo en una balanza y elegí. O el ojo, o la oreja, o romperme el brazo… o suicidarme. Porque si no hubiese funcionado lo del ojo me habría metido en la boca el cetme —el fusil de asalto usado en el Ejército Español— en la primera guardia”, explica con un sorprendente convencimiento. “Eso sí, antes de matarme me hubiese llevado por delante al sargento y a algunos hijos de su puta madre —confiesa sereno—. Hombreeeee. No iba a morir solo. Y ahí sí reafirmo el diagnóstico del psiquiatra: soy un sociópata”.
Pasados los años, el Tuerto —insiste en que lo llamen así y no por su verdadero nombre— reveló a sus allegados que no fue un accidente, que fue premeditado. Nadie lo entendió. “Mi familia sabía que yo era un tipo loco. Un temerario, alguien arriesgado. He hecho muchas locuras, pero esta...”.
UN JUBILADO DE 19 AÑOS
Quizás la de punzarse el ojo podría ser la mayor locura de su vida. Le pondría difícil el día a día. “Cuando salí del Ejército me sentí jubilado con 19 años. Mi madre decía que estaba loco, mi padre pensaba lo mismo, estaba y estoy parado. ¿Qué hago con esa edad y tuerto, yendo al psiquiatra? Me sentí jubilado. Como si siguiese dentro del cuartel. Sin libertad”.
A duras penas ha trabajado. Puntualmente de basurero de playa —su vocación—, también de calle, albañil, jardinero, encuestador... Llegó a publicar un libro, ‘Ajo’, un compendio de relatos pornográficos que en su familia llegaron a valorar como “una porquería, pero de puerco”. Mil ejemplares que acabaron sin venderse pese a su esfuerzo económico. Lo pagó él. 200.000 pesetas que salieron de la indemnización por la muerte de su padre en un accidente de tráfico.
Ahora diseña logotipos con su propia imagen. Jugando con el piercing que une los párpados de su ojo izquierdo. “Es un invento mío —apunta—, es funcional y estético, simboliza una lágrima por el ojo perdido”. No lleva gafas de sol, quiere mostrarse crudo. Tampoco las necesita. Duerme de día y vive la noche por una afección en la piel. Se levanta después de las dos de la tarde y se acuesta al alba. Evita el sol.
EL TUERTO, CARITATUADO
“Nadie le da una oportunidad a alguien como yo”, denuncia. “Y mucho menos desde que decidí tatuarme la cara”.
El Tuerto tiene la cara completamente tatuada. Él lo llama ser caritatuado. Y afirma que como él no hay más de cinco personas en toda España. “Soy triplemente excluido por pertenecer a tres minorías: soy minusválido, caritatuado y nudista”.
Su rostro está perfilado con las olas del mar. Al estilo japonés. De verde y, sobre todo, azul. Empezó hace cinco años. Quinientos euros en tatuajes. “Quería llevarme a la cara lo que la afección en la piel me había quitado: el mar”. Parece que lleva maquillaje. Como si fuese un payaso triste. Pero la tinta no se lava con en agua. Las mareas de su rostro le traen miradas indiscretas. ¿Cómo no? Y las oportunidades laborales se volatilizaron como se mueren en el aire las olas.
—¿Cree que con el tatuaje cerró la puerta del mercado laboral?
—Sí, al menos en España. Esto no es Australia o Nueva Zelanda, donde hay ejecutivos con tatuajes maorí. El tatuaje es muy excluyente. Más que el ojo. Porque el ojo puedo tapármelo, pero el tatuaje no.
—¿Se considera exhibicionista?
—Sí, disfruto captando la atención de la gente. Me gusta ser el centro de las conversaciones, que me paren por la calle y me pregunten. Yo no quiero dinero, quiero fama.
En su empecinamiento por la notoriedad, el Tuerto ha grabado y publicado en la red vídeos practicándose autofelaciones. “Pero solo atraigo a gais, y yo soy, por desgracia heterosexual, porque lo he probado y no me ha gustado”. También hay filmaciones ahorcándose, hasta el dos ocasiones, por provocar.
Vive en la barriada del Mopu, una urbanización de pisos construidos por el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo situado a 300 metros de la playa La Puntilla, frecuentada por las familias de El Puerto de Santa María. En su austero dormitorio, su celda, solo tiene una cama, una improvisada mesa con un ordenador portátil y una caja de herramientas donde guarda recuerdos, un fajo de billetes liados en una gomilla y varias sogas de distintos grosores. Nada más.
“El pensamiento suicida ha sido algo recurrente desde que era joven, me gustaría morir ahorcado —sorprende— aunque a los 90 años”. “Ahora me ahorco por provocar, me gusta que me graben y me tomen fotos, es arte, una performance”, sostiene el Tuerto.
AHORCAMIENTO PÚBLICO POR PROVOCAR
“Yo provoco jugándome la vida. Porque me puedo partir el cuello, quedarme en coma… la muerte está ahí. Porque puede salir mal”, explica el Tuerto. En las dos veces que lo intentó, cayó desmayado, llegando a convulsionar. “Me quedé frito —detalla—, como dormido”. La sangre no riega el cerebro. “Pero, cuando me pongo la cuerda en el cuello… Uf, eso es adrenalina pura. Puedo morir, pero sé que va a quedar un vídeo del carajo. Porque todo es real”.
Tan real que sus actos podrían llevar a la cárcel a quien graba las imágenes en caso de que el ahorcamiento se complique y el Tuerto muera. “Sería omisión del deber de socorro”, explica. “Siempre aviso antes y por eso nunca encuentro a gente que quiera grabarme”, lamenta. Eso sí, si muere, la consigna es que la filmación acabe en Internet.
—¿No le parece una locura?
—Solo quiero hacerte famoso, hacerme famoso… Y si no, hemos hecho arte puro, con dos cojones, sin maquillaje. Quiero que la gente disfrute de ese material. Que aprecien que estoy sufriendo de verdad, que no es ningún papel.
Tuerto sabe que volverá a anudarse la soga al cuello, pero no cuándo. Fantasea con cuerdas, ve árboles. El pensamiento suicida es algo recurrente. “Es como un amigo, sabes que si algo falla, está ahí”, advierte. Ese algo puede ser un noviazgo fallido, en su día fue la posible huida de los Boinas Verdes o antes, confiesa, la familia y las incontroladas micciones nocturnas.
—Autofelaciones, el rostro completamente tatuado, la pérdida voluntaria de un ojo, el hecho de ahorcarse para que le graben, narcisista, dipsómano, egocéntrico. ¿Cree que está loco?
—Ya quisiera mi madre. Al menos para conseguir la paguita y saber que se puede morir tranquila. Y ojalá me la dieran, pero solo para que ella respire. El psiquiatra dice que soy un sociópata; mis amigos, que soy un tío estupendo.