Transparent es la vida de su guionista y directora filtrada por la ficción. También es una conmovedora red de conflictos universales vehiculados por personajes aparentemente anormales. Transparent sube las persianas de un cuarto oscuro donde apenas llegan las luces mediáticas. Además, emociona. A veces, según la escena, provoca llanto, carcajada o propina un pescozón. Todo depende de cómo se pongan sus caprichosos protagonistas, unos miserables egoístas a quienes no queda más remedio que querer. Por mucho que a menudo no los soportes, ellos cargan de una verdad profunda y encantadora cada segundo de Transparent. Es tanto, variado y complementario lo que ésta concede que resultaría estéril pedirle más a una serie.
Semejante conclusión puede sonar hiperbólica a quien no haya visto la decena de capítulos que componen la segunda temporada de la producción insignia de Amazon Studios, emitida en España por Canal+ Series. La creadora Jill Soloway ha zanjado las dudas sobre si la tanda inicial reflejaba una fascinante aunque efímera primavera. Sin grandes aspavientos, la continuación ha ensanchado el interés por un universo familiar que es el de casi nadie pero podría ser el de cualquiera.
El asunto arranca esta vez como suelen concluir los relatos tradicionales: con una boda. Los Pfefferman rodean a Sarah, quien acaba de casarse con su novia Tammy. La tarea parece fácil pero ellos son incapaces de ponerse de acuerdo para sacarse una foto de grupo. El divertido segmento sólo es el preludio de una crisis que en cuestión de minutos llevará al límite a la propia Sarah para ir haciéndose extensiva –letal, como un virus– al resto de sus seres más queridos.
Lo que empieza con una imagen grupal concluye, diez episodios después, con un primer plano de Maura. La temporada anterior se detonó con su conversión del profesor Morton L. Pfefferman en la mujer que siempre quiso ser, si bien el desarrollo repartió juego entre sus vástagos –la citada Sarah, Ali y Josh–, especialmente en lo relativo al modo en el que asimilan la novedad. Ahora, sin embargo, el artefacto repara sobre todo en el drama cotidiano de la adquirida condición del antiguo padre de familia, a quien sus hijos llaman “Mapa” con total normalidad. Pasada la efusividad del comienzo, no parece sencilla la vivencia de la transexualidad por múltiples razones. Y las principales habitan en el interior del antiguo Morton.
La televisión de la sinceridad
El actor Jeffrey Tambor lleva a la pantalla la lucha interior de Maura con una naturalidad asombrosa. Sin restarle mérito alguno al trabajo por el que ya ganó un Emmy al mejor intérprete cómico, lo cierto es que buena parte del potencial dramático de su personaje procedía del confortable origen de la realidad. El padre de Jill Soloway –merecedora también de un Emmy a la mejor dirección de comedia por la primera temporada– se armó un buen día de valor y, tras cuarenta años de matrimonio, le pidió a sus dos hijas que la trataran como a una mujer. De cómo Harry Soloway –psiquiatra de 75 años– se convirtió en Carry, y del desafío humano que comportaba tanto para ella como para sus seres más próximos, tomó buena nota la imaginativa Jill. Tanta, que un buen día nació Transparent.
El juego de palabras del título es elocuente en cuanto a tema y a vocación de estilo. La serie sigue siendo un ejercicio de transparencia en la exhibición de los miedos y alegrías de su sublime comunidad de habitantes. Todos ellos están en las mejores manos posibles, las de unos actores –sobre todo Gaby Hoffmann, Amy Landecker y Jay Duplass, que encarnan a los hermanos Pfefferman– que no pueden disimular la energía de la química que les une.
Lo que logran entre todos los miembros del equipo artístico es una especie de televisión de la sinceridad que hace trizas cualquier velo de artificio que se interponga entre la pantalla y quien la contempla. Transparent se convierte así en un ejercicio permanente de verdad que normaliza por la vía de la narrativa popular los grandes cambios sociales. Modern Family había puesto su granito de arena, sí, pero el patrón estético y el tono no dejaban de recordar a la audiencia que estaban ante un espectáculo artificioso.
Soloway aspira a más y llega muchísimo más lejos. Su creación respira una enorme autenticidad y demuestra un desenfado radical en la exhibición de ciertos asuntos generalmente incómodos. La audacia en la representación de cuerpos desnudos –una de sus señas de identidad– incluye el encuentro sexual de Maura con una señora operada de cáncer de mama, interpretada por la casi olvidada Anjelica Huston. La delicadeza de la directora al abordar ese pasaje es una de las muchas pruebas de la mezcla de valentía y tacto que caracteriza a su obra.
La comedia discutida
Quizás la única pega –que no lo es– consiste en su resistencia a la catalogación genérica. Existe cierto consenso a la hora de meterla en el gran cajón del humor, pero éste pertenece a un mueble que no se ajusta a las medidas de la serie. De serlo, habría que tratar a Transparent como una comedia que se resiste a su condición. En eso comparte genes con Louie, otra cima actual de la serialidad que despierta sonrisas y carcajadas ocasionales desde un mestizaje expresivo que, en el fondo, constata que a nuestro alrededor no hay más que paradoja, sufrimiento y soledad.
Basta con echar un vistazo a Man on the Land, penúltima entrega del ciclo y, probablemente, estandarte de su maravillosa heterogeneidad. Maura acompaña a sus hijas a un campamento musical para mujeres feministas. Lo que se prometía como un oasis de libertad degenera en un ejercicio de intolerancia cuando las asistentes descubren que entre ellas hay un transexual. El calvario que atraviesa allí la protagonista se alterna con la entrega de Sarah a los placeres del sadomasoquismo y la fascinación de Ali por una poetisa experta en estudios de género, resultando de todo ello una combinación perfectamente equilibrada de emociones complejas.
Man on the Land también tiene su origen, por cierto, en la realidad del Michigan Womyn’s Music Festival, que tras cuarenta ediciones llegó el año pasado a su final por las protestas de grupos transexuales que se sentían marginados por las organizadoras. Y a otra realidad –más remota– mira también Soloway introduciendo a lo largo de la temporada una trama sobre los ancestros de los Pfefferman en la Alemania de la República de Weimar, un lugar del que terminan huyendo por su condición de judíos y por los licenciosos hábitos de algunos de sus miembros.
Más combustible, en definitiva, para una tragedia que no se digiere como tal gracias al aliento vitalista que lo envuelve todo. Al final, siempre queda la esperanza de un paréntesis fraternal como el de los tres hermanos jugando en el fondo de la piscina a los mismos juegos de cuando eran críos. Y en ese preciso instante, con la cámara debajo del agua, romperías a abrazos a esos desgraciados y tiernos egoístas que se han convertido en unos miembros más de tu propia familia. ¿Acaso se le puede pedir más a una serie?