¿Hay algo que no hayamos visto hacer a nuestros periódicos en los últimos años? Han tocado la guitarra, bailado en programas de prime time, se han montado en tractores y hasta han intentado borrar grafitis sin éxito. Ya no vale con ser un buen político, hay que parecerlo, venderse a los demás. Ser popular, exitoso… y algo cabroncete. Capaz de dar un zasca, ser irónico cuando toca, divertido, cercano con el pueblo. Juan Carrasco no tiene nada de esto, pero ganas no le faltan. Él es el político más cuñado del mundo, como se demostró en Vota Juan, la serie creada por Diego San José y que se estrenó el año pasado en TNT.
Con el rostro del maravilloso Javier Cámara, Juan Carrasco se nos presentaba como un ministro de Agricultura insulso, que estaba ahí por algún precio político que había que pagar. Pero a él no le valía con eso. Era capaz de comer pimientos en directo, y de mentir para no reconocer que su hija estaba gorda y le daba vergüenza. No tenía ningún don para la política. No sabía de economía, ni de gestión… todo lo contrario, su único don era el de meter la pata. El de usar frases hechas y encima decirlas mal. Sería el típico político carne de meme, de coñas tuiteras, pero, ¿acaso eso fue alguna vez un impedimento para triunfar?
Ahora llega la segunda temporada de la serie, que ahora se llama Vamos Juan y que sitúa a su protagonista en un lugar completamente diferente. En la anterior terminaba como futuro vicepresidente gracias a un buen chantaje, pero aquí le vemos como maestro en Logroño. Ha acabado con la político, o mejor, la política ha acabado con él. Un escándalo de cuentas suizas le hicieron dimitir y volver a una vida gris que él no quiere. Porque Juan Carrasco ha nacido para la gloria, o eso cree él. Por eso volverá a reunir a su equipo y fichará a otros miembros de altura, como ese asesor al que da vida Jesús Vidal -el ganador del Goya por Campeones-, que guarda varios de los mejores momentos de la temporada.
Vamos Juan demuestra cuál es el motor más importante en la política. No es buscar el bien de la comunidad, de los ciudadanos. Ni siquiera la realización personal. Es el rencor. Un sentimiento tan primario como efectivo. Juan Carrasco se mueve por odio, por la venganza que quiere aplicar a aquellos que le hicieron caer, y hará todo por lograrlo, y en un personaje de tan baja altura moral, ese todo es muy amplio. Con ese punto de partida, Diego San José acierta al describir a una clase política en la que todo se hace en torno al odio. No hay medias tintas, sólo hipérboles, ataques por espalda y navajazos.
La serie vuelve a no dar siglas. Juan Carrasco no tiene ideología, no la quiere, porque a él eso no le importa y es capaz de cenar con el Opus o con el Ibex según convenga. Se mueve por otros valores. Aunque sea un cuñado queremos que triunfe, entre otras cosas por el carisma que le aporta Javier Cámara, y también porque sus rivales son igual de malos pero encima miran por encima del hombro. Son altivos, chulos, bien vestidos y encima tienen pelo. Ojo, parece una tontería, pero no lo es. Una de las máximas de esta hilarante segunda temporada es que los políticos tienen pelo. No hay ningún líder calvo, y menos un presidente del gobierno. Porque la política es pura cosmética, imagen. Les queremos guapos y que vistan bien.
Eso les lleva a realizar un episodio que estará en todas las listas de lo mejor del año en la ficción española. Uno en el que Juan acude a Turquía a ponerse pelo. Lo dirige el propio Cámara, y su escena junto a Anna Castillo -maravillosa como todo el reparto donde María Pujalte actúa de muleta cómica de Cámara- mientras la cámara se acerca a ellos lentamente es divertida a la vez que dolorosa. Una serie imprescindible que crece en esta segunda temporada y que demuestra que, a través del humor, se puede meter el cuchillo a nuestra clase política.