Aunque siempre pensemos en House of Cards como el inicio de su aventura, el 6 de febrero se cumplió una década desde que Netflix se lanzó a producir Lilyhammer, su primera serie original. Para bien o para mal, su modelo de binge watching lo cambió todo. Adelantados o no a su tiempo, lo que queda claro es que sus responsables supieron leer el espíritu de la época, porque en los últimos diez años se ha transformado la industria del entretenimiento y con ella la forma en la que nos relacionamos con sus productos y en la que accedemos a la información: todo es efímero.
En un área y la otra, ahora mandan las redes sociales y, aunque los limitados caracteres de un tuit con el tiempo se convirtieron en hilos, seguimos viviendo en el titular de 140 caracteres. No hay espacio para el contexto y mucho menos para la reflexión. No lo hay porque sentimos que no tenemos tiempo. Vivimos con prisas. Los temas por los que debatimos intensamente a las nueve de la mañana quedan olvidados a la hora de comer en cuanto aparece otra polémica de baratillo o un meme más gracioso. La inmediatez define nuestra existencia en todos los ámbitos.
Por eso, que se hable de formas de consumo para referirse al acto de ver series no es baladí. Con esa supuesta libertad para decidir cuándo, cómo y a qué ritmo ver las nuevas temporadas vino una reprogramación. Desaprendimos a ver las series. Perdimos la capacidad de ver los grises; ahora todo es blanco o negro, lo mejor o lo peor. Se busca la satisfacción inmediata. En lugar de dejarnos llevar o seducir por una historia y admirar eso que antes llamábamos el arco de los personajes, ahora solo se buscan respuestas inmediatas.
Y la mayoría de las veces esas respuestas que se esperan son a preguntas que no han planteado quienes hacen las series. Ahora que se producen más series que nunca, y ha empezado a abrirse un espacio para narrativas que no habían sido exploradas y voces que no habían sido escuchadas, empezamos a meterlas a todas en la misma cajita cuadrada. Decimos que rechazamos lo formulaico, pero interpretamos todas las series con el mismo manual. Siempre estamos esperando el giro definitivo o vemos la muerte del protagonista sin importar la historia que nos estén contando y los códigos de cada serie en particular. Acordaos si no de la que se montó con el penúltimo episodio de la tercera temporada de Succession. Somos paradojas andantes.
Lo mismo ha estado pasando con la segunda temporada de Euphoria. Desde su estreno en 2019 hasta su regreso dos años después, la serie de HBO Max ha sumado espectadores y se ha convertido en tema de conversación. Muchos de esos nuevos espectadores la vieron en la pandemia, a su ritmo, y como ocurrió con Ted Lasso (cuyo caso es similar para lo que nos atañe), cuando llegaron los nuevos episodios no estaban acostumbrados a la pausa entre un episodio y otro, porque la paciencia hace tiempo dejó de ser una virtud. Y como ocurre con todo desde que empezamos a vivir arrastrados por las prisas, solo hace falta un tuit o un titular para que una opinión se convierta en dogma, y en el caso de la serie de Zendaya es que Sam Levinson, su creador, se distrae con su propia maestría técnica y hace un relato romántico de la adicción.
A pesar de la sobredosis de información que tenemos a mano, y como ocurre con cualquier obra cultural, el espectador no tiene por qué conocer la vida personal de Levinson, pero el personaje de Rue está inspirado en sus propias vivencias, por lo que la intención de la serie nunca ha sido hacer un retrato irresponsable de la adicción. Pero no hace falta salir de la ficción, para entenderlo tenemos el texto de la serie y también su subtexto. Tenemos que dejar a un lado la literalidad, hay mucho en Euphoria si miramos más allá de su espectacular universo visual.
Es difícil de aceptar que alguien que ha visto con atención toda la serie, incluido el especial de Navidad entre temporadas, pueda interpretar lo que hemos estado presenciando durante los cuatro primeros episodios de esta entrega como un ejercicio de glorificación o romantización de lo que significa ser o vivir con una persona adicta. Rue vive en depresión, engaña y hace daño a todos sus seres queridos y se pone constantemente en peligro. No puedes ver a Rue y pensar que ser adicto es divertido o la solución a los problemas.
Lo que sí puedes es comprender que la adicción es una enfermedad. Euphoria no romantiza la adicción, despierta nuestra empatía y compasión por quien la sufre, porque como decía Ali en aquel especial, es muy difícil ver a un adicto como una persona enferma. Gracias al personaje de Zendaya muchas personas en ese Estados Unidos cautivo de las drogas (o en cualquier otro lugar) podrán hacerlo. Para los que se habían apresurado a condenar Euphoria, el desasosegante quinto episodio de la segunda temporada ha llegado para confirmar que urge que volvamos a aprender a ver las series y dejemos de consumirlas.