Manderlay. El nombre resuena en blanco y negro en la cabeza de los cinéfilos. Era la mansión inglesa a la que llegaba la recién casada Joan Fontaine en Rebecca (1940), de Alfred Hitchcock. Habitaciones prohibidas. Cuadros evocadores de otra época. ¿Fantasmas? La joven esposa comenzaba a descubrir que en la casa flotaban el misterio y los secretos. El recuerdo de la primera 'miss' persistía. Una inquietante ama de llaves (Judith Anderson) recibía a la nueva señora de Manderlay como una serpiente que acecha a su presa. Claramente, no era bienvenida. Si su mirada fuera un cuchillo la película habría acabado nada más llegar.
Allerdalle Hall. Otra mansión inglesa. Está aislada en un paraje inhóspito en el que la arcilla se filtra por suelos y paredes haciendo que la casa y la nieve del exterior se tiñan de rojo como si sangraran. Otra joven esposa, la aspirante a escritora y rica heredera Edith Cushing (Mia Wasikowska), llega allí desde América como un cordero al matadero. Su marido es un noble británico con más flema que posibles. Sir Thomas Sharpe -Tom Hiddlestone, entre la languidez del romanticismo de pistola y la mirada de reptil del Loki de Los Vengadores- la ha conquistado de un plumazo y contra la opinión de su padre. Estamos en 1901 y era entonces más cierto que ahora aquel dicho: de lejanos países grandes mentiras.
En la casa la recibe su nueva cuñada, Lucille Sharpe (Jessica Chastain). Como Lady Macbeth, da la sensación de que no le temblaría la mano para arrancar a un bebé de su pecho y estrangularlo. Chastain se esfuerza desde el principio en subrayarlo. Sólo con las miradas que lanza a la inexperta esposa queda claro que lo mejor que podría hacer ésta es salir de allí como alma que lleva el demonio. Pero no lo hace.
Los fantasmas existen
La mansión chirría y está llena de pasajes secretos y puertas cerradas. Y, por supuesto, tiene fantasmas. Antes de que alguien ponga el grito en el cielo e insulte a este periodista, aclaremos que esto no es un gran spoiler: desde el minuto uno, antes de llegar a la mansión, Del Toro deja claro de qué va La cumbre escarlata (Crimson Peak), su nueva película: "Los fantasmas existen" recuerda la protagonista, a la que nos presenta en mitad de la nieve y sangrando. Y no sólo existen: parecen perseguir a esta Jane Austen gótica desde su infancia. Flashback. Comienza la historia.
La cumbre escarlata es una película de fantasmas, con todas sus letras... pero sin -casi- ninguno de sus clichés. Estamos ante una cinta de Guillermo del Toro, lo que implica que los géneros tienen también aquí seña de identidad. Hay espíritus, pero no niñas japonesas de pelo negro arrastrándose. Hay terror, pero no horror gore. Hay sustos, pero no muchas trampas de montaje. El miedo es un ambiente y mucho maquillaje. Así empezó el director antes de ser director. Maquillando. Un plano general de un baño al que se acerca la cámara. Un cuerpo que sale a flote lentamente. Una presencia del más allá tan corpórea y real como lo son los crímenes. ¿Qué pensaban, que había fantasmas sin crímenes?
El último gran romance gótico se rodó hace treinta años. 'Me enorgullece reabrir esta puerta', dice el cineasta
Los ecos del cine clásico gótico en la nueva película del mexicano son totalmente indisimulados: toda La cumbre escarlata es una canción de amor al terror, un viaje vintage que, si algún mérito tiene o algo aporta a la carrera del mexicano, es probablemente hacer ver a la generación criada en los golpes de efecto de Scream, The Ring, Saw o Paranormal Activity que hubo unos señores que mucho antes hicieron poesía con el miedo, y que la estética no está reñida con la psicología. "Han transcurrido unos treinta años desde que se realizó un romance gótico a esta escala, y me enorgullece reabrir esta puerta", explica Guillermo del Toro en sus notas de producción.
En el fondo, ha vuelto a rodar un cuento, sólo que uno al estilo de Washington Irving o de Bram Stoker. "El cuento de hadas más oscuro", en su propia confesión.
Del Toro pertenece a esa estirpe de cineastas que se niegan -para deleite de sus seguidores- a crecer. Tim Burton, Peter Jackson, George Lucas... La clave en todos ellos no es que apunten sus películas al público adolescente. Eso lo hace toda la industria, abocada a la palomita y el ordenador. Lo que los diferencia es que siguen siéndolo ellos mismos. Sus sueños, o pesadillas, son la fantasía infantil de tantos otros con la posibilidad de trabajar con un cheque con muchos ceros.
Escarabajo vampírico
Ese cheque, claro, hay que ganárselo. Del Toro conquistó al mundo con Cronos (1993). Un cuento de vampiros sin vampiros, al menos como suelen entenderse. Un Melmoth el errabundo terrorífico. La vida eterna podía lograrse gracias a un antiguo dispositivo con aspecto de escarabajo egipcio creado por un alquimista. Pero, como en todo Fausto, había que pagar un precio por ello. Un peaje de sangre. Vampirizado en su particular arrebato, Federico Lupi protagonizaba la más oscura y sobria de las películas del mexicano. Una opera prima sin dinero pero con ideas. Allí estaba ya Ron Perlman, actor fetiche desde entonces. Allí estaban los bichos, los artilugios mecánicos, los monstruos y la fijación con la persistencia de la vida más allá de la muerte. Cronos fue el Ciudadano Kane de Del Toro. El aquí estoy yo.
Pasó por Cannes y fue un éxito. Los dólares comenzaron a llegar. Y la llamada de Hollywood no se hizo esperar. Mimic (1997), con Mira Sorvino, resultó una cinta extraña para los estándares de EE UU, superior en originalidad a la media pero inferior a lo que cabía esperar de la creatividad de Del Toro. Hubo, claro, intervención del estudio. El propio cineasta no la cita entre sus favoritas. Queda para el recuerdo la sugerente imagen de unos misteriosos hombres en gabardina que aterrorizan las alcantarillas. Una suerte de cucarachas mutadas que se mimetizaban para parecer seres humanos. Pura teoría de la selección natural aplicada al terror urbano. Una producción modesta. Pero Del Toro ya era un director de fijaciones estéticas y narrativas: los ambientes oscuros, la obsesión por los túneles, los insectos y la muerte.
El espinazo del diablo (2001) marca un punto de inflexión: es su primera película de fantasmas. La más cercana en tema a La cumbre escarlata, junto con dos películas que años después produciría Del Toro, El orfanato y Mamá, dirigidas por Juan Antonio Bayona y Andrés Muschietti. Los suyos son espíritus corpóreos, orgánicos. Pueden casi tocarse. No son poltergeists ni presencias, sino seres de dolor que necesitan ser queridos, recordados, tenidos en cuenta. Niños que asustan a niños en un orfanato de posguerra. ¿Hay algo más inquietante? Y aun así, el propósito de Del Toro no es que no durmamos, sino que cuando estamos despiertos no se nos olvide que la vida es un cuento oscuro y que el happy de happy end es un término sujeto a todo tipo de relativismo.
En Mama se cruzó en su camino por vez primera Jessica Chastain. "En este tipo de películas mucha gente olvida que necesitan a una gran actriz en su núcleo. Necesitas a alguien que no sea simplemente una reina del terror que grite. Necesitas a alguien que entienda al personaje en sus tres dimensiones", explicaba el director en una entrevista con Twichfilm. No es la primera vez que repite: Del Toro es actor de fetiches. Con Lupi, con Perlman, con Doug Jones, con Santiago Segura, especialista en cameos... Siempre vuelve a sus monstruos.
En 2004 llegó Hellboy, una de las más dignas y poéticas adaptaciones de un cómic en esta época de atracón de superhéroes en que las majors han convertido al género en el western del siglo XXI. El friki confeso que lleva dentro el mexicano hizo su sueño realidad llevando a la pantalla el tebeo de Mike Mignola, una delicia luminosa pese a habitar un universo de oscuridad. Una historia repleta de humor, en la que los límites del bien y el mal se desdibujan. Una epopeya de acción y amor protagonizada por un demonio criado como un niño bueno en una agencia secreta gubernamental que lucha contra el mal mientras le asoman los cuernos. Literalmente.
Si con Mimic empezó su relación de amor-odio con Hollywood, con Hellboy Del Toro volvió a vivir episodios para olvidar. Los Wenstein, los todopoderosos productores de Miramax, metieron mano en el guión e hicieron que la fábula de las cucarachas no fuera cien por cien Del Toro. Años después se resarció, por decir algo, con un director's cut que trató de salvar lo insalvable. Con Hellboy el problema fue de distribución: ¿cómo vender en el Sur profundo de EEUU una película que llevaba en su título la palabra infierno?
La Guerra Civil
Cineasta hispano pese a su inmersión hollywoodiense, Del Toro lanzó una mirada a la Guerra Civil española en El laberinto del fauno (2006). Otro cuento de terror que no asustaba pero dejaba una extraña sensación en el pecho. Una pesadilla de ficción -memorable la escena del monstruo con ojos en las manos- en mitad de una pesadilla real, con capitanes fascistas que revientan los sesos a prisioneros sin piedad. Quizá el único atisbo de política en la obra de un director que sólo ha querido ser siempre un gran cuenta-cuentos. Curiosamente, quizá porque era el momento o quizá por lo que tiene de madurez, fue su cinta más celebrada -seis nominaciones a los Oscar, tres premios de los técnicos- y la que hizo de él una figura internacional.
Con Hellboy II (2008) el problema se repitió. Sólo que esta vez, si bien el producto tenía ciertamente un toque personal, no estuvo a la altura de sus mejores tiempos. Fue una continuación que parecía obligada, pero que no lo era. Podríamos -y hablo de los aficionados al género- haber vivido perfectamente sin esa especie de elfos oscuros que el director insertó en su submundo barroco de criaturas ancestrales y que llevaron a la película más cerca del terreno del cómic teen que del thriller oscuro.
El Del Toro con hormonas adolescentes se dejó llevar por el discutible atractivo de Pacific Rim (2013), todo un homenaje al mecha, esas películas de robots y monstruos gigantes que se sacuden entre sí en Japón. Los dinosaurios tamaño edificio que aparecen día sí y día también destruyendo alguna ciudad. Valoraciones al margen, es la película con menos atributos del ADN del cineasta, si exceptuamos que hay criaturas en ella y cierto grado de caos.
No sorprende que a este cuentacuentos oscuro que se ha pasado del barroco de Hellboy al gótico de La cumbre escarlata le atraiga ahora un relato de toda la vida como Pinocho o un maestro del terror contemporáneo como Lovecraft, en Las montañas de la locura. De ambos prepara ya guiones junto a Matthew Robbins, guionista también Mimic y de la película que ahora llega a los cines.
Y, como con Orson Welles, con quien comparte talento y talla de pantalón, cabría escribir toda una biografía de Guillermo del Toro con las películas que planeó rodar y se quedaron en el camino. El Hobbit es el más obvio de sus proyectos malditos. Después de años de preparación, acabó en las manos de Peter Jackson, un buen amigo, mientras que Del Toro participó en el guión. Se hartó de esperar. Entre medias, se le ha oído hablar de adaptar novelas de Stephen King, de dirigir un Frankenstein, otra historia basada en un cómic de DC... Todo bulle en una cabeza que se niega a crecer pese a que a principios de este mes cumplió 51 años.