Esther Miguel
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Dicen que el problema no es la primera generación, sino la segunda o la tercera. Eso mismo retrata Black, que se pasa en el Festival Internacional de Cine de Gijón, una oda al lado más salvaje de la vida urbana en el barrio de Matonge (donde reinan los “Black Bronx”) y del distrito de Molenbeek-Saint-Jean, zona belga dominada por los “1080” en la que han crecido los yihadistas que perpetraron los atentados en París. Exclusión social de los inmigrantes en Bruselas, adolescentes sin vínculos con la comunidad y los brazos de ISIS. Éste es el punto de partida de Black, de los directores Adil El Arbi y Bilall Fallah. Conclusión: en los suburbios, oídos sordos a los problemas.

El caldo de cultivo que alimenta el radicalismo es la educación en la violencia que recoge Black. Dos tipos de personajes pueblan las calles: los miembros de las bandas de criminales afines y rivales y la policía, el brazo armado de la ley que en las comisarías trata a estos niños con paternalismo y condescendencia, a sabiendas de que poco podrán influir en esos quinceañeros al margen de una sociedad que les ignora por completo.

Creo que hay muchos chicos que tienen la sensación de que no forman parte del país en el que viven y por eso se van con las pandillas o con ISIS



En el filme no veremos a estos adolescentes de pujante agresividad relacionarse con nadie que no sea de su entorno. Ese submundo europeo está en el corazón de nuestras ciudades y se encuentra oculto y amurallado por los límites que marcan las distancias entre grupos sociales: blancos de primera, marroquíes de segunda y africanos de tercera. “Creo que hay muchos chicos que tienen la sensación de que no forman parte del país en el que viven y por eso se van con las pandillas o con ISIS, porque así creen que pertenecen a un grupo. Bruselas mola mucho, pero ahora no tanto porque está bien jodida, pero espero que pronto vuelva a molar”, se lamentaba la actriz protagonista Martha Canga Antonio. Guetos en los que aflora el racismo, el machismo y la rapacidad, otro asunto distinto.

La película parte del conflicto similar a 'Romeo y Julieta'

A Mavela la previene un policía. Un oráculo que ve en su futuro el mismo que le llegó antes a la otra princesa del barrio. “Me recuerdas mucho a ella”, le dice el de la pasma, que después le enseña una fotografía de lo que quedó del rostro de la chica después de que unos perros se la destrozaran. Se había enamorado de quien no debía y no se había enterado que las jóvenes en estas bandas son pura mercancía, propiedad sexual de aquellos que dominan las calles.

Los africanos de Black Bronx y los marroquíes del 1080 viven un día a día de quemas de coches de policía y de tirones a viejas. Sus ansias destructivas detonan en palizas extremas de muerte cuando estas tribus se topan en las calles. Llegarán a su punto más álgido en la batalla final, tan extasiada de la violencia de la que hace gala que es pura apología de la misma.

Son conscientes de los códigos que manejan estos grupos, porque los directores de la película son dos pandilleros de origen belga-marroquí. Demuestran su amor al videoclip gangsta para embellecer las vidas de esos jóvenes. Los planos endiosadores, la ostentación de armas y dinero, el maltrato a las mujeres... Esta iconografía criminal puebla la película, que tiene también algo de West Side Story cuando la trama se subyuga a la banda sonora de trap y hip hop, coronada por una remezcla del Back to Black de Amy Winehouse con connotaciones obvias.

Los directores Adil El Arbi y Bilall Fallah formaron parte de las pandillas.

En Bélgica hubo una revuelta a la entrada de los cines al descubrir unos grupos de jóvenes que no podían ver la que era para estas comunidades una de las cintas más esperadas de los últimos años. Black es para mayores de 16, cuando muchos de sus protagonistas no alcanzan esa edad.

La trama, un Romeo y Julieta modernizado debe así mismo leerse como una llamada a la paz. Un intento de romper con el odio que se canaliza contra los de tu misma clase. Mavela y Marwan, cada uno de un clan distinto, se quieren por encima de su condición, hasta el punto de intentar defender su amor salvando todos los obstáculos de su entorno. Por eso varios adolescentes belgas intentaron ver una obra en la que podían sentirse reflejados. En la que, pese al clima de extrema adversidad social, se podría apostar por el alto el fuego. Pero Adil El Arbi y Bilall Fallah no creen en el happy end. En su final, como en el resto de la película, defienden haberse limitado a retratar las cosas tal y como son.

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