Encontrar la misma semana en cartelera un estreno de Nanni Moretti y otro de Paolo Sorrentino para más de un cinéfilo tendrá algo de feliz coincidencia y algo de angustiosa bifurcación de caminos. Es viernes -pensarán-, tengo sólo tiempo para ver una película, y se me plantean varias preguntas: ¿puedo hoy salir antes, jefe? ¿No había más semanas en el año? ¿Es el día de Italia y los que hacen el Doodle no se han enterado? En definitiva: ¿Me voy al cine a ver Mia Madre o La juventud? Quien firma, que ya ha visto ambos filmes, comprende y se solidariza con quienes tengan este dilema.
Moretti y Sorrentino son dos galaxias en extremos alejados -no necesariamente opuestos- del universo. Por mucho que en apenas dos años, entre 2006 y 2008, el primero rodara una película sobre Silvio Berlusconi (El caimán) y el segundo otra sobre Giulio Andreotti (Il Divo). Son cinematografías que representan ideales con dos únicos denominadores comunes: la inteligencia y la sensibilidad. Y que, de la misma manera, ofrecen dos visiones diferentes de Italia, aunque sea de forma indirecta.
Sorrentino nos lleva a un balneario de lujo en los Alpes suizos donde languidecen directores de cine, compositores y actores abrumados por el éxito
No todos los artistas reflejan a sus países. A Haruki Murakami le molesta que le etiqueten como escritor japonés y repite que tiene más que ver con los novelistas franceses o norteamericanos que con cualquier costumbrismo, realismo o intención de ser voz del Japón de postal. De forma parecida, el cine de Paolo Sorrentino no siempre ha sido de forma explícita imagen de Italia. Pero su país sí está a menudo latente en su obra. A veces, en una explosión fotográfica plena de intención, como en La gran belleza (2014). Sí, Roma y los romanos, o algunos de ellos, en estado puro. La ciudad como un museo y sus habitantes como obras de arte.
Otras veces es un fondo, como en La juventud. Sorrentino nos lleva a un balneario de lujo en los Alpes suizos donde languidecen directores de cine, compositores, actores abrumados por el éxito y todo un bestiario de extrañas y deliciosas criaturas: viejos matrimonios que se odian en silencio en público y se aman a gritos a escondidas, prostitutas casi adolescentes y hasta un Maradona ucrónico vencido por obesidad, los problemas respiratorios y la nostalgia del balón.
Incluso allí, en los Alpes, entre baños, masajes y orquestinas, aparece Italia. Porque la visión de Sorrentino es la de una clase alta intelectual, que es la misma que estaba ya en La gran belleza. Allí el protagonista era un escritor de un único libro de éxito dedicado a la contemplación al cumplir 65 años, Jep Gambardella, un enorme Toni Servillo. Un diletante de profunda poesía que contemplaba con una sonrisa la fauna local en un interminable gran tour romano del siglo XXI. Fontanas, vistas impagables del Aventino, paseos por el Gianicolo y rincones secretos del Trastevere. Cualquier tiempo pasado fue siempre mejor y la magdalena proustiana puede tener forma de patio de convento.
Roma y Venecia
En La juventud, los protagonistas son dos viejos amigos entrados en la tercera edad: un compositor de fama internacional apático que no quiere ya saber nada de la vida y un cineasta que trata de encontrar el final adecuado al guion de su última película, su testamento artístico. De nuevo, un soberbio trabajo de los actores, Michael Caine y Harvey Keitel. Como el de los demás cuerpos celestes que giran a su alrededor: la belleza en plena maduración de Rachel Weisz, Paul Dano, con su aspecto de eterno y frágil indie…
“Los romanos son insoportables”, dice Sorrentino en La gran belleza a través de una foránea -una invitada de Milán- y la sentencia parece extenderse a los habitantes de La juventud, que de nuevo representan la Italia intelectual. Para Sorrentino, Venecia es un sueño nostálgico de aguas altas y un viaje que el personaje de Michael Caine va posponiendo. El cine de Sorrentino de los últimos años es eso: una enorme ensoñación, una instalación plástica, un tratado de poética y simetría.
El mundo de Sorrentino exalta las formas pero no por ello olvida el contenido. La gran belleza y La juventud abordan temas comunes en algunos momentos. La infancia como paraíso perdido, el amor persistente a lo largo de los años, la belleza física, el sexo como puerta a la plenitud... La felicidad misma.
Moretti adelanta pisando el acelerador del humor, subido a la Vespa de las conversaciones cotidianas. Ya sea para hablar de la vida o de la muerte
Algo de todo esto aparece también en el cine de Nanni Moretti, aunque cambiamos de carril. Ya no vamos en la fila de los que conducen lentamente contemplando el paisaje: Moretti adelanta pisando el acelerador del humor, subido a la Vespa de las conversaciones cotidianas. Ya sea para hablar de la vida o de la muerte. Mia madre no es Caro diario. Hace años que el cineasta ha ido profundizando en las capas de la vida.
En Mia madre, Moretti regresa al territorio del dolor, como en La habitación del hijo, un filme tan brillante como demoledor. Aunque aquí lo hace, como los clásicos del Siglo de Oro, con un gracioso que sirve en bandeja la comedia para hacer el trago más llevadero, interpretado por John Turturro. Marguerita (Marguerita Buy), la protagonista, es un trasunto reconocido del propio Moretti, y la historia de cómo va viendo apagarse a su madre es la suya real. Pero el cineasta está a la vez hablándonos del italiano medio.
Sí, como Harvey Keitel en La juventud, Marguerita es directora de cine. Pero el personaje de Keitel es una entelequia, un arquetipo: el cineasta enfrentado a su decadencia, sus musas y su propia obra. La obra de Marguerita en cambio es lo de menos. Es una directora a la que un rodaje se le atasca, pero sobre todo una mujer cuya realidad se viene abajo y sus recuerdos hacen cola para echarle en cara su fracaso personal. Marguerita es clase media, es Italia real asomándose a la pérdida de un ser querido. Algo tan común.
La fotografía en el cine de Moretti cede protagonismo, la ciudad es más real y sucia que la de Sorrentino. Conocemos otra Roma
La fotografía en el cine de Nani Moretti cede protagonismo, la ciudad es más real y sucia que la de Sorrentino. Conocemos otra Roma, la de los barrios alejados y los hospitales. Los diálogos y el tratamiento de los personajes caminan por el realismo, frente al manierismo que tiene el viaje barroco de Sorrentino. Las líneas de Moretti dejan un sabor a chianti y pecorino. Las de Sorrentino, a champán.
Si después de todo esto ya se ha decidido, sentimos volver a confundirle: con cualquiera de ambas películas, el cine de altura está garantizado.