“No tengo vida. Solo tengo libertad”, asegura al inicio de El renacido el personaje de Tom Hardy en la última película de Alejandro González Iñárritu: “Más que una carrera, tengo una vida”, aseguró el director durante una entrevista reciente. Porque hay autores que se obsesionan con sus obras, otros con su carrera y otros con su vida. Hay autores –escritores, directores, artistas plásticos, bailarines– que tienen que elegir entre volcarse en cada uno de sus proyectos de forma independiente o ir tejiendo una trayectoria coherente que acabe por conformar un mapa creativo que lo explique todo. “Si leéis su diario todo quedará explicado”, escribió en su nota de suicidio Kenneth Halliwell después de reventar la cabeza a martillazos a su novio, el dramaturgo Joe Orton.
Si vemos Amores perros, 21 gramos, Babel, Birdman o El renacido todo queda explicado (si además vemos Biutiful tendremos la sensación de que no lo entendimos bien del todo). Parecería que para Iñárritu (México, 1963) la única alternativa es hacer películas que nos dejen solos frente a él y su obsesiva mezcla de lo bello, lo siniestro y lo terrible. Ejerce como su propio padre cuando dirige y escribe para acompañarse a lugares muy oscuros donde acabamos yendo con él.
Para Iñárritu la única alternativa es hacer películas que nos dejen solos frente a él y su obsesiva mezcla de lo bello, lo siniestro y lo terrible
Pero no tenemos miedo, porque su cámara nos salva, nos alivia del dolor. Una de las mayores virtudes de Iñárritu es hacer de la presencia de la cámara un elemento vivo que no resta verdad a nada pero está presente como tabla de salvación para ofrecernos la vía de escape de la ficción, de un supremo creador detrás de historias donde la muerte siempre está presente. Lo improbable sucede constantemente en oposición a lo único seguro en nuestras vidas y sus historias: la muerte.
Mi enemigo Donald Trump
Iñárritu hace de insider de las pulsiones humanas más oscuras en sus películas y de outsider en sus entrevistas, en las que insiste en su carácter de emigrante mexicano en EEUU, donde llegó tras haber triunfado en su país natal como músico y productor audiovisual. Donde llegó rico, por mucho que él insista en que podría haberse hecho mucho más (rico) si hubiese montado un puesto de tacos en vez de dedicarse al cine. A primera vista podría parecer un descenso a sus infiernos, pero en realidad es un ascenso a una montaña rusa de emociones fuertes que él ofrece a espectadores cinéfilos ávidos de experiencias, de otra clase de escapismo.
Él se aleja de la fantasía feliz para regodearse en miserias humanas que son también entretenimiento, aunque sean algo más, tal y como explica él mismo al hablar del universo que transitaba su primer largometraje, Amores perros: “Es una sociedad encerrada en un núcleo de promiscuidad y de espacios reducidos. Toda la corrupción y falta de fraternidad que respira el filme no es más que el reflejo de nuestro México lindo, una nación que vive los resultados de una dictadura de partido de más de 70 años, dominada por una política social y económica lastrante”.
De la crítica a la larga dictadura mexicana de partido, Iñárritu toma postura ante Donald Trump, ese punto de referencia imprescindible para todo creador norteamericano contemporáneo
Años después, kilómetros más arriba, de la crítica a la larga dictadura mexicana de partido, G. Iñárritu pasa a tomar postura ante Donald Trump, ese punto de referencia imprescindible para cualquier creador norteamericano contemporáneo, y aún más para un creador norteamericano mexicano, que ha visto como el discurso xenófobo de Trump amenaza la seguridad y el futuro de sus compatriotas menos privilegiados: “Cuando generalizas de esa manera, lo único que consigues es quitarle la humanidad y la integridad a las personas. Históricamente, esa ha sido la forma en la que le han sucedido cosas horribles a la humanidad”.
Trump, de nuevo, como rudimentario detector de hombres y mujeres decentes. Trump como básico filtro para identificar a canallas y Sean Penn como un método más sofisticado para entender a un Iñárritu que, más allá de la compasión como sentimiento militante y de la soledad del individuo como política, se enseña ideológicamente mucho menos de lo que muestra en su cine. Sean Penn funciona así como retratista en público de la vertiente más política de Iñárritu.
Mi amigo Sean Penn
Cuando en la pasada edición de los Oscar, Sean –amigo de Iñárritu desde que trabajó con él en 21 gramos– leyó su nombre en el sobre del ganador y añadió: “¿Quién le dio a este hijo de puta una green card?”, el chiste se convirtió en un nuevo test para establecer los límites del humor entre quienes se dedican a trazar lindes y cogérsela con papel de fumar. Sean Penn había bromeado ante millones de telespectadores sobre un asunto tan serio como el permiso de trabajo para extranjeros en EEUU.
Para algunos, le había arruinado uno de los grandes momentos de su vida a su amigo director banalizando el dolor de muchos inmigrantes. Sean Penn había parodiado ese mantra fascista que asegura que los extranjeros vienen de fuera para quitarnos el trabajo y se había atrevido a hacerlo en el corazón de Hollywood, ese lugar donde –cito a Homer Simpson de memoria– “grandes avaros que aplastan a hombres sencillos que luchan contra el sistema se hacen ricos contando historias de hombres sencillos que luchan contra el sistema”.
El mundo bienpensante
A Iñárritu le divirtió la broma. A nosotros también. Porque ese detalle de humor negro a juego con el esmoquin de Penn tenía la virtud de funcionar como un mensaje de ida y vuelta que ponía en evidencia las reservas del sistema contra el outsider, se mofaba del facherío fino y facilitaba la complicidad de Iñárritu, quien confirmó en días posteriores que su amistad con Penn incluía el lanzamiento de esa clase de chistes políticamente incorrectos.
Casi un año después de aquello, y en plena promoción de Revenant hacia el Oscar, el director mexicano volvía a mostrar su apoyo a las cosas de su amigo Sean, de nuevo a costa de un asunto más allá de Río Grande: ¿qué le había parecido el intento de entrevista de Sean Penn como intrépido reportero al narco fugitivo mexicano Chapo Guzmán? Plausible, por supuesto, admirable.
Iñárritu se tomó muy en serio la intención de su amigo Penn de buscar el testimonio del Chapo: a contracorriente, de dentro a fuera
En esta ocasión, G. Iñárritu se tomaba muy en serio la intención de su amigo Penn de buscar el testimonio del Chapo para evidenciar la peligrosa connivencia estadounidense con el narcotráfico internacional. Cuando el mundo bienpensante se lanzó a crucificar a Penn por un buen chiste, Iñárritu le rió la gracia. Cuando ese mismo mundo se burlaba del amago periodístico de Penn, Iñárritu se lo tomó muy en serio. A contracorriente. De dentro a afuera.
G. Iñárritu más que una carrera, tiene una vida. Y libertad. Y a Sean Penn. Y a Birdman, tal vez la mejor película que se haya hecho nunca sobre la lucha que mantenemos contra nuestro verdadero talento como destino inevitable.