Berlín

Viendo Eldorado XXI uno descubre que las imágenes más poderosas que nos puede ofrecer este nuevo siglo se están produciendo muy lejos de lo que los medios de comunicación y nuestras propias miradas parecen demandar. La documentalista portuguesa Salomé Lamas se ha ido hasta La Rinconada, una explotación minera en los Andes peruanos a más de 5.000 metros de altitud, para retratar el nuevo El Dorado o Klondike, la fiebre del oro que ha llevado a miles de personas hasta una de las regiones más inhóspitas e inclementes del planeta. Hay historias que merecen ser contadas y hay imágenes que nunca deberían escapar a nuestra mirada. Pocas historias y pocas imágenes tan impactantes como las de La Rinconada.

Lejos de amedrentarse y, mucho menos, de dejarse llevar por la belleza de los escenarios, Lamas responde con una película altamente exigente. Un plano de cerca de una hora nos muestra el incesante trasiego de los mineros. Aunque sólo sea conceptualmente, la imagen remite al río humano que cruzaba las montañas en La quimera del oro de Charles Chaplin. Mientras va cayendo la noche y el frío extremo se hace más palpable, la banda sonora desgrana los testimonios de estos buscadores de oro, qué los llevó hasta La Rinconada, su vida allí, sus perspectivas económicas; intercaladas entre estas historias las noticias radiofónicas nos alertan de una campaña presidencial que, por supuesto, también va a buscar sus votos en este nuevo El Dorado. 

La segunda parte de la película mostrará distintas estampas de la vida cotidiana, desde el trabajo en la mina picando piedra en busca de restos de oro a las juergas nocturnas regadas en alcohol, siempre bajo los efectos de una ventisca incesante. Sorprende el grado de adaptación del ser humano a estas terribles condiciones climatológicas, pero también es digno de elogio que una cineasta se haya aventurado hasta allí, haya compartido las vivencias de estos personajes que parecen sacados de una novela de Jack London y, sobre todo, lejos de cualquier actitud paternalista o condescendiente, que les haya proporcionado un final a la altura de su empresa: una celebración, una fiesta, prueba de que la clase obrera también tiene derecho a divertirse. Eldorado XXI se exhibe en una sección paralela, el Forum, lejos de los oropeles de la alfombra roja.

Tanovic y los Balcanes

Decía Susan Sontag que la historia del siglo XX se resumía en la ciudad de Sarajevo, desde el asesinato del archiduque Francisco Fernando en 1914 que desencadenó la Primera Guerra Mundial hasta la guerra de 1992-1995 que supuso la desintegración de la antigua Yugoslavia. La cita la repite uno de los personajes de Mort à Sarajevo. “Bosnia vive en el pasado”, confiesa Danis Tanovic, que destaca esta inclinación de sus compatriotas por revivir y discutir constantemente sobre su historia.

Danis Tanovic junto al equipo de la película EFE

Su película se ambienta el 28 de junio de 2014, día del centenario del asesinato del archiduque, en el Hotel Europa, donde se va a desarrollar una conferencia internacional que reunirá a mandatarios e intelectuales de todo el mundo. Sí, estamos ante una parábola sobre Sarajevo, Bosnia, Yugoslavia, Europa y lo que sea, una parábola que parte de un texto teatral de Bernard-Henri Lévy y que pretende condensar en un único lugar y unas pocas horas toda esa historia de la que los bosnios no consiguen desprenderse.

Tanovic reconoce que la confusión sobre ese pasado, sobre lo qué provocó la guerra y las heridas que aún no han cicatrizado, es uno de los signos de identidad de los bosnios. No hay mejor ejemplo que su película, tan inverosímil en su desarrollo dramático como burda en su discurso político. Tanovic es uno de esos falsos prestigios del cine europeo, gracias principalmente a una película, En tierra de nadie, que tuvo el don de la oportunidad (política). Desde entonces su carrera ha ido dando tumbos, lo que no ha impedido que todavía sea capaz de encontrar un hueco en la competición de Berlín.

Cartas da guerra, del portugués Ivo M. Ferreira, sería su contrapunto. Otra película sobre el pasado, en su caso el pasado colonial portugués, sólo que altamente estilizada y que, al menos, no aspira a sermonearnos sobre el presente. Lo que no puede ser casualidad es que buena parte de las reseñas de la película de Ferreira coincidan en identificar sus dos principales inspiraciones, por un lado Tabú, de Miguel Gomes (las colonias africanas, el blanco y negro) y por el otro La delgada línea roja, de Terrence Malick (la lírica voz en off, la guerra). Hasta ahí llegan las comparaciones. Cartas da guerra no supera este estadio, el del modelo caligráfico, recreándose, eso sí, en la belleza de unos textos tomados de la obra homónima de Antonio Lobo Antunes.

Davies aburre con Emily Dickinson

Al menos la película de Ferreira constituiría una propuesta más que estimable de un cine literario verdaderamente plausible. Por el contrario, Terence Davies se embarca en el peligroso subgénero del biopic de escritor, a costa de Emily Dickinson, en A Quiet Passion. Las primeras escenas parecen apuntar a un dispositivo casi brechtiano, depurando los decorados (la película se desarrolla toda en interiores) y forzando la teatralidad de las interpretaciones. El espejismo dura unos pocos minutos. Poco a poco Davies se deja llevar por la riqueza de los textos literarios, preñando sus diálogos de réplicas y frases brillantes que se dirían esculpidas en mármol y que se repiten sin cesar.

Los intérpretes parecen tomarse en serio la pomposidad de estos diálogos y comienzan a sobreactuar, forzando todo lo que de melodramático tienen las peripecias de la vida de Dickinson. Cuesta imaginarse una película que traicione de manera más flagrante su propio título, una película tan contradictoria y fallida.